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09 2007

Micropolítica y hegemonía

En contra de los nuevos parauniversalismos; a favor de las políticas antipasivas

Stephan Adolphs / Serhat Karakayalı

Traducción de Marcelo Expósito

Este artículo surge de nuestra lectura conjunta del texto “Nach 1968. Anmerkungen über Singularität und minoritäre Politik” [“1968 y después: algunos comentarios acerca de las políticas sobre la singularidad y las minorías”] escrito por Katja Diefenbach[1]. Si bien compartimos la orientación de dicho texto, en defensa del concepto de devenir-minoritario y contra las invectivas neouniversalistas de autores como Alain Badiou y Slavoj Žižek, su lectura nos ha hecho reflexionar de nuevo sobre el problema de la relación entre devenir e historia, entre flujos de cuantos y segmentaridad.

El parauniversalismo lleva siendo popular algunos años. Quienes lo proponen, Badiou y Žižek entre otros, no sólo se encuentran en el campo de la izquierda; también hay quienes se sitúan en otros campos del espectro político. Se culpa por doquier a “la diferencia”, el multiculturalismo y a otros malentendidos de ser responsables del declive de la moral, la autoridad y la conciencia de clase, una responsabilidad que en último término se retrotrae a 1968, el punto de arranque de una revuelta más o menos duradera que se distinguió en todo el mundo por no dejarse comprimir en el molde macropolítico. Tal era la tesis de Deleuze y Guattari: “todos los que lo juzgaban en términos de macropolítica no comprendieron nada del acontecimiento, puesto que algo inasignable huía”[2].

Badiou y Žižek orientan su crítica hacia la posibilidad de construir una política emancipatoria que consideran que se ha perdido junto con unas instancias universales que se han vuelto arbitrarias. Las instancias universales, al permitir invocar un sujeto tanto en la religión como en lo político, al ser contempladas como la fundamentación inexorable de toda agencia política, se supone que garantizan una especie de estabilidad contra una diferencia que está destinada a desembocar en la forma mercancía. Desde esta perspectiva el pensamiento de Deleuze (y otros) se alinearía perfectamente con esta pérdida general de lo político, reforzándola en lugar de oponerse a ella. Pero existe también, paralelamente a esta crítica, una extendida reivindicación de Deleuze y Guattari de acuerdo con la cual la micropolítica sería una especie de “política a pequeña escala” o política antiinstitucional que tendería a disminuir la importancia de “lo macropolítico”.

En contraste con esos dos puntos de vista nuestra tarea en este artículo será mostrar, en primer lugar, que la política puede no ser reducida a dichas instancias universales, y en segundo lugar que la micropolítica, si se la entiende de la manera descrita —como una “política a pequeña escala” o antiinstitucional—, no puede eludir ser apropiada y pasivizada. Ambas posiciones subestiman —aunque por diferentes razones— las luchas que se dan en los campos estructurados por las tecnologías de poder y el saber gubernamental.

Este artículo intenta mostrar que la hegemonía y la micropolítica no son perspectivas mutuamente excluyentes, sino que, por el contrario, cada una se refiere a la otra. Si entendemos la hegemonía de acuerdo con las críticas que en el 68 se dirigieron a los modos de normalización de la subjetivación, conformando una revolución antipasiva, la perspectiva micropolítica, entonces, ofrece importantes indicaciones sobre cómo construir un proyecto emancipatorio más allá de las formaciones sociales fordistas. Vamos a argumentar en favor de una teoría de la hegemonía que parta de los trabajos de Deleuze y Guattari. Desde nuestro punto de vista se puede leer la tarea de estos dos autores, en sus escritos que van de El Antiedipo hasta ¿Qué es la filosofía?, como un gran intento de recuperar la “problemática” del marxismo para reformularla sobre la base de las luchas que tuvieron lugar alrededor de 1968. Una lectura de este tipo sólo tiene sentido si el concepto de hegemonía se libera de su reducción a una simple “expansión” del concepto de Estado, reformulando dicho concepto a partir de la concepción gramsciana del Estado como “una hegemonía acorazada de coerción”. Es también en este sentido que Deleuze afirmaba que tanto él como Guattari siempre se mantuvieron marxistas.

