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06 2013

Perturbar Europa: modelos polilingües y sí mismos comunes

Loredana Polezzi

Tradução de Raúl Sánchez Cedillo

En su propuesta para la conferencia “Un común que no puede hablar: Europa en traducción”, celebrada en Viena en junio de 2012, los organizadores nos pidieron que pensáramos sobre la crisis de Europa, sobre los rasgos que tendría un nuevo común y sobre el modo en que las prácticas de lenguaje y traducción (así como la política asociada a las mismas) podría sostener esa encarnación diferente de una presencia común. Mi modo de abordar estas cuestiones consiste en examinar el modo en que prácticas polilingües[i] tales como la traducción y la autotraducción pueden desbaratar los actuales modelos de Europa y de las jerarquías europeas y a la vez respaldar el pensamiento de diferentes subjetividades, así como el repensamiento del lugar y del espacio ‒que, conforme a la definición de Michel de Certeau, es un “lugar practicado” actualizado “por el conjunto de movimientos que se despliegan en su seno” (1984, p. 117, en cursiva en el original). Así, pues, siguiendo el consejo de De Certeau, los modelos teóricos han de ser capaces de hacer referencia a las prácticas cotidianas, tanto en lo que atañe al reconocimiento de su existencia y resiliencia, como a la capacidad de producir prácticas resistentes y perturbadoras allí donde estas son requeridas. Dicho de otra manera, las preguntas que quiero hacer ‒con Europa en la cabeza, pero consciente de la insuficiencia de esa etiqueta, toda vez que contiene demasiado y al mismo tiempo no contiene lo suficiente‒ son similares a las formuladas por Meaghan Morris en su “Prefacio” a Traducción y subjetividad de Naoki Sakai: “¿Cómo es posible?”, se pregunta,” ¿crear un espacio de debate transnacional que atraviese las fronteras lingüísticas, pero también raciales, étnicas, de género, sexuales y religiosas?”. Y, añade, ¿cómo podemos encontrar un modelo operativo que “sea capaz de conectar con cosas que hacen o cabría pensar que hacen las personas en el transcurso normal de sus vidas”? (1997, pp. xi, xii). Se trata de cuestiones que también quiero abordar, e intentaré hacerlo pensando sobre movilidad y traducción.

1. Mapas

Si las imágenes hablan más alto que las palabras, entonces los mapas son un buen lugar para empezar a considerar figuraciones alternativas de lo que hoy en día representa la etiqueta “Europa”: cómo está constituida; qué incluye o excluye; qué espacios crea y en qué fronteras insiste. Dos mapas del Mediterráneo pueden servir de ejemplos elocuentes de estos procesos. El primero es un portolano, un mapa de navegación producido en Venecia en el siglo XVII.[ii] El segundo en realidad no es uno, sino una serie de mapas monumentales que conmemoran estadios ulteriores de la expansión del Imperio Romano; fueron instalados a lo largo de la Via dei fori imperiali, en Roma, durante los años del régimen fascista y debían servir de recuerdo de la gloria pasada, así como de estímulo para el (supuesto) reestablecimiento de la hegemonía italiana en todo el Mare Nostrum.[iii]

Las dos imágenes representan el mismo espacio, y sin embargo cuentan dos historias extraordinariamente diferentes y encarnan dos narrativas sustancialmente diferentes. Una se basa en el lenguaje del poder, de la conquista, el control y el patrullaje (así como la ampliación expansionista) de las fronteras. Utiliza bloques de colores contrarios para poner en primer plano las masas de tierra, su yuxtaposición y la lucha por su posesión. El otro está dominado por el espacio fluido del mar antes que por la tierra que le rodea, y sobre él se trazan múltiples conexiones, vínculos intrincados, se desarrollan relaciones que desdibujan todas las fronteras (por más que estas puedan existir, y de hecho existen).

