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05 2008

Desenterrando Memorias

El Valor de la Palabra “Testimonio” en Guatemala

Santiago Cotzal

No podemos afirmar quién fue la primera víctima del terror en Guatemala, desde principios del siglo pasado sucesivas oleadas de terror han ensangrentado las plazas, calles y hogares de cientos de miles de Guatemaltecos. Diversos eventos políticos han permitido a la población cifrar expectativas por el final de esta noche de terror – la primavera de octubre, el período insurgente de los 1960 y 1980 y la firma de los acuerdos de paz en1996 fueron tres intentos por alcanzar una mejor convivencia social; esfuerzos sociales que no han sido suficientes para poder decir quién será la última víctima de la violencia, pero poco a poco la verdad ha ido brotando.

El siglo pasado se caracterizó por conquistas de carácter social, arrancadas a las transnacionales y a la oligarquía a sangre y fuego: La modernización del país, sus intentos de democratización, la libertad de opinión y de prensa, la igualdad entre hombres y mujeres, el Código de Trabajo y el derecho de reunión, de asociación y de participación en la vida política y administrativa, el seguro social y la autonomía municipal y de la universidad estatal caracterizaron a la primera mitad del siglo. El reconocimiento de la multiculturalidad, los derechos humanos, el establecimiento de estructuras democráticas formales y la lucha por la desmilitarización de las estructuras de poder acompasaron la guerra fría, en su último escenario caliente hacía el final del siglo XX.

Egresado de una escuela normal en la capital de la república, en 1991 decido estudiar arqueología en la Universidad de San Carlos[1], con la intención de adquirir los conocimientos necesarios para redescubrir el esplendor de la civilización maya antigua, mediante el estudio de sus vestigios arquitectónicos. En 1995 me incorporo a uno de los equipos de antropología forense, los que con similares objetivos, realizan excavaciones en lugares en los que ocurrieron masacres, recobran los restos óseos y materiales de la tierra, y recogen testimonios de víctimas y sobrevivientes. Un trabajo muy ajeno para el que fui formado. Durante mi niñez fui testigo y víctima del proceso de “violencia” que se vivía en el país, varios golpes de estado y toques de queda acompañaron mis estudios primarios. En alguna ocasión, operaciones militares dieron para atrás planes de vacaciones o viajes al interior del país, era impensable transitar a algunos lugares, sin embargo, todo parecía ajeno, lejano, no se hablaba de ello o se hablaba en voz baja, en confianza. Una prima muy querida desapareció del entorno familiar sin explicación coherente, años después volvió, y comentó haber establecido su residencia en México; sin dar mayores detalles me explicó, que su alejamiento de la familia había sido “necesario” que su compromiso con “la causa del pueblo”, la obligó a esconderse y luego refugiarse en aquél hermano país. Poco o nada se comentaba abiertamente de la guerra, los combates, las desapariciones, torturas, ejecuciones extrajudiciales y masacres que ocurrían día a día, y de las que yo recogería pruebas años después. Todos fuimos testigos silenciados, muchos fuimos, de alguna manera, cómplices de la impunidad que se mantiene hasta nuestros días.