Desde este punto de vista se podría decir, al contrario de ciertas interpretaciones, que conceptos como “devenir-minoritario”, “micropolítica” o “desterritorialización” no tienen por qué corresponder a un pensamiento que sólo es capaz de imaginar su fuga del capital y del Estado teniendo como única perspectiva catastrófica su absoluta reterritorialización final (su destrucción, en otras palabras). Es a eso a lo que se refiere una frase recurrente de Deleuze y Guattari sobre la necesidad de crear “un pensamiento que apele a un pueblo”. Pero ¿puede acaso “un pueblo” surgir del devenir-minoritario? “Pueblo” es uno de los muchos términos que Deleuze y Guattari adoptan para reinterpretarlo. El hecho de que el devenir-minoritario esté todavía ligado a las instancias universales, aunque no se disuelva en ellas, es exactamente el problema que lleva en último término a Badiou y Žižek a proponer una intervención revolucionaria de carácter conservador, pues equipara la emancipación con la religión o la ideología, y la interpreta, por tanto, como un parauniversalismo.

En lugar de pensar el devenir como el otro absoluto de la historia, que sale de la historia, que está siempre amenazado por las metanarrativas que se lo apropian, queremos preguntar cómo podemos imaginar el cambio histórico y escribir la historia sin omitir el devenir-minoritario. La cuestión de la historia se refiere principalmente a la cuestión deleuziana de cómo se puede crear un nuevo pueblo (que ya no es un pueblo), la cuestión de si las masas pueden hablar por sí mismas en el curso de un devenir. No podemos negar que los problemas que aquí postulamos son sólo una cara de la moneda. Es su carácter parcial, al contrario, lo que queremos enfatizar con nuestra reinterpretación, porque normalmente esa condición parcial se esconde o se deja implícita. Si las diferencias, rupturas y discontinuidades que contiene este artículo se mantienen en segundo plano es tan sólo por un problema de espacio. En este sentido, “disponer” los conceptos de Deleuze y Guattari en conjunción con la problemática de la hegemonía es sólo un primer paso que puede conducir a nuevas dificultades, pero que puede resultar también novedosamente productivo. Se debería entender por tanto que este artículo busca más bien establecer un marco pragmático que, a nuestro entender, permitiría disparar movimientos productivos. Lo que buscamos es poder traducir unos conceptos en otros [hegemonía, micropolítica], no confrontar modelos.

Si el problema del devenir y de la historia se reformula en los términos de la teoría de la hegemonía se podría argumentar que —al nivel de una “poética del saber” [3]— de lo que se trata es justamente de evitar ciertos estilos intelectuales que imponen una pasividad (al pensamiento y a la escritura). Lo que tenemos que comunicar es, a la vez, estrategias narrativas de la historia (la historia “es narrada”), saberes de las ciencias sociales (esto es, un saber sobre la constitución material de la multitud) y el problema de la democracia (la multitud como algo cambiante, un devenir-sujetos). De lo que se trata es de cambiar la relación lenguaje-cuerpo-lugar que no sólo afecte al lugar que a cada cual se le asigna, sino que también afecte a la disposición de esos propios lugares asignados que limita ciertas prácticas y formas de saber impidiendo que puedan ser reevaluadas. Este problema, que Rancière afrontó desde el punto de vista de la poética del saber, y al que Deleuze y Guattari también se enfrentaron desde su primer libro en colaboración, El Antiedipo, es el mismo problema que constituye el punto de partida del trabajo de Gramsci. La tesis que planteamos es, por tanto, que la forma en que se organizan el saber, el lenguaje y los cuerpos constituye el núcleo del problema que plantea la teoría de la hegemonía. Para poder interpretar así el concepto de hegemonía tenemos que entenderla no como una palabra que equivale a “dominio”, sino como un sistema de prácticas de gobierno y autogobierno que, a su vez, se sostiene sobre una determinada división del trabajo (entre prácticas intelectuales y no intelectuales), una división que no sólo se ve ampliada por la estandarización y la normalización de la vida cotidiana, sino también por el modo de producción. Es también en este orden de cosas que Gramsci desarrolla el concepto de “revolución pasiva”, refiriéndose a las “revoluciones” que, si bien responden a una demanda desde la base, impiden al mismo tiempo que los subalternos alcancen su autogobierno[4]. En las revoluciones pasivas no se ponen en cuestión ni las relaciones políticas ni la división entre trabajo manual y mental, sino que todo ello se moderniza o transforma. La pasivización permite bloquear la posibilidad de que los subalternos alcancen el autogobierno y constituyan nuevas formas institucionales[5]. La pregunta es, entonces, quién gobierna a quién y por qué medios (políticos, mentales o económicos), y cómo quienes son gobernados pueden liberarse de dicho gobierno. Sobre este telón de fondo el concepto gramsciano de hegemonía sirve para desarrollar una nueva práctica política que tenga efectos antipasivos[6].