Estos mapas y sus respectivas conceptualizaciones del espacio proporcionan también modelos alternativos a través de los cuales podemos leer dos historias conectadas de movilidad: la historia de la migración (entendida, genéricamente, como la movilidad geográfica de las personas) y la de la traducción (la movilidad de los textos, en todas sus formas, y la de las culturas heterogéneas[iv] que vehiculan y construyen, producen y reproducen). También a este respecto los dos mapas corresponden a narrativas enfrentadas. Una es un relato de las naciones como portadoras de características distintivas y esenciales que han de ser defendidas o incluso impuestas (como en el modelo colonial basado en la extensión de la “civilización” europea, o en el constructo neocapitalista y neoimperialista de la globalización y sus “exportaciones”), pero también enriquecidas mediante inyecciones escogidas de otras culturas igualmente distintivas que son “introducidas” dentro de las fronteras de la nación mediante procesos de migración (de personas) y de traducción (de artefactos) cuidadosamente controlados. En este modelo, cualquier otro uso de la traducción, o de la migración, se torna en un abuso ‒o al menos en lo que Clem Robyns ha denominado una “violación potencial del código” (1994, p. 407). La otra narrativa se asemeja más al portolano: adopta la movilidad y la multiplicidad como elementos constitutivos de la historia y de la experiencia, reconoce el espacio (incluyendo cualesquiera fronteras) como algo permeable, como algo constituido por y mediante relaciones, y que puede servir como un icono del movimiento del conocimiento y de las personas, de los individuos y sus historias, consideradas como parte del proceso que permite la renovación dinámica de las culturas y las sociedades, impidiendo que se anquilose, implosione y desaparezca. No obstante mi obvia preferencia por el portolano (que puede servir también de recordatorio de la conexión constitutiva entre estética y política), soy perfectamente consciente de que los venecianos, al igual que los antiguos romanos, tenían sus modos de controlar los flujos de personas, bienes y riquezas que atravesaban y reatravesaban el Mediterráneo. E, históricamente, tanto los mapas como los modelos son válidos. De hecho, sus narrativas no son mutuamente excluyentes, sino que pueden coexistir perfectamente a un mismo tiempo, aunque una imagen puede tornarse dominante en el ámbito local, nacional o internacional.

Estos mapas y los distintos modelos de movilidad que encarnan también pueden resultarnos útiles cuando intentamos indagar el modo en que son construidas las imágenes contemporáneas de Europa: imágenes de sus centros, sus periferias, sus márgenes, pero también de sus propias centralidad y marginalidad, sus jerarquías internas y externas. En primer lugar, las dos imágenes que he escogido no son, por supuesto, mapas de Europa en ninguna de sus configuraciones históricas. Son mapas del Mediterráneo y, en cuanto tales, ambos representan más o menos que Europa. El Mediterráneo es tanto el meollo de la construcción moderna de Europa ‒que, al fin y al cabo, se propone como principio en una narrativa de centralidad que se remonta a la Antigüedad clásica, el humanismo, el Renacimiento, y que descansa en mitos como el de la translatio studii et imperii ‒y su margen más difícil‒ porque el sur no es normativo en la Europa contemporánea, tal y como queda ampliamente demostrado por la crisis actual de etiquetas tales como “PIGS”[v]; pero también porque hoy el Mediterráneo representa un dramático middle passage que conduce a una “fortaleza Europa” cada vez más defensiva y en proceso de desmoronamiento. En este contexto doblemente inscrito, la visión nacionalista e imperial del Mediterráneo de Mussolini como un puente que ha de ser cruzado en búsqueda de nuevas conquistas y expansiones se ha convertido hoy en un retrato igualmente espectacular del abismo mortal entre lo humano y lo deshumanizado, un símbolo de esa indiferencia respecto al mal que Hannah Arendt describía como un rasgo vergonzoso y sin embargo distintivo de la sociedad contemporánea[vi], y que Vauro, un humorista gráfico italiano, capturó recientemente en un dibujo de una lúgubre elocuencia que rebautiza el Mediterráneo como “Mare Morto”.[vii]

Utilizar el Mediterráneo y sus mapas alternativos para hablar sobre Europa es también un modo de recordarnos que, aunque Europa tiene sin duda sus propios márgenes y marginalidades, sin embargo se define y es definida precisamente por esos márgenes. De hecho, podríamos dar un paso más allá: en esos márgenes ‒y sobre todo el mediterráneo, con todas sus ambigüedades intrínsecas en torno al lugar donde comenzaría propiamente “el Sur”‒ tampoco podemos sustraernos al hecho de la propia y creciente marginalidad de Europa. No se trata de una utopía de un mundo feliz (o una distopía, dependiendo del punto de vista). Tal y como señalaba Barbara Spinelli (2012) en un artículo publicado por el diario italiano La Repubblica, “la mutazione è già avvenuta”: vivimos ya en un mundo multipolar, aunque Europa y sobre todo sus sistemas políticos continúan comportándose como si estuvieran sordos y mudos ante esa mutación, incapaces de reconocer el cambio y reaccionar al mismo. En vez de perseguir la centralidad perdida o buscar desesperadamente una nueva hegemonía, aceptar que los márgenes propios de Europa así como su marginalidad podrían animarnos a seguir el consejo de Walter Mignolo y reconocer que el modelo colonial y neocolonial de política centro/periferia ‒donde todo se origina en el centro, de tal suerte que los demás solo pueden aspirar en el mejor de los casos a contestarlo ‒no es el único disponible en la actualidad. Asimismo, el modelo de producción cultural de la literatura mundial, en el que todo emana del centro, y de este recibe su valor definitivo, no es el único que está en funcionamiento actualmente. Tal vez se nos haya pasado por alto, pero las “periferias” también pueden hablar entre ellas ‒y cabalmente ese intercambio puede resultar enormemente productivo.[viii]

