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02 2019

Ecologías que cuidan 3 – Catálogo, Transiciones, Emprendimiento

Francesco Salvini

Traducción de Marta Malo de Molina

Catálogo

“Si eres una enfermera, nos podemos entender, ¡no como con este sociólogo!”, bromea Federico (¿o no?) con Irene. En sus conversaciones, hay un terreno compartido de conocimientos y competencias, que no es solo lingüístico –está hecho de algo más importante: experiencias concretas de modos de acción y lógicas que rigen la ecología del cuidado. Estamos en el corazón de las ecologías que cuidan de Trieste, el Distrito de salud territorial, ubicado en el antiguo hospital general, ahora casi desmantelado (en lo alto de la colina, en una zona menos céntrica, hay otro, más moderno).

El Distrito es el dispositivo a través del cual el sistema de atención sanitaria intenta llevar la práctica de cuidado del hospital a la dinámica espacial de la ciudad, trasladando prácticas técnicas y recursos humanos del enclave institucional a la vida urbana y respondiendo al desafío de hacerse cargo de la difícil vida del ciudadano en relación con la ecología plural del cuidado. En síntesis, el Distrito pone en cuestión los protocolos como herramienta de organización del cuidado y propone un catálogo de prácticas que pueden disponerse de diferentes maneras conforme a cada situación.

Hay cuatro Distritos en la ciudad, cada uno de los cuales atiende a una población de cerca de 50.000 personas. Los Distritos se coordinan con los médicos de cabecera (que, en Italia, tienen un contrato privado con el Estado, por el cual su consulta es gratuita para todos los residentes) y prestan atención domiciliaria y cuidados personalizados a través de un sistema de recursos que incluye personas, objetos y recursos: enfermeras, especialistas, fisioterapeutas y otras figuras profesionales; ambulatorios, centros de día, salas de rehabilitación, coches y salas de consulta; y, por último, becas, presupuestos específicos y prestaciones sociales, gestionados por los Distritos en coordinación con otras instituciones.

Aunque actúe a través de las jerarquías de la atención sanitaria institucional, el Distrito pretende trastocar la lógica institucional como algo separado de la vida social y retejer las diferentes partes fragmentadas de la propia institución. El Distrito es un dispositivo que reconoce y gestiona las fronteras entre los diferentes organismos del sistema a la par que los pone en cuestión y los desestabiliza.

Llamar a estas prácticas medicina territorial (medicina di territorio, en italiano) es algo que irrita las categorías y los presupuestos de la intervención sanitaria en dos sentidos. En primer lugar, basa la idea de la atención sanitaria en las dinámicas espaciales, no en la dimensión comunitaria, situando así la práctica del cuidado en la reproducción social, en lugar de hacerla depender de una pertenencia identitaria a una comunidad. La medicina territorial ayuda a sostener la reproducción social invirtiendo recursos públicos para mantener unido un sistema de vida en común. En segundo lugar, la medicina territorial pone activamente en cuestión la separación entre salud pública y medicina, que rara vez se encuentran y colaboran. La medicina territorial introduce la labor del cuidado y, algo importante, también a los médicos y a otros profesionales sanitarios, dentro de una ecología en la que diferentes recursos, agentes, lugares y objetos se mueven y adecuan a equilibrios temporales, balances inestables. Se trata de una ecología de percepciones, saberes y negociaciones, de acciones y duraciones.

Federico nos habla de algunas de las actividades del Distrito (Ofelia Altomare enriquecerá su descripción al día siguiente). Su relato empieza con ese momento en el que el ciudadano entra en contacto con la experiencia totalizadora del hospital y, por lo tanto, cuando la práctica crítica del cuidado se activa para desarticular la institucionalización: ese punto en el que la práctica de la medicina territorial se cruza con su némesis, el hospital general.

El personal del Distrito está ya presente en el lugar de los cuidados más intensivos, dado que algunos trabajadores de cada Distrito siguen a los habitantes de su zona cuando se les hospitaliza. Visitan al paciente en el pabellón, contactan a los médicos que hacen el seguimiento durante la estancia de la persona en el hospital y debaten la situación con el resto del personal del Distrito y con los parientes o amigos del paciente. Su presencia les permite empezar a movilizar los recursos que garantizarán la dignidad del paciente/ciudadano y su derecho a la salud una vez que se le dé el alta y vuelva a su contexto vital. Esto implica movilizar recursos sociales y económicos para apoyarle, configurar dispositivos de cuidado y curación en su piso, devolver de un modo seguro y riguroso la práctica del cuidado de la institución a la vida social. Por último, Federico subraya lo importante que es que todo el mundo involucrado entienda la especificidad de cada práctica técnica y la red de saberes y acciones que permite que sea más eficaz: “Interpretar una radiografía o poner un marcapasos no implica una relación permanente con el paciente ni ningún tipo de continuidad. El paciente espera que sus radiografías se realicen sin demora y se interpreten adecuadamente […]. Tu médico de cabecera, por otro lado, tiene que actuar en el sentido contrario, dejando la tecnología en manos del especialista, pero ocupándose de todos los aspectos del cuidado que afectan tu vida”.