Para poder concebir una nueva práctica de este tipo Gramsci amplía el enfoque que habitualmente se limita al Estado y la política, buscando comprender el Estado de una manera ampliada. No analiza el (aparato de) Estado en un sentido restrictivo, sino que también analiza la economía y la producción, la cultura y la ideología, la ciencia y la producción de saberes estratégicos que se relacionan con el Estado, y que se pueden comprender como prácticas de gobierno que no pueden ser reducidas las unas a las otras, si bien conforman un “bloque histórico”. Las diferentes prácticas —estructuradas mediante la división entre trabajo manual y mental— producen una forma general de vida mental y física que determina los hábitos, comportamientos e ideas de los diferentes individuos y grupos (que se relacionan mutuamente). En Cuadernos de la cárcel Gramsci desarrolla sus ideas sobre la hegemonía haciendo referencia a la estructura familiar, por ejemplo, o a las formas en que se vive la vida. Se interesa por la producción de saberes subjetivantes, es decir, saberes afectivos que gobiernan el comportamiento. A los sujetos no se los entiende como individuos unificados, sino más bien como individuos permeables compuestos por diferentes capas históricas. Estos individuos han de ser unificados, en el sentido de que se ha de crear un nuevo Estado. Es por esta razón que tiene sentido leer el concepto de revolución pasiva no como una “contrarrevolución”, en otras palabras, como una práctica de la “clase dominante”, sino que lo usamos más bien para referirnos a los momentos a-subjetivos de un tipo de pasivización: la revolución pasiva es una “reapropiación” y una transformación molecular. En este sentido, entendemos el neoliberalismo no como un instrumento de las clases dominantes para la destrucción del Estado de bienestar y social, sino más bien como una recodificación concreta de los flujos, de las de-subjetivaciones, etcétera, que surgieron de las batallas en torno al 68.

De manera parecida a Gramsci, el punto de partida de las reflexiones de Deleuze y Guattari no es teoremático, esto es, no se trata de una interrogación que surja de un marco teorético, sino de una problematización. Los conceptos que desarrollan no son componentes de una teoría general, sino que se refieren a constelaciones históricas concretas. En 1972, la constelación no era otra que el desarrollo de las batallas que tuvieron lugar alrededor del 68, y a nivel teorético se trata de la constelación del estructuralismo o del marxismo y el psicoanálisis (estructuralistas). En las páginas que siguen vamos a intentar señalar algunas de las formas en las que el punto de vista que propuso la teoría de la hegemonía de Deleuze y Guattari ha sido adoptado y desarrollado.