Así, pues, ¿qué sucede si nos apartamos de la rigidez del modelo centro/periferia, así como de sus pilares esencialistas, basados en la idea de culturas nacionales separadas y autocontenidas que pueden ser rigurosamente situadas en el mapa, dentro de fronteras claras y jerarquías de poder aún más claras (al menos hasta que se crea un equilibrio, nuevo pero igualmente jerárquico, como en los sucesivos mapas de la expansión del Imperio romano de Mussolini)? ¿Qué sucede si abandonamos, en el caso concreto de Europa, el mito aún predominante del continente como un racimo de comunidades individualmente homogéneas, caracterizado por la superposición de identidades nacionales, lenguas y culturales reconocibles (y contenibles)? ¿Qué sucede si adoptamos la movilidad, la multiplicidad y la heterogeneidad como un modelo, comenzando precisamente por la des-homogeneidad y la des-unidad del lenguaje (que es, al fin y al cabo, otro hecho que no se suele reconocer pero que resulta evidente)? ¿Qué sucede si admitimos, como ha hecho recientemente Maria Tymoczko, que el monolingüismo y la homogeneidad lingüística bien podrían ser la norma y que, de hecho, la mayoría de las personas en el mundo (y con toda probabilidad la totalidad de las comunidades) están enredadas en prácticas “plurilingües” (2006, p. 16)? ¿Qué sucede si reconocemos la permeabilidad de las lenguas así como de las culturas, junto a la ubicuidad de la traducción, tanto lingüística como cultural, y tanto en la forma de hetero como de autotraducción, por utilizar las definiciones de Michael Cronin (2000, 2006)?

2. Textos

Los textos son formas de práctica lingüística, y las formas textuales están intrínsecamente asociadas a las historias que contamos acerca de nosotros mismos y del mundo. Examinar las narrativas a través de un paradigma transnacional ofrece muchas ventajas ‒del mismo modo que examinar la traducción a través de las lentes de la teoría de la narrativa puede ser revelador, como queda demostrado con el último trabajo de Mona Baker (2006). Pensar en términos transnacionales significa, en primer lugar, centrarse en los procesos y no únicamente en el producto o el estado, en el devenir y no únicamente en el ser. Desde luego, la traducción puede ser conceptualizada en ambos sentidos, como producto y proceso. Ambos puntos de vista son cruciales para toda reflexión sobre la traducción como práctica social. La naturaleza dinámica de la traducción es un antídoto clave contra todo tipo de esencialismo. Sin embargo, pensar sobre el producto también es importante: si es cierto que la traducción tiene lugar principalmente en el ámbito de los textos, esos textos no son neutrales, están directamente conectados con prácticas sociales, con las relaciones que establecemos entre individuos y grupos, con la asignación de derechos, valores y responsabilidades. Tratar las culturas como textos, como señaló Talal Asad (1986) en un célebre artículo sobre traducción y etnografía, puede conducir fácilmente a la suposición de que cualquier “cultura” puede ser perfectamente “traducible” a los términos de otra ‒momento en el cual el antropólogo/traductor asume al instante el derecho de mediar el proceso, en su totalidad, legitimando la interpretación resultante. Además, podríamos añadir, esa maniobra respalda a su vez la concepción según la cual ambas totalidades, la original y la traducción, no son más que eso: conjuntos de datos recibidos, autocontenidos y posiblemente intercambiables, donde una puede ser trasladada a los términos de la otra y de tal suerte sustituida, sin pararse a pensar ni sobre los procesos de transformación que ambos “textos” (y “culturas”) han sufrido, ni sobre hasta qué punto esa transformación ya estaba basada, o se vio reforzada por los rasgos comunes entre ambas. Este supuesto ya es preocupante si pensamos en las implicaciones de tales procesos para el modo en que tratamos los textos, puesto que una vez que abandonamos la metáfora textual (pues en este contexto de hecho a menudo es una metáfora) y reflexionamos sobre el hecho de que de lo que estamos hablando es de culturas en tanto que encarnadas en prácticas vivas, en las personas y en las comunidades que forman, en los individuos con sus propias subjetividades, y en el modo en que esas dimensiones se superponen y se intersecan (en vez de permanecer amablemente autocontenidas), entonces las implicaciones éticas de la falacia de la “cultura como texto (traducible)” se tornan totalmente irresistibles.