Las prácticas del Distrito no se pueden normalizar en un conjunto fijo de protocolos: no hay una sola práctica, sino una serie siempre cambiante de prácticas que intervienen y se desarrollan en un mundo vivo. Esta desestabilización/organización permanente desafía la tendencia institucional a la segmentación, lo cual aumenta las posibilidades de que el ciudadano disfrute de su “derecho a la salud”. No se trata de un derecho formal, sino de una experiencia relacional inmersa en la vida social y sostenida por la acción coextensiva de varios organismos del sistema de atención sanitaria. “El cuidado se organiza como experiencia existencial para ambos polos del binomio cuidador/cuidado y, por lo tanto, se construyen todo el tiempo contaminaciones y cruces a través de las contradicciones de la normalidad” (Signorelli, 1998).

Contradicciones, una vez más. Si antes nos habíamos topado con la contradicción de la fabulación, aquí surge otra más. Se trata de la contradicción creada por el hecho de ser parte del dispositivo institucionalizador al mismo tiempo que intentamos ser un agente radical y receptivo en la ecología del cuidado. La cuestión es cómo mantener esta tensión, en tanto que “cuidado del pasado” transformador: en tanto que reconocimiento de las prácticas institucionales existentes no como algo que hay que destruir por completo, sino como realidad de partida que hay que afrontar para transformar. Esto implica pensar estas prácticas como ecologías que despliegan cierta forma de vida, pero que pueden experimentar una transición hacia nuevas formas de organización material y social.

Otro modo de pensar la práctica instituyente es como negación crítica de lo instituido y gobierno de los equilibrios contingentes de la transición: un territorio subsistente (Raunig, 2016). La práctica instituyente pretende componer el cuidado en torno a/con todas las singularidades implicadas: la patología, la vida del ciudadano, sus redes sociales, los recursos políticos, institucionales y administrativos en torno al cuidado o los saberes, culturas, tecnologías y singularidades personales (tanto de los trabajadores como de los ciudadanos) implicados en la puesta en práctica del cuidado. En otras palabras, componer todos estos organismos institucionales, materiales y sociales no tiene que ver con el ordenamiento, sino con el encuentro.

En una entrevista con el grupo de investigación Entrar Afuera, Franco Rotelli dice: “Siempre me asombra cuando hablo con un médico joven y le pregunto lo que hace y él me enumera sus intervenciones. Si le pregunto sobre el contexto en el que desarrolla esta práctica o no sabe nada, o se niega a saber. A veces tiene una vaga idea al respecto, pero no hay nada más sobredeterminado que lo que sucede en el campo de la salud: enormes activos institucionales, grandes intereses económicos y poderosas corporaciones profesionales lo configuran todo. Los ciudadanos, en tanto que usuarios, deberían importar también. Hay cuestiones gigantescas, desde el punto de vista político, organizativo, administrativo y cultural, que desempeñan un papel en torno a este médico y sus intervenciones. Pero él ignora todo esto. En el mejor de los casos, se preocupa de desarrollar una práctica científicamente correcta: su competencia empieza y termina ahí. Nosotros creemos que esto es un profundo error” (2019).

Las ecologías que cuidan son una lógica plural y múltiple del cuidado. Son plurales en la medida en que combinan objetos aparentemente simples (siempre compuestos de diferentes maneras) conforme a sus propiedades singulares, hasta que encuentran tal vez un equilibrio inestable, temporal y parcial de competencias, experiencias y contingencias. Esta composición, esta combinación, es múltiple en el sentido de que esta pluralidad de competencias resultaría destructiva si fragmentase la ecología del cuidado. Las responsabilidades de cuidado se superponen, colaboran y se contraponen; la ecología del cuidado es una intersección de mundos, procesos de interacción, en la que el cambio surge de la colaboración y del conflicto, en la acción simultánea y entrelazada de muchos mundos, cada uno de ellos con su propia cultura, población e historia, pero aún así interdependiente de los demás.