 
Micropolítica del deseo

En una conferencia impartida a comienzo de los años setenta Guattari desarrolló el concepto de deseo contextualizándolo en la “lucha por la liberación del deseo”. Lo oponía al concepto psicoanalítico de placer y a la concepción marxista del deseo que sólo existe en un orden representacional. Se trata de un asunto que juega también un papel central en El Antiedipo. La micropolítica del deseo es un concepto que se opone a la alianza discursiva entre psicoanálisis y marxismo (estructuralista). La crítica de Deleuze y Guattari apunta al hecho de que en la alianza entre estos dos enfoques teoréticos la dimensión del “deseo real” queda excluida de lo social, por una parte; y piensan, por otra parte, que esa alianza desarrolla una concepción cada vez más formalizada del lenguaje que no deja espacio para otros materiales (a-semióticos) de expresión. Ello tiene como consecuencia que la acción política se hace imposible. Aquí se ve claro que la intervención teorética de Deleuze y Guattari tiene como telón de fondo el problema de la hegemonía, problema que ellos circunscriben de una mera particular. Mientras que Gramsci amplió el problema del Estado hasta cubrir toda la formación social, vinculando así la hegemonía con otras prácticas organizativas de gobierno, Althusser descentró el Estado de su concepción más estrecha (en otras palabras, de su concepción reducida a los aparatos represivos estatales) para vincularlo inseparablemente a la ideología.  La manera en que el Estado funciona no se limita a la represión. El Estado debe operar sobre las prácticas ideológicas de la multitud que emerge del antagonismo de clases. La ideología se ha de entender aquí como un conjunto de modos ritualizados de subjetivación, en otras palabras, prácticas corporales que no se pueden reducir de ningún modo a la falsa conciencia. El Estado interpela a los individuos en tanto que sujetos, los cuales están constituidos y no dejan de constituirse a sí mismos sobre la base de una ideología religiosa o jurídica[7]. Este tipo de subjetivación en los aparatos ideológicos de Estado choca con las formas de política emancipatoria. He ahí el punto exacto del que Deleuze y Guattari parten para elaborar su concepto de máquina deseante: la diferenciación marxista y psicoanalítica entre sociedad e individuo se amplía, y al entrar en juego el concepto de aparatos de Estado queda en suspenso. En lugar de una “mediación” entre estas dos instancias (sociedad e individuo) lo que la máquina deseante introduce son múltiples conexiones[8]. Suspender la separación entre individuo y sociedad, entre los niveles micro y macro, o entenderla de manera diferente, significa pensar en términos de una concepción ampliada del Estado que tiene como punto de partida la regulación de los cuerpos. En este sentido, el deseo es una dimensión biopolítica: representa un vector que atraviesa transversalmente por debajo la segmentación entre población, producción capitalista e individuo. Es por esto que las luchas sobre o contra la estandarización, la familia nuclear y ciertas formas (fordistas) de subjetivación fueron tan importantes, aunque no planteasen la “cuestión del poder” en sentido convencional. Es ésta exactamente la perspectiva que Deleuze y Guattari hacen extensible a todo el campo social en Mil mesetas.

El concepto de máquina deseante busca encontrar puntos de partida para una política que vaya más allá de la pasivización que los aparatos ideológicos estatales imponen a los movimientos de masas. Desde la perspectiva de una micropolítica del deseo, al aumentar la complejidad que produce la nueva terminología del modelo de análisis de las prácticas que operan en el campo ideológico-estatal se debería poder suspender la separación entre grandes contextos sociales y problemas individuales, para poder así dejar de pensar la política como la toma del poder estatal. “Una multitud de objetivos que están inmediatamente al alcance en los contextos sociales más diversos”[9] debería ocupar el lugar del Estado. La crítica del partido político que necesariamente se asocia a esta perspectiva no tiene por qué conducir, sin embargo, a un rechazo abstracto de la institución. Aunque rechazan el modelo del partido como garante de la unidad de las luchas, Deleuze y Guattari subrayan que la perspectiva de la micropolítica “no rechaza a priori cualquier acción del partido, cualquier idea de una línea política o un programa, ni siquiera el centralismo; empero, procurará contextualizar y relativizar todo ello para mantener siempre una micropolítica analítica”[10]. Por tanto, no se trata de que argumenten a favor de una pura política de movimientos que se vea a sí misma como opuesta a las instituciones de la sociedad. En lugar de eso, dado que la máquina deseante subvierte la oposición entre individuo y sociedad desde su base teorética, se trata de conceptualizar el problema de cómo realizar una política no-representativa en las instituciones, en el Estado y en todas las áreas de la sociedad, centrándonos en la cuestión de cómo se producen las formaciones sociales. Es por esta razón que Deleuze y Guattari amplían el concepto de máquina, por medio de la expresión “agenciamientos maquínicos”, hasta cubrir todo el contexto natural y social.