Esto es también una manera de decir que hay tantos riesgos como beneficios en la adopción de un modelo traduccional, en la teoría como en la práctica, y que hay modelos de traducción productivos y otros no tan productivos. Concebir el proceso de traducción como un sistema binario que traslada el Texto A al Texto B, la Cultura A a la Cultura B, y ahí se detiene, no solo es incorrecto ‒es también pernicioso. Un modelo no binario, por otra parte, que tiene en cuenta la ubicuidad de la traducción e incluye prácticas como la autotraducción, el heterolingüismo[ix] y el polingüismo, insistirá en la naturaleza abierta del proceso, en su tendencia a proliferar en múltiples direcciones y a iniciar procesos adicionales de traducción, interpretación y transposición, en vez de alcanzar un final estable.

Así, pues, la traducción ‒y aquí incluyo tanto la traducción lingüística como la cultural, donde esta última es para mí casi una tautología, toda vez que no puede haber traducción que no sea ya de antemano cultural‒ puede ser descrita como un proceso de negociación, modificación, transformación, pero no como una sustitución nítida (Jamarani, 2012, p. xi). Esto significa a su vez que la traducción no borra lo que estaba ahí antes, del mismo modo que las personas (individuos, grupos) que experimentan la autotraducción no se convierten en algo distinto de sí mismos, no sustituyen lo que eran antes con lo que son ahora, pace las descripciones dramáticas del “trauma de la traducción”, tal como el célebremente expuesto por Todorov (1992) acerca de su propia esquizofrenia lingüística y cultural. (De hecho, cabría incluso concebir la esquizofrenia, aunque de modo paradójico, como algo que da fe de lo perdurable de los marcadores de identificación frente a la autotraducción)[x].

Los dos puntos que acabo de exponer ‒acerca de la imposibilidad de reducir la traducción a la textualidad autocontenida y la naturaleza no lineal, dinámica y proliferante de los procesos de traducción‒ son también claras indicaciones de la naturaleza relacional de la traducción, de su dimensión social ineludible y constitutiva. Una vez más, la paradoja podría resultar de ayuda: si adoptamos la opinión de George Steiner (1992), según la cual todo individuo tiene su propio idiolecto y, por lo tanto, todo acto de comunicación es un acto de traducción, entonces solo en ausencia de toda socialización podríamos arreglárnoslas sin traducción.

Sin embargo, esto no quiere decir que la traducción es siempre una fuerza benéfica y que los traductores son los héroes de la comunicación intercultural. No hay ningún buonismo, ni su rol está asociado a un imperativo inevitable de ser “buenos chicos” ‒pero hay agencia. Los traductores (incluidos los autotraductores) pueden sencillamente ser tan cómplices de los discursos y narrativas dominantes como éticamente despiertos y comprometidos con la traducción como una práctica política consciente y potencialmente resistente. Esto es así hasta el punto de que las metáforas de la traducción (y las imágenes de los traductores) pueden pasar fácilmente de lo positivo a lo negativo y viceversa. El semiólogo italiano Paolo Fabbri (2000, pp. 81–89) ha convertido el viejo traduttore tradittore en una medalla de honor, afirmando que los traductores están preparados para actuar como dobles agentes o incluso apóstatas precisamente porque se han dado cuenta de que la autocontención y la inconmensurabilidad de los sistemas culturales no son más que mitos necesarios que sostienen un orden interno que de lo contrario sería inestable. Por otra parte, Mona Baker (2005) ha señalado que la imagen del puente, tan a menudo asociada a la comunicación intercultural, puede sostener narrativas de invasión y conquista en la misma medida que de comprensión y amistad mutuas. De hecho, la traducción puede ser y ha sido vista como un paradójico malabarismo entre las dos imágenes del “puente”, entre la imposición de la mismidad y el abrazo de la diferencia. Clifford Geertz ha descrito la traducción como un enigma en el que “lo profundamente diferente puede ser conocido en profundidad sin dejar de ser menos diferente; lo enormemente distante se torna enormemente cercano sin dejar de estar menos lejos” (1983, p. 48; citado en Pratt 2010, p. 96). Por su parte, Paolo Fabbri, en el mismo trabajo al que he hecho referencia más arriba, ha comparado a los traductores con abejorros que, técnicamente, no deberían ser capaces de volar pero se las arreglan para hacerlo en todo momento (2000, p. 86). El malabarismo es difícil. Exige destreza y el desafío de las leyes. Y nada garantiza que termine bien, para todo el mundo, en todo momento.