Tal y como platea Dimitris Papadopoulos al hablar de tecnociencia, la ecología del cuidado “está en continuidad con [el cuidado] instituido y viceversa, una continuidad que se despliega a través de mundos dispares y fragmentados” (2018). Una red de posibilidades que es la elaboración de dinámicas deseantes, técnicas, sociales y administrativas que intervienen en torno a la contingencia del cuidado dentro de un sistema vivo que cuida de partes singulares y múltiples de sí. Una ciudad que cura, una cuidad que cuida, una cuidad que se ocupa. En ello consiste el desafío que el Distrito intenta organizar: no dictando protocolos establecidos, sino enriqueciendo los catálogos abiertos de las ecologías que cuidan.


Transiciones

“Se trata de garantizar el derecho a la salud del ciudadano, no de responder a las necesidades del paciente”, dice Ofelia. “No entiendo la diferencia”, responde Irene. “Se trata de hacerse cargo”, reformula Ofelia. Y la pelota va y viene unas cuantas veces más antes que reaparezca un lenguaje común: no un lenguaje técnico, sino un lenguaje hecho de ética, experiencias, política, dudas, esfuerzos y fracasos. Ofelia Altomare es directora del Distrito en la periferia de la ciudad. Es enfermera, la primera nombrada para este cargo. Junto con otros cargos directivos que vienen de la enfermería (una profesión por lo general muy subordinada y generizada en la gobernanza del cuidado), desempeña un papel importante en la actual ecología del cuidado en Trieste.

La incomprensión entre Ofelia e Irene es elocuente, se las ve pelearse con el asunto que tienen entre manos en un empeño compartido por comprender todo el significado de las palabras y de las materialidades asociadas. A Irene no le interesa simplemente entender el significado molar de la expresión italiana presa in carico (hacerse cargo), sino entrar en diálogo con el despliegue molecular de esta expresión dentro de las ambivalencias de la realidad. La comprensión molar abriría una conversación diferente sobre las implicaciones lingüísticas y materiales del paternalismo y de la objetualización. El hilo molecular, en cambio, nos lleva a través de ensamblajes, continuidades, transversalidades, un debate sobre cómo hacer que esta práctica respete la privacidad del paciente, cómo se convierte en hábito para el personal y para el ciudadano, cómo reorganizas la ecología del cuidado en torno a la garantía de derechos como experiencia relacional, en lugar de articularla alrededor de la cobertura de necesidades, que conduce tan rápidamente a la objetualización de la persona como enfermedad.

Ofelia se refiere en primer lugar a la continuidad del cuidado como modelo que permite que el personal del Distrito construya la transición desde el hospital hasta el hogar del paciente, pero lo difícil es captar cómo sucede esto de manera concreta. La “formulación” molar y la “intervención” molecular se entrelazan en las explicaciones de Ofelia: algunas de las intervenciones no pueden cristalizar en un solo modelo, porque están relacionadas con múltiples contingencias y son producciones singulares que se dan cada vez. No obstante, es preciso enunciarlas como afirmaciones, aseverarlas y constituirlas, aun cuando se modificarán de forma inevitable en función de cada situación. Son entradas de un catálogo, no protocolos.

Ofelia habla de cómo están gestionando una situación justo en ese momento. Se trata de una persona hospitalizada: después de que el equipo de atención domiciliaria haya visitado su piso y haya hablado con su familia, se ha hecho evidente que la atención biomédica no será suficiente ni sostenible en el tiempo. Su relato resuena con las palabras de Federico del día anterior, pero esta vez se incorporan los detalles materiales. La cuestión es cómo reunir a un conjunto de personas, coordinar sus acciones, organizar los diferentes objetos y sujetos del cuidado. En otras palabras, en lugar de segmentar la práctica del cuidado, llamando por ejemplo a servicios sociales para que puedan ocuparse de sus competencias específicas, el Distrito se propone anudar las diferentes competencias en una responsabilidad común: llamar a las trabajadoras sociales, encontrar a alguien para renovar el piso conforme a las nuevas necesidades y la dignidad de la persona, ayudar a la familia a encontrar una manera de contratar a una persona que se encargue de los cuidados. Cada uno de estos actos rompen la idea de la atención médica como algo independiente y unívoco o, en el mejor de los casos, bilateral: el paciente y el médico solos en la consulta.