 
Agenciamientos

Si nos planteamos la necesidad de conceptualizar una práctica política antipasiva y antihegemónica, podríamos decir que Deleuze y Guattari introducen el concepto de agenciamiento en Mil mesetas para lidiar con el problema que surge con la aparición del concepto de máquina deseante y por la manera en que los conceptos de base y superestructura fueron desarrollados en el marxismo. “Agenciamiento” es el término para una nueva topología. Cada agenciamiento está conectado con otros agenciamientos de un modo específico sin que unos determinen a los otros (ni siquiera en última instancia). La formación social es, de acuerdo con la problemática marxista, sólo una parte del universo maquínico. La naturaleza biótica y a-biótica se considera también parte de la máquina. El proceso de producción del todo no dividido de la naturaleza y la sociedad, que subyace tanto en la forma antropomórfica como en la estructuración del Estado, es inmanente al agenciamiento[11].

Podríamos decir (siguiendo a Althusser) que el concepto de máquina deseante funciona en el sentido de descentrar el Estado, y que (siguiendo a Gramsci) esta ampliación conceptual apunta al problema de cómo una política disimétrica (una política que no conduzca a la toma del poder) tiene que ser constituida frente a la hegemonía burguesa. Ello sólo se puede lograr, empero, si incluimos (siguiendo a Foucault) las tecnologías de poder no estatales. Es sobre ese telón de fondo que tenemos que leer la interpretación que Deleuze y Guattari hacen de la microfísica del poder como un desplazamiento desde lo molecular hacia el nivel de la organización social, radicalizando así la concepción del pensamiento sobre la hegemonía. En lugar de diferenciar el Estado de lo no estatal o de la sociedad civil se nos enseña que ambos términos operan con conceptos como segmentación (dura o flexible) y (sobre)codificación. Una virtualidad de incontables impulsos de deseo no coordinados y en libre contradicción, que se catalizan y condicionan mutuamente, están inscritos en la estructura social. Este flujo a-subjetivo de deseo está representado en Mil mesetas como un espacio “liso”, “no estratificado” o “no estriado”, que penetra en el “plano de organización estriado” o “estratificado” del lenguaje, del cuerpo y de la subjetividad. De este modo, la propia estructura social se concibe como móvil y mutable; se convierte en un agenciamiento de líneas de reterritorialización y desterritorialización, de codificación y descodificación. Se hace por tanto imaginable una conexión inmanente entre varias prácticas y estructuras, sin tener que reducir las unas a las otras.

El agenciamiento social está atravesado y segmentado por líneas físicas moleculares, molares y cuánticas y se mantiene en movimiento mediante flujos. Deleuze y Guattari distinguen entre el nivel molar —en otras palabras, centros de poder de dura segmentaridad que están conectados con los aparatos de Estado en el sentido limitado del término— y los flujos de cuantos; por medio de una zona de transición que evidencia su estructura molar los aparatos de Estado pueden tener acceso a estos flujos de cuantos, pero nunca dominarlos por completo. Entre las líneas molares que genera una segmentación dura y los flujos de cuantos hay un tejido micrológico, “todo un dominio de negociación, de traducción, de transducción específicamente molecular”[12]. Este tejido micrológico, que opera mediante una segmentación dura o flexible, se concibe siguiendo el modelo de la “microfísica del poder” de Foucault. Esto significa que al nivel del régimen discursivo y al nivel de la segmentación (de las prácticas no discursivas) se generan unidades que pueden ser procesadas sin que se requiera ninguna organización fuertemente centralista. Las tecnologías de poder integran los flujos de cuantos de deseo mediante su dura segmentación y codificación, pero por otro lado los flujos de cuantos van más allá de dichas tecnologías, de manera que se tienen que poner en práctica constantemente nuevas segmentaciones y (re)codificaciones para que las líneas de fuga retornen a la estructura molecular. Los centros de poder basados en la segmentación dura adoptan una organización secundaria de estas estructuras moleculares restringiendo de manera centralista este nivel relativamente flexible de tecnologías de poder y seguridad, en otras palabras, recodificándolo y reterritorializándolo. La segmentación dura también afecta a la organización molecular del poder; las clases, los géneros, las “razas”, etcétera, se forman, como características estructurales, en la interacción de estos dos niveles. Empero, se transforman constantemente al nivel molecular, guiadas por los flujos.