3. Cuerpos

Entre estos acróbatas de la traducción no solo hay profesionales, sino también autotraductores para los cuales el polilingüismo y el heterolingüismo son prácticas cotidianas, por necesidad o por elección (y a menudo, de hecho, por ambos motivos). Esas prácticas son intrínsecamente perturbadoras de las narrativas de la homogeneidad, la inconmensurabilidad y la entropía cultural que han dominado los siglos más recientes, al menos en Europa o, más en general, en “Occidente”. Los agentes implicados en esta forma de perturbación no son solo hablantes y escritores polilíngües, sino también sus públicos, lectores y oyentes. De hecho, el texto polilíngue se dirige a un público compuesto, que incluye, y esto es decisivo, al miembro monolíngüe normativo de un público nacional (o, para ser más exactos: a cualquiera que se identifique como tal). De esta suerte, los escritores polilíngües y sus lectores pueden ser vistos como ejemplos de comunidades heterogéneas o “no agregadas” (Sakai, 1997) involucradas (esto es, comprometidas y/o constreñidas) en procesos de transformación en desarrollo que son capaces de desbaratar los modelos, discursos y aparatos dominantes. Dicho de otra manera, el polilingüismo, la traducción y la autotraducción, en el sentido que he venido dando a estos términos hasta ahora, constituyen y al mismo tiempo son constitutivos de prácticas de movilidad que pueden desbaratar las formas establecidas del poder.

En su discusión de la política moderna, Michel Foucault identificaba el biopoder como la modalidad característica del ejercicio del control estatal en el mundo contemporáneo. También señalaba la migración como uno de los fenómenos sociales específicos que son objeto (pero sustrayéndose constantemente) de las tecnologías biopolíticas (1998, p. 140). Siguiendo el análisis que he bosquejado más arriba, sostendría que los fenómenos de lenguaje vinculados con la movilidad, tales como el polilingüismo y la traducción, sobre todo si los desconectamos de agentes y posiciones institucionales y en cambio les dejamos proliferar en prácticas más amplias de alocución heterolíngüe, pueden ser igualmente perturbadoras y huidizas. Entendida en el sentido más amplio que he estado delineando, la traducción, como actividad tanto lingüística como cultural, implica el desbaratamiento de las comunidades aparentemente homogéneas y la puesta en primer plano de la diferencia. Y dando visibilidad a la naturaleza ubicua de las prácticas polilíngües, la traducción, aunque sin lugar a dudas ha sido un instrumento clave en la construcción de las culturas nacionales, los cánones literarios y las identidades, también puede tornarse en una fuente de contagio (en el sentido positivo dado a la palabra por Peirce, por ejemplo)[xi] y transformación.

Sin embargo, precisamente a causa de su potencial de perturbación, las prácticas de lenguaje también llaman la atención de los aparatos de Estado. La mezcolanza de palabras, como la de los cuerpos, es una preocupación principal del biopoder, un área que precisa contención y control. Quién traduce, dónde y para quién; quién autoriza o requiere la traducción; cómo se codifica, se clasifica y se incorpora la traducción en los archivos oficiales, la memoria colectiva y las prácticas locales; que visibilidad se concede a los procesos de traducción o, a la inversa, en qué medida se considera que las buenas traducciones son transparentes ‒tales son las cuestiones clave para el ejercicio del poder biopolítico. En ningún otro ámbito queda esto más de manifiesto como en los puntos en que convergen la migración (de los cuerpos) y la traducción (de los textos). Cuando la traducción se encuentra con la migración, su profunda implicación con la formación de nuevas comunidades y nuevos comunes se torna fuertemente visible, y esto hace del nexo entre las prácticas de la migración y del lenguaje (y por ende también de los criterios políticos y de la política del lenguaje) una posición clave para la redefinición de los procesos sociales y de la acción política en la sociedad contemporánea.