Mi primera experiencia en el campo fue aciaga: conceptos, elementos teóricos y consejos de quienes con más experiencia me referían como comportarme y que hacer, se chocaron con un contexto cruel; ni consejos, ni recomendaciones, ni textos, me ayudaron a sobrellevar la crudeza de los testimonios que se recibían día a día. Aunque en un primer momento mi labor específica no era “recoger testimonios”, el contexto involucraba a todo mundo en ello: Docenas de personas alrededor de las fosas comunes[2], observaban en silencio el progreso de la excavación que devolverá de los entresijos del suelo, los cuerpos de sus familiares, vecinos, padres, madres o hermanos, hijos, amigos, familiares próximos o lejanos y algo de la verdad que les fue negada por mucho tiempo, que por aquél entonces comenzaba a florecer. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) asienta: “Durante su trabajo de campo, la CEH recibió testimonios que le permitieron documentar 626 masacres cometidas por las fuerzas del Estado, principalmente el Ejército, apoyado en muchos casos por estructuras paramilitares tales como las PAC [Patrullas de Autodefensa Civil] y los comisionados militares.”[3] La mayoría de las víctimas mortales de estas masacres y las que sucedieron como producto de las mismas, fueron enterradas en fosas clandestinas, ilegales, que marcan lugares especiales en la cartografía de la memoria: son espacios clandestinos, de los cuales se dice que allí los muertos “no tienen paz”. Cualquier intento para descifrar esa cartografía nos remite al carácter social de la memoria: “La memoria puede concebirse como una representación simbólica del pasado inserta en la acción social, como un conjunto de prácticas, y de intervenciones, de manera que para comprender cómo es que la memoria es constitutiva de identidades en la conformación de relaciones sociales se requiere extender sus usos prácticos, cómo es que estructura la percepción, determina políticas y explica determinadas situaciones.”[4]

Los indicios ofrecidos por sobrevivientes, los testimonios dados por vecinos, y el trabajo sistemático de organizaciones de familiares de desaparecidos, viudas y huérfanos, organizaciones de derechos humanos y equipos especializados, han permitido hasta la fecha exhumar cadáveres de docenas de fosas clandestinas, muchas de ellas adornadas con flores “clandestinas”, conservadas simbólicamente – cada sitio marcado subrepticiamente, cada sitio recordado íntimamente, en secreto. A pesar de la experiencia acumulada por las instancias encargadas de realizar las exhumaciones y de las organizaciones de apoyo psicológico e iglesias, la tarea es lenta y traumática y estamos muy lejos de dar la última palada. Es una constante la esperanza de hallar la totalidad de los cuerpos de asesinados y desaparecidos, antes de que finalice formalmente el trabajo de exhumación en cada sitio. Para ello, de manera voluntaria los pobladores participan sin distingo de credo o sexo, peinan la zona, recuerdan, buscan en su cabeza detalles, observan en silencio, se acuerdan a las víctimas, cierran sus ojos y tratan de reconstruir mentalmente lo que pasó – el terror regresa. El proceso de exhumación obliga a preguntar por ese oscuro pasado, a recordar la muerte: ¿Que ropa tenia?, ¿su estatura?, ¿cuantos años?, ¿que le pasó?, ¿cuantos golpes le dieron? ¿cuantos machetazos?, ¿donde estaba usted?, son algunas de las preguntas que remueven en la historia la recordación de la gente. ¿Que sentido tiene el remover esta historia? ¿Que sentido el reabrir heridas? Para muchos es reconocimiento de su pasado, para otros “cumplir” con los muertos, hacer ceremonias, celebrar ritos, buscar justicia, sanear el alma, denunciar.

 
Cumplir con los muertos

Entre las comunidades de origen maya, la muerte tiene significados especiales: Existe una relación permanente entre vivos y muertos, estos últimos nunca pierden relación con “su gente”, y los sobrevivientes conmemoran mediante ritos especiales a los muertos; diálogos mediante sueños mantienen comunicación entre unos y otros, los muertos solicitan favores, los vivos ofrecen rituales, los antepasados cuidan de las comunidades, les prestan protección. Por eso en muchos casos, las exhumaciones eran recibidas como respuesta al reclamo de los muertos por tener un lugar digno donde “descansar”, un “cementerio” legal. Alguna fosa fue localizada a partir del testimonio de haber visto a los muertos recorrer un paraje específico, sin objeción todo mundo reclama el poder ponerlos en un lugar en donde poder visitarlos sin reservas y abiertamente, para poder hacer todo tipo de ceremonia.

Entre las víctimas regularmente contabilizamos a las personas que murieron  en un hecho violento, en el caso de Guatemala se suele aludir a víctimas de ejecuciones extrajudiciales, torturas, secuestros o masacres. En pocas ocasiones se hace referencia a los sobrevivientes de estos hechos, hombres y mujeres, padres y madres que infructuosamente recorrieron hospitales, comisarías, prisiones, cuarteles y morgues en busca de sus hijos e hijas secuestrados. No se hace mención de quienes quedaron viudas y huérfanos, quienes “libraron” la muerte, huyendo de las fuerzas represivas a las montañas, esquivando persecuciones en los causes de los rios y barrancos, defendiendo sus vidas, expuestos a la lluvia, el frió  y el hambre. Miles de personas volvieron abatidos a sus aldeas al intentar retirar los vestigios de la muerte; muchos trataron de borrar las imágenes del terror, de apartarse del recuerdo; ellos, los sobrevivientes son también víctimas. Posterior a los dictámenes antropológicos acompañamos también modestos y respetuosos entierros de los restos encontrados, las comunidades volcadas, queriendo ser testigos, ahora, de actos de verdad, entierros decorosos, justos, dignos; mezclas de sentimientos a la orilla de tumbas decorosas, monumentos a la verdad, a la fe, a la perseverancia de vivos y muertos. Entre las víctimas no debemos olvidar a quienes vivieron el terror y tuvieron que callarlo, a quienes vivieron ocultándolo, a quienes aguantaron negando su  historia.   

De manera perversa, al paso del tiempo los ejecutores siguieron víctimizando a las poblaciones, criminalizándolos, negándoles los hechos, justificando la barbarie. Exhumación tras exhumación la verdad fue saliendo a luz, los voceros de los gobiernos en turno, primero pretendieron negar la verdad diciendo que las ejecuciones no existieron; al presentar los cuerpos (exhumados),  sostuvieron que eran guerrilleros muertos en combate, al probar señales de inmovilización y pruebas de tortura, argumentaron ser casos aislados, al informar de grandes grupos de muertos, sostienen que eran involucrados en el conflicto, al exhumar cuerpos de mujeres embarazadas y niños, y la intervención del ejército, guardan silencio. Algo se ha logrado, al sobreviviente al que se le tachó de mentiroso, manipulador, imaginativo, se le ha devuelto parte de su pasado mediante un proceso doloroso.

Jamás escuché de ningún familiar decir o insinuar que las exhumaciones eran innecesarias, pero sí de los victimarios, funcionarios públicos, miembros del ejército, comisionados militares, patrulleros de defensa civil y ministros religiosos de sectas norteamericanas. Ningún actor le tuvo tanto miedo a la verdad como los ejecutores y sus mandos. Así la verdad se fue abriendo paso, a partir de los primeros testimonios cientos se fueron sumando en medio de intimidaciones, amenazas, burlas y comentarios negativos, no sólo para las poblaciones, también para las organizaciones que abordaban el tema. Expertos forenses, periodistas, acompañantes y dirigentes, fueron amenazados individual y colectivamente, cartas anónimas, llamadas telefónicas, correos, declaraciones públicas de jerarcas del ejército, pero la verdad se abrió paso, fue mas fuerte.

A pesar de que siempre se ha estipulado de respetar las costumbres, que constantemente se considerara tiempos para el luto, la ceremonia y el “dolor”, es cierto que no cada proceso de exhumación permite identificar completamente los pasos necesarios; en ocasiones, llevó muchos días de relación con las personas, para que accedieran a contar su historia. En primer lugar no es un hecho cotidiano para la comunidad, en segundo lugar existen límites de tiempo, de recursos, de acompañamiento, esto lo sabe la gente, son compromisos que se asumen para poder alcanzar un poco de tranquilidad. De allí que el testimonio recogido para poder identificar a las víctimas y hacer una reconstrucción de los hechos, lleva cargas, inseguridades, algo de incertidumbre, pero el momento de hablar se presenta y es el momento de decir la verdad, es un momento en el que se precisa decirlo todo: recuerdos propios y ajenos, dudas y certezas, imágenes, y las palabras, que desde los tiempos en que ocurrieron los hechos fueron negadas, surgen nuevamente con claridad.