Se trata de una cuestión muy importante de cara a realizar una política antipasiva, porque las segmentaciones que se producen al nivel molecular de las tecnologías de poder pueden quedar en suspenso, ser revertidas o combinadas. De acuerdo con Deleuze y Guattari, estas segmentaciones flexibles no se emparejan per se con una centralización en el sentido de una segmentación dura, sino que se sobrecodifican en sociedades estatales mediante una organización centralizada del poder. De este modo, el Estado es un “aparato de resonancia” y una “máquina de sobrecodificación”, o en palabras del teórico marxista del Estado Nicos Poulantzas, una “constelación de relaciones de fuerza”. De ahí que el Estado no se caracterice por la distinción entre lo privado y lo público, sino más bien por una cierta forma de organización social: la hegemonía es pues una organización productiva del poder que permea el conjunto de la sociedad y que está conectada con las instancias de control centralista. Estas instancias, no obstante, sólo controlan indirectamente, interviniendo al nivel molar de los segmentos y codificaciones molares permeadas por los flujos de cuantos. Los flujos van más allá de los aparatos y las instituciones, los desbordan y llevan a constantes mutaciones.

 
Saber

Transformar la sociedad, apuntando hacia una renovada “política del trabajo”, no equivale a simplificar las condiciones sociales. El desarrollo histórico de la producción capitalista conduce por el contrario a una cada vez más acentuada “molecularización de los elementos humanos”[13]. La transformación social debe por tanto luchar por instaurar una conexión diferente entre el nivel molar, el molecular y los flujos de cuantos, que tenga como resultado al mismo tiempo poder evitar las revoluciones pasivas. Es en este aspecto donde la cuestión de la organización social del saber tiene una importancia central, y nos lleva de nuevo al problema del universalismo y la poética del saber.

Por un lado, el poder ejerce su influencia a nivel del saber mediante la disposición discursiva del campo social. Es de aquí de donde parten las ideas innovadoras que Deleuze y Guattari expresan en ¿Qué es la filosofia? Al conceptualizar zonas de indistinción entre el campo de las ciencias (naturales), la filosofia y el arte, Deleuze y Guattari conectan recíprocamente esos diversos regímenes discursivos, creando así los puntos de partida para ejercer transformaciones en los órdenes del saber: tales órdenes han de ser descentrados, dirigidos hacia otras dimensiones y registros, para poder cambiar la relación recíproca hegemónica que existe entre las diferentes formaciones discursivas. Por una parte, el orden social del saber tiene sus efectos en las prácticas de organización social, las cuales producen dispositivos que crean determinadas disposiciones de la subjetividad; en terminología gramsciana, crean dirigentes y dirigidos. Mil mesetas se concibe como una obra “rizomática”, evitando así replicar los efectos de este dispositivo de poder al nivel de la ciencia y de la teoría. Empero, su trabajo teorético de elaboración de conceptos se caracteriza por un antiestilo, la forma del cual se dirige contra el carácter disciplinario de las ciencias, buscando “hacer justicia” a los diferentes materiales de expresión al nivel textual mediante una mezcla de estilos. Esta forma de escribir busca así socavar las fronteras que separan las formaciones discursivas y sus correspondientes bloques históricos, contribuyendo a rediferenciar el saber y creando nuevos modos de subjetivación y de vida.

Es exactamente este desplazamiento de las formaciones de saber lo que no reconoce la crítica que expresan Badiou y otros, quienes sólo ven en la escritura de Deleuze y Guattari puro “esteticismo”, una reducción del conocimiento a la forma del arte[14]. Sólo tienen una forma de pensar el problema de cómo proyectar las demandas supuestamente particulares al plano de lo universal, esto es, mediante una abstracción lógica o categórica, en lugar de pensar cómo esos varios niveles pueden agenciarse, en el sentido en que expresan Deleuze y Guattari o Foucault, de tal manera que la suma de fuerzas pueda producir ruptura. Badiou y compañía, por otra parte, piensan que la conversión de lo particular en universal se garantiza convirtiendo las decisiones subjetivas en categorías absolutas.