Ese nexo también contribuye en cierto modo a explicar por qué los cuerpos y los lenguajes están tan inextricablemente entrelazados en la escritura migrante contemporánea[xii]. Las figuras de intérpretes y traductores abundan tanto en textos basados en hechos como de ficción que giran en torno a la experiencia de la migración. Por su parte, la movilidad lingüística camina a la par con el desplazamiento de los cuerpos, cobrando en ocasiones la forma del borrado y de la sustitución, pero también dramatizando a menudo el modo en que el heterolingüismo, la elección de autotraducirse y dirigirse a públicos múltiples, puede ser una senda hacia nuevos comunes, nuevas formas de comprensión compartida que realzan y al mismo tiempo descansan sobre la naturaleza heterogénea de la cultura, en vez de postular la homogeneidad y exigir la asimilación como precondiciones necesarias.

Puedo ilustrar esa implicación y sus vínculos con la proliferación de formas de poder biopolítico con un ejemplo específico sacado del contexto italiano contemporáneo. En las últimas dos décadas una cantidad creciente de escritura producida en italiano se ha caracterizado por los marcadores conjuntos de la migración y del polilingüismo. Esto no constituye una novedad total para un país como Italia, en el que la heterogeneidad lingüística y cultural ha sido y continúa siendo la norma y no la excepción, por más que los duros cánones oficiales hayan podido tratar de negarlo. Sin embargo, vale la pena observar que uno de los rasgos que distinguen a la escritura migrante reciente es precisamente la atención que dedica a las formas de control biopolítico. Entre la nueva ola de escritores polilingües que viven y trabajan en Italia, muchos tienen perfiles que les vinculan a África y a las travesías mediterráneas que evocaba en la primera parte de este artículo. Otros vienen de territorios más lejanos. Todos se sirven de estrategias lingüísticas y narrativas para desafiar las ideas establecidas de homogeneidad cultural y las concepciones normativas de la cultura nacional. Algunas (a menudo mujeres, lo que acaso no resulte sorprendente) abordan específicamente y desafían abiertamente el vínculo entre lenguajes, cuerpos y los aparatos de poder.

En el que probablemente sea su relato corto más célebre, “Io, polpastrello 5423”[xiii], Christiana de Caldas Brito, una artista de origen brasileño que vive en Italia desde la década de 1990, hace que polpastrello 5423, una punta del dedo, hable en primera persona, narrando lo que sucedió cuando, junto a otros miles de polpastrelli, se presentó en la comisaría local para dejar su huella dactilar en el registro oficial, conforme a los requisitos de una nueva ley de extranjería[xiv]. El recurso imaginario de la personificación permite que tanto la punta del dedo 5423 como las otras puntas del dedo que hacen cola durante el tórrido verano romano, ocupando el lugar de sus propietarios (que de tal suerte se ven despersonificados) en una maniobra especular que les reduce a esa pequeña almohadilla de carne en la punta del dedo que, en el régimen biopolítico actual, se ha tornado en el almacén de una identidad individual (Agamben, 2011).

En torno a las puntas del dedo haciendo cola, el paisaje y el lenguaje de la historia permanecen testarudamente realistas: hay numerosos carabinieri así como un portero, tampones y sudor... Desgajados de sus propietarios, las puntas de dedo inmigrantes portan tanto el estigma de la identidad deshumanizada como el fardo paralelo del trabajo: aunque no identificados por el género, la religión, la cultura o el lugar de origen, todos llevan la marca de su empleo[xv]. El punto de inflexión en el relato llega precisamente en el momento en que las punta de dedo inmigrantes se dan cuenta colectivamente de la posición que ocupan en la cadena de trabajo, y deciden pasar a la acción. En una reunión secreta, denuncian la naturaleza discriminatoria de la nueva ley y deciden usar su única fuerza, el número, como una forma de solidaridad y resistencia: entrando en avalancha en la comisaría local, consiguen paralizar el proceso y obligan a quienes se ocupan de hacer cumplir la ley a reconocer su imbecilidad así como su imposible aplicación. Sin embargo, no hay un verdadero final feliz: los polpastrelli, reunidos ahora con sus propietarios, vuelven sin más al trabajo, garantizando que Italia y el mercado de trabajo italiano continúen funcionando normalmente.