Este afán compartido, este ancla común en la ecología del cuidado, es el resultado de una larga transición, la forja, la negociación y la afirmación de una práctica institucional diferente. Si el espacio del manicomio albergaba la violencia y la rebelión, el Distrito da pie a las revoluciones moleculares, al desplazamiento de la competencia a la respons-habilidad, la habilidad compartida de responder (Haraway, 2016). Irene pregunta cómo es esto posible, cómo puede cambiar la cultura material del trabajo sanitario. ¿Cómo se despliega lo común en el esfuerzo de cuidado?

“Lentamente”, dice Ofelia, y a través de experimentos, debates y negociaciones. Franco Rotelli remite este proceso a la capacidad de poner en marcha y tornar hegemónica una práctica menor, construyendo autonomía dentro del Estado a través de la consistencia material y abriendo espacios instituyentes radicales. En la relación de antagonismo determinado por el capitalismo, “no podemos vencer, tenemos que convencer” (Basaglia, 1979).

La posibilidad de este esfuerzo común se constituye en el campo técnico; el gobierno se sitúa en la dimensión “operativa”, modelando la puesta en marcha de políticas públicas. Palabras, declaraciones y preguntas circulan en el espacio de la discusión, en lugar de ordenar verticalmente las prácticas. Se trata de un espacio de “minoría hegemónica”, esto es, de constitución dentro de la institución de determinada cultura y determinada capacidad de actuar juntos. Esta práctica minoritaria no se opone a un proceso mayoritario, sino que arroja luz sobre el efecto, y no tanto sobre la racionalidad, del Estado: ¿cómo podemos poner en marcha políticas públicas emancipatorias, permaneciendo contradictoriamente en el seno del Estado?

Esta transición corre todo el tiempo el riesgo de verse revertida, nos advierte Rotelli, si no se sostiene a través de una práctica de implicación constante y compartida tanto con el adentro, con las prácticas institucionales, como con el afuera, con la vida urbana.

No solo hay que garantizar a los pacientes el proceso de desinstitucionalización. Ofelia Altomare recuerda su propio viaje de desinstitucionalización en relación con las prácticas internas. En primer lugar, hay que ponerse en riesgo como grupo impulsor del cambio en el funcionamiento de la institución (“compartir nuestras dudas y desafíos, democratizar los espacios de decisión y trastocar las jerarquías, en particular porque éramos los que estábamos arriba”); en segundo lugar, es necesario afirmar una nueva ética y discutir su importancia, no solo desde el punto de vista de los principios, sino en términos absolutamente materiales (“por ejemplo, una de las cuestiones que planteamos fue el horario de las enfermeras: si el ciudadano es el centro de los cuidados, no puedes prestar atención domiciliaria solo de 8:00 a 14:00, debes convertirla en un servicio de 24 horas, 7 días a la semana. Pero esto suscita una serie de preocupaciones en torno a las que negociar y reorganizar las prácticas institucionales”); en tercer lugar, “es preciso modelar cómo cada trabajador va a participar y trabajar en el Distrito sanitario, teniendo en cuenta su situación singular y sus conocimientos específicos: esta trabajadora es madre sola, aquella otra cuida de un familiar, etc.; una persona puede trabajar en determinado campo o en determinado asunto, etcétera.

No obstante, las fronteras de la institución no son los límites del cuidado. En realidad, es al contrario: pensar la ecología del cuidado implica afirmar un compromiso de la institución que se disemina por la vida urbana y requiere que las instituciones inviertan para apoyar el bienestar común de la ciudad. El cuidado “del pasado” (es decir, el trabajo de cambiar las prácticas institucionales existentes e invertir en dinámicas abiertas) viene acompañado del cuidado del presente. El cuidado es una experiencia relacional que rebalsa la dinámica de la atención sanitaria, que participa en la ciudad, y, al sostener el derecho a la salud, sostiene también la reproducción social y la vida urbana.


Emprendimiento

La palabra italiana “presa” (utilizada en la expresión presa in carico, hacerse cargo) es interesante para entender lo que hay aquí en juego: es el participio de prender, asir, aferrar. Prise en francés. Presa prende el momento y la variedad de posibilidades que se van plegando con la experiencia y que se despliegan en cada ocasión con una configuración diferente. Implica asir un catálogo de prácticas y sintonizarlas con la situación, configurando espacios hechos de contradicciones y ambivalencias. Significa aferrar una realidad compleja y mantenerla entrelazada, desplegando un esfuerzo colectivo en una contingencia en la que la institución sanitaria no es más que un actor entre muchos y donde el pliegue de lo privado, lo público y lo común, uno sobre otro, crea una situación en la que designar a uno de estos tres dominios como fuerza primordial […] se vuelve casi imposible” (Papadopoulos, 2018).