Los parauniversalistas actúan como si Mil mesetas hubiera de ser leído como una forma de “crítica artista”, en el sentido que dan a este concepto Luc Boltanski y Eve Chiapello[15], sin reconocer que la separación entre esa crítica artista y la crítica económica, política, etcétera, fue en efecto el resultado de la derrota de los movimientos sociales después del 68. Es sólo por causa de esa separación entre las formas de crítica que ciertos movimientos que con frecuencia se califican, erróneamente, de “moleculares”, pueden acabar siendo cooptados por el neoliberalismo, el cual ha logrado recodificar con éxito las nuevas formas de subjetivación[16]. El capitalismo cognitivo o de la diferencia es el efecto de un transformismo molecular, una especie de revolución pasiva a través de ciertos agenciamientos y formaciones de saber. La consecuencia es que el 68 no se puede repetir, pero tampoco sirve argüir que hay que aprender de los errores del 68 para ocuparnos ahora exclusivamente de la “crítica social” [17]. La cuestión es cómo efectuar el cambio desde el interior del actual agenciamiento, para lograr un agenciamiento diferente y mejor.



[1] Katja Diefenbach, “Nach 1968. Anmerkungen über Singularität und minoritäre Politik”, edición multilingüe en transversal: universalismus, junio de 2007 (http://translate.eipcp.net/transversal/0607). Agradecemos a la autora sus comentarios críticos sobre nuestro artículo.

[2] Gilles Deleuze y Felix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2000, pág. 221.

[3] Jacques Rancière, Los nombres de la historia. Una poética del saber, Nueva Visión, Buenos Aires, 1993.

[4] Christine Buci-Glucksmann, “Über die politischen Probleme des Übergangs: Arbeiterklasse, Staat und passive Revolution”, en SOPO, nº 41, 1977, pág. 20.

[5] Véase ibídem, pág. 62.

[6] Véase Adolphs Stephan y Serhat Karakayalı, “Die Aktivierung der Subalternen – Gegenhegemonie und passive Revolution”, en Sonja Buckel y Andreas Fischer-Lescano (eds.), Hegemonie gepanzert mit Zwang. Zivilgesellschaft und Politik im Staatsverständnis Antonio Gramcis, Nomos, Baden-Baden, págs. 123-129.

[7] Véase Louis Althusser, “Ideología y aparatos ideológicos de Estado (notas para una investigación)”, Posiciones, Anagrama, Barcelona, 1977.

[8] Félix Guattari, Mikro-Politik des Wunsches, Merve, Berlín, 1977, pág. 15.

[9] Ibídem, pág. 13.

[10] Ibídem.

[11] Véase Félix Guattari, “Über Maschinen”, en Henning Schmidgen (ed.), Ästhetik und Maschinismus. Texte zu und von Félix Guattari, Merve, Berlín, pág. 118f

[12] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, op. cit., pág. 227.

[13] Félix Guattari, Mikro-Politik des Wunsches, op. cit, pág. 21.

[14] Véase Alain Badiou, Gilles Deleuze. El clamor del ser, Manantial, Buenos Aires, 1997.

[15] Véase Luc Boltanski y Eve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Colección Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002.

[16] Véase Stephan Adolphs y Serhat Karakayalı, “Die Aktivierung der Subalternen”, op. cit.

[17] Véase la manera en que Maurizio Lazzarato ataca también este punto de vista, expresado precisamente por Luc Boltanski y Eve Chiapello —quienes apuntaron a la antedicha distinción entre “crítica artista” y “crítica social”— en “Las desdichas de la ‘crítica artista’ y el empleo cultural”, edición multilingüe en transversal: creativity hypes, febrero de 2007 (http://transform.eipcp.net/transversal/0207/lazzarato/es) [NdT].