En el centro del relato corto de Christiana de Caldas Brito encontramos la denuncia del doble vínculo del poder biopolítico: aun cuando no se ve reducido a una punta del dedo, el o la migrante es deshumanizado/a, asimilado/a, por una parte, a su biología y, por otra parte, a su trabajo. Sin embargo, el relato está dotado de una fuerza perturbadora adicional, gracias a los múltiples procesos de traducción: está escrito en el lenguaje de la nación de acogida y se dirige tanto a esa comunidad como a la formada por migrantes como su público principal, heterogéneo pero sin embargo coherente; su eficacia se basa en artificios retóricos bien pulidos, trasladados al contexto de la migración contemporánea y expresados en el lenguaje del poder y la burocracia biopolíticas; asimismo, la punta del dedo hablante es un autotraductor activo, un agente de cambio que interpreta la realidad circundante y adopta fácilmente el registro a la par que se desliza en la jerga del sistema.

4. Conclusión: sentido común y buen juicio

En las tres partes previas, he conducido la discusión sobre movilidad, traducción y nuevos comunes en nuevas y diferentes direcciones, pero espero al menos haber empezado a bosquejar hasta qué punto solo un mapa basado en la complejidad, la multiplicidad y los márgenes superpuestos, y no las centralidades rivales, puede formar la base de cualquier sentido renovado de lo que es “común”.

A este respecto, la relectura de Gramsci puede ser útil. Para Gramsci, la renovación del sentido común, la superación del conformismo estrecho y de las creencias tradicionales asociadas al mismo, solo puede producirse mediante la práctica crítica asociada a una filosofía de la praxis. Esa renovación puede conducir entonces a lo que él denomina “buon senso” o buen juicio. Este sentido común renovado implica la multiplicidad (en lugar de borrarla) , toda vez que cada formación social tiene su propio sentido común y su buen juicio y, asimismo, porque el sentido común no se caracteriza por la rigidez, no es estático, sino que se transforma constantemente como resultado de procesos históricos de cambio. De esta suerte, toda referencia al sentido común debe ser también una “constatazione di carattere storico”, una constatación de un hecho histórico en vez de un llamamiento idealista a un comportamiento normativo[xvi].

Todo nueva dimensión común, todo común debe basarse en una idea parecida de un sentido común inestable, múltiple y crítico. En este supuesto, la traducción no solo es ubicua (esto es una constatación), sino que además se torna sumamente visible a través de una serie de prácticas sociales que tradicionalmente han tendido a ocluirla. Esos procesos generalizados de traducción han de ser entendidos no como una herramienta neutral o tal vez ni siquiera como un gesto conciliador tendente a facilitar la comunicación y el entendimiento mutuo entre unidades separadas, discretas, sino más bien como una práctica política y éticamente consciente, así como una posición crucial en la que se ventilan las cuestiones del control biopolítico. De poder funcionar como un modelo, la traducción puede y debe ser un modelo perturbador ‒donde “perturbador”, al igual que “crítico”, cobra una carga positiva, al menos en su potencial de cambio y transformación.

Así, pues, la naturaleza plural de la traducción y la atención a la heterogeneidad que implica su visibilidad pueden ayudarnos a re-construir un sentido del común, pero este solo puede basarse en la multiplicidad y la multiestabilidad, en la capacidad de ver múltiples aspectos de cada imagen y fenómeno al mismo tiempo, en vez de en un modelo lineal de traducción que siempre borra y sustituye en nombre de una visión sintética[xvii]. Si ha de encontrarse ese sí mismo común, estará basado en una idea renovada e igualmente inestable del sentido común, que implica no solo las costumbres aceptadas y la falsa homogeneidad, sino más bien un comune sentire, un común de sentimiento, emociones y afecto que permanece radicalmente abierto a la diversidad. Ese común prestaría atención a los cuerpos y a las prácticas, a su mezcolanza y su contagio mutuo, a su movilidad constante y a la permeabilidad de las fronteras, en vez de a ideas abstractas de homogeneidad interna y de inconmensurabilidad externa (de las culturas nacionales, de los sistemas de lenguaje, de los lectores ideales). Toda tentativa de trazar un mapa de los rasgos que presenta ese espacio y las prácticas que lo habitan no sería desde luego muy distinto del portolano veneciano, con su insistencia enfática en la relacionalidad, la complejidad y la movilidad. Sin embargo, como ya he señalado, ni siquiera ese mapa borra la persistencia de las relaciones de poder. Como en el relato corto de Christiana de Caldas Brito, no hay final feliz fácil capaz de borrar la desigualdad.