Algo que nunca pensé al incorporarme en este trabajo, fue el hecho de que una exhumación contribuiría de manera tan fuerte a la dignificación de las víctimas, al devolverle el valor de la palabra oficialmente negada, al devolverle a los testigos la evidencia de que algo tan terrible nunca fue una jugarreta de la imaginación, al tener un lugar “seguro”, en donde celebrar con sus muertos en fechas especiales. Eso compensa muchas cosas, eso nos permite aprender a oír de otra manera “lo que la gente dice”. La memoria social es una red, experiencia individual o no, el testimonio tiene múltiples valores, el dar cuenta del pasado: en el caso de las víctimas sobrevivientes de las masacres, el mero hecho de evidenciar lo ocurrido permite a la persona sentirse fortalecida, recuperar la dignidad que trataban de quitarle. El testimonio publicado mueve también a la solidaridad humanitaria, llama la atención sobre lo desconocido y permite también ser ejemplo: quienes durante tanto tiempo guardaron silencio, ven en otros testimonios la posibilidad de hablar. Así si el testimonio individual fortalece, dignifica y forja solidaridad; el testimonio comunitario fortalece, dignifica y forja solidaridades.

 
Devolver la palabra

Los distintos esfuerzos para fomentar y empoderar el testimonio, sea individual o colectivo, no son antagónicos. John Beverley comenta acerca de las políticas de la verdad: “Uno de los aspectos mas importantes del proceso de paz en Guatemala, como en otros países que pasaron por experiencias similares de genocidio, es el trabajo de la antropología forense reconstruyendo el genocidio cometido por los militares y paramilitares durante la guerra contrainsurgente. Lo que hace Menchú en su testimonio y lo que hace un científico forense en la reconstrucción de un pasado borrado por la violencia del poder, no es alterno ni antagónico, sino son proyectos complementarios, que durante su propio proceso de desarrollo crean formas de diálogo, cooperación y coalición entre intelectuales, científicos, maestros, artistas y movimientos sociales de subalternos que atraviesan previas fronteras de clase, género y etnia.”[5]

No es fácil atravesar fronteras y desarrollar el poder hablar y el saber escuchar. Entre quienes jugamos algún papel dentro de las organizaciones de derechos humanos y nos entrampamos en actividades dirigidas a enfrentar el pasado se mantenía también una forma de silencio. Nos ha costado hablar de “eso”, en ocasiones también nos negamos a recordar esa parte del terror que también vivimos. Nuestro trabajo, no era un tema de conversación agradable, no era algo de lo que se hablara durante las travesías o los descansos, no era tema común de conversación con la familia; cuando a la hija de una compañera de trabajo, una niña de ocho años, le preguntaron en su escuela: “¿a qué hace tu mamá?”, y su respuesta fue: “busca cosas, busca cosas enterradas, cosas que la gente ha perdido.” Sin embargo, el encuentro con los muertos entre las “cosas que la gente ha perdido” es un proceso de hacer memoria y establece formas de cooperación entre distintos actores sociales, devolviendo el valor de la palabra al hacer escuchar verdades silenciadas.

Un hecho asombroso para mí en la toma de testimonios, es el aplomo y la fluidez de la forma de expresarse de las víctimas. Una vez roto el silencio, parecía fácil contar paso a paso lo ocurrido; lo que mas se ponía de manifiesto era la preocupación por ser comprendidos, por señalar lugares exactos y dar explicaciones precisas. Al paso del tiempo, la labor técnica consistía casi sólo en verificar lo que los testimonios decían, testigos presénciales señalaban con seguridad los elementos que en el terreno o en el laboratorio se corroboraban en la mayoría de los casos. Es una forma de reseñar aparentemente sin angustia, los hechos que desde el pasado nos siguen horrorizando – allí en el campo, quienes vivieron la muerte de cerca, lo describen con sobriedad,  están  mas preocupados porque ninguno de sus muertos se quede sin exhumar, que por la posibilidad de que el pasado pueda volver.

No ha sido posible garantizar la excavación del 100% de las fosas clandestinas, han privado “criterios prácticos”, en ocasiones se ha priorizado la magnitud de los eventos que se denuncian, la importancia del caso, contexto y circunstancias en las que ocurrieron los hechos, la relevancia política de los acontecimientos, las posibilidades técnicas y sus implicaciones jurídicas. Muchos cementerios clandestinos no han podido ser exhumados por razones “técnicas”, muchos muertos siguen reclamando su dignificación, los procesos judiciales y políticos no han permitido reconocer razones “culturales” para llevar a cabo una exhumación, de allí, que la mayoría de ellas deban formar parte de  un proceso de investigación como parte de un “proceso penal” y esto demanda de engorrosos tramites burocráticos que finalmente limitan las comunidades en su papel protagónico de un proceso tan trascendente para ellas mismas.

Desde las masacres referidas hasta hoy, dos proyectos se dieron a la tarea de trabajar para reconstruir una parte del pasado de terror en Guatemala y ninguno de los dos se pudo denominar “de la Verdad”. En ambos se procesó y recogió información, narraciones, relatos, testimonios, se investigó fuentes oficiales y no oficiales, se entrevistó a los “actores” del llamado “conflicto armado interno” que costó cientos de miles de vidas y al que se recela llamarlo “guerra” (¿pero qué diferencia hay?). Ambos proyectos sistematizaron sus valiosos esfuerzos y ambos formularon sugerencias, recomendaciones y reclamos, se celebraron actos por los muertos y se permitieron un espacio importante para hablar sobre el pasado. Las recomendaciones no alcanzaron para que los mecanismos de represión desaparecieran, al contrario, se sofisticaron:  ocultos permanecen evitando que se logre decir toda la verdad, una de sus formas de negar el pasado es negar a las nuevas generaciones la posibilidad de conocer la historia. Las comunidades mayas al igual que en el pasado tienen que recurrir nuevamente a la tradición oral que tendrá lugar de una generación a otra, de padres a hijos, permitiendo la conservación de la memoria social. Los mecanismos de terror se mantienen, y persisten de diferentes maneras, es así que si bien en algunas comunidades, las memorias han podido salir y manifestarse, en muchas otras permanecen ocultas, clandestinas, sepultadas, esperando su momento ...

 
El nombre del autor de este material fue remplazado por un seudónimo a solicitud del informante. Dos razones motivan esta decisión: La primera es la consideración de que aún no se puede abordar estos temas con entera seguridad, la segunda el hecho de considerar este testimonio como propiedad colectiva.



[1] Única universidad estatal y autónoma del país, rectora de la educación superior.

[2] Las víctimas de las masacres cerealmente eran enterradas en fosas comunes improvisadas, en ocasiones cavadas por ellos mismos, prévio a su ejecución. También, utilizaban elementos naturales como cuevas o causes de ríos, provocando su desmoronamiento intencional para cubrir los cuerpos, posos de agua o letrinas, cortes de carreteras abandonadas y zanjas para construcciones eran usados como lugares de entierro. En otros casos los ejecutores, dejaban los cuerpos de las víctimas a flor de tierra como “mensajes de muerte”, vecinos y/o familiares se encargaban de recuperar los cuerpos para enterrarlos como mejor podían. En todos los casos, los sitios en donde las víctimas eran enterrados son considerados “cementerios clandestinos”.

[3] Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), Guatemala: Memoria del Silencio, 1995, Vol. 3, Capitulo II, p. 715.

[4] Alon Cofiño y Peter Fritzsche, “Introduction: Noises of the Past”, en: The Work of Memory.  Urbana: University of Illinois Press, Illinois. 2002, p. 1–19.

[5] John Beverley, Testimonio. On the Politics of Truth, Minneapolis: University of Minnesota Press 2004, p. 6.