La palabra que utilizan en Trieste es im-presa, Emprendimiento Social (Rotelli, 1991). No solo prender (presa) en común, sino también emprender en común. El emprendimiento como aventura y desafío resuena con la conceptualización que hacen Leigh Star y Griesemer (1989) de la iniciativa emprendedora como práctica común, afirmativa y compuesta que trata la dinámica institucional como ensamblaje ecológico: un conjunto de límites, memorias y prácticas, una superposición compleja de puntos de vista y percepciones. Un conjunto así permite a la institución jugar con los equilibrios rotos de su propia reproducción, a través de su transformación permanente, evitando así consumirse por su propia tendencia a la autonomía y a la separación de la sociedad.

Inventar prácticas institucionales significa entonces intervenir en la cambiante institución, conscientes de su propensión a la reproducción interna, pero también alimentar las tensiones moleculares que impulsan un emprendimiento común para organizar y responder a las necesidades y deseos. En Trieste, el emprendimiento común encontró base jurídica en la ley italiana sobre cooperativas sociales de 1991 que garantiza el apoyo económico y los beneficios fiscales a las sociedades cooperativas en las que al menos un tercio de los miembros tienen algún tipo de desventaja.

Uno de estos emprendimientos comunes es la cooperativa de confección Lister. Lister está configurada como un espacio de supra-reciclaje, donde se reutilizan paraguas rotos, tejidos viejos, pancartas desfasadas y otros objetos: está organizada para ser incluyente, no solo en su gestión, sino a lo largo de todo el proceso productivo. Los procesos de producción están diseñados para permitir que participen personas con diversas movilidades: por ejemplo, el ritmo de la producción puede regularse para adecuarse a los ritmos de las personas que trabajan, sus aflicciones y sus ansiedades. Los principios del supra-reciclaje, la atención a los lugares y a las cualidades estéticas, se utilizan también para construir un relato en torno a los objetos abandonados: la producción de los objetos se convierte en un ritual de desinstitucionalización, tal y como lo llama Pino Rosati, que reinventa la función de los objetos en la reproducción social.

Alojada en las instalaciones del antiguo manicomio, en la actualidad Parque Cultural de San Giovanni, Lister es una realidad artística, política, económica e institucional que participa en el emprendimiento común del cuidado, junto con otras cooperativas sociales y asociaciones, como Agricola Monte San Pantaleone, que se ocupa de los parques más hermosos de Trieste y del cementerio de siete confesiones de la ciudad, así como la rosaleda de San Giovanni, una de las más importantes de Europa. Hay también otras cooperativas y asociaciones: CLU Basaglia, La Collina, Radio Fragola, Reset, Articolo 32...  –y podríamos seguir: se trata de un movimiento emprendedor, cooperativo, asociativo, que emplea a cientos de personas y representa casi el 1% del producto local bruto.

La primera cooperativa social de Trieste nació en 1972, como primera acción para desmantelar el manicomio y devolver los derechos civiles y económicos a las personas allí internadas. Fue una invención o, en palabras de Basaglia (2005), un maquiavelismo para trampear la ley y evitar el internamiento forzoso. Partió de una idea común: pagar un sueldo a las personas internas en lugar de imponerles un trabajo no remunerado a través de la lógica de la terapia ocupacional. Esto dio a los pacientes un salario y la pertenencia legal a una cooperativa, ayudándoles a reconstruir sus derechos sociales, civiles y políticos en (y más allá de) el manicomio.

Al mismo tiempo, el movimiento de cooperativas es una práctica de salud y cuidado, porque fabricar cosas hermosas y útiles hace que te sientas mejor, tal y como sostiene Giancarlo Carena, presidente de la Cooperativa Social Agricola Monte San Pantaleone. De hecho, en la década de 1980 hicieron falta nuevos emprendimientos para construir prácticas institucionales en el espacio abandonado del manicomio, para inventar nuevas formas de cuidado no solo contra la vuelta a la segregación, sino también contra la irrupción de la privatización, el abandono y la miseria.

Lo que estaba en juego era, y es, la invención de instituciones como emprendimientos comunes, o emprendimientos que crean común, en el medio de la reproducción social: en el medio de los problemas. Felix Guattari describió el auge de las cooperativas sociales en Trieste