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[i] Utilizo las expresiones “polilingüe” y ”polingüismo” en vez de las opciones más habituales que empiezan con los prefijos “pluri” o “multi”. Mi elección se debe, por un lado, a la adulteración de etiquetas tales como “multiculturalismo” y, por otro, al eco positivo que me gustaría crear con la idea de poliglosia de Bakhtin (1981).

[ii] Un imagen del portolano puede encontrarse en: http://www.museomontelupo.it/mostra/intro1b.htm.

[iv] Habría que señalar que el plural “culturas” no se utiliza aquí como sinónimo de “culturas nacionales”, sino que indica más bien la red mucho más compleja de formas heterogéneas de producción, circulación y recepción que caracteriza a las comunidades humanas y sus intercambios, lo que nos permite autoidentificarnos conforme a modalidades que son performativas, relacionales y, la mayoría de las veces, polivocales, pero también no mutuamente excluyentes. Asimismo, hablando de lenguas no tendré presente solo (o predominantemente) los estándares nacionales, sino también estándares sociales, geográficos y otras variantes, así como sus múltiples cruzamientos y superposiciones.

[v] El acrónimo se ha hecho popular en relación con la reciente crisis europea y se suele utilizar para referirse a Portugal, Irlanda, Grecia y España, aunque a veces Italia ocupa el lugar de Irlanda, de ahí que se haya acuñado también la variante PIIGS para incluir a ambos países.

[vi] Véase, en particular, Arendt (1973; 1994).

[vii] El dibujo de Vauro, „Mar Morto“ puede encontrarse en: http://www.antiwarsongs.org/canzone.php?lang=it&id=6362.

[viii] Véase Mignolo (1996; 2002). Sobre los modelos centro-periferia de la literatura mundial, véase en particular Casanova (2004).

[ix] Uso la expresión “heterolingüismo” en el sentido que le da Rainier Grutman (2006), es decir, una copresencia de idiomas que puede cobrar múltiples formas: “En principio, los textos puede dar igual preponderancia a dos (o más) lenguas o añadir un generoso rociado de otras lenguas a una lengua dominante claramente identificada como su eje central. La última solución es la que más abunda, y la cantidad real de material lingüístico destacado varía muchísimo” (p. 19). Sin embargo, esta forma de heterolingualismo tiene puntos de contacto con la idea de “alocución heterolíngüe” de Naoki Sakai, toda vez que no solo articula la diferencia como algo inscrito en el lenguaje, sino que, y esto es lo decisivo, interpela a los roles de emisor y destinatario y rechaza la oclusión de “la mezcla y la cohabitación de un legado lingüístico plural en el público” típico de lo que Sakai denomina el “régimen de la alocución homolingüe” (1997, p. 6).

[x] Sin embargo, esto no es lo mismo que decir que la autotraducción es una garantía de unidad de alguna forma de “sí mismo” esencializado; antes bien, como toda forma de traducción, la autotraducción es una práctica performativa e implica formas de refracción y diseminación. Sin embargo, estos no equivalen necesariamente a la fractura y la discontinuidad (igualmente esencializadora) de tipo traumático.

[xi] Sobre este tema, véase Fabbri (2000).

[xii] No se me escapa lo “huidizo” de esta etiqueta, que puede ser utilizada de muchísimas maneras y puede sancionar además una forma de guetización. No obstante, la uso aquí como una expresión taquigráfica para indicar la escritura que surge de las experiencias de migración y que está marcada por la presencia del polilingüismo y de procesos de autotraducción.

[xiii] El texto completo puede encontrarse en http://digilander.libero.it/vocidalsilenzio/polpastrello.htm. (último acceso del 18 de julio de 2012).

[xiv] Se trata de una referencia directa a la llamada ley Bossi-Fini, introducida en Italia en 2002, que exigía que todos los inmigrantes proporcionaran sus huellas dactilares como parte de los procedimientos necesarios para la obtención de un permiso de residencia.

[xv] Como cabría esperar, hasta la excepción confirma la regla: en el único caso en el que el sexo de un polpastrello es identificado, tiene relación con la posición en el mercado de trabajo de su propietaria: se nos dice que hay restos de excrementos en la punta del dedo, porque pertenece a una badante, una mujer joven extranjera que trabaja como cuidadora de una señora mayor italiana.

[xvi] Para la discusión de Gramsci sobre el sentido común, véase Quaderni dal carcere (2001), sobre todo pp. 1063, 1396–1401, y 2270–2271.

[xvii] Se hace aquí referencia a las imágenes multiestables, como el célebre pato/conejo de Wittgenstein; para una lectura de la multiestabilidad, véase en particular Gragnolati (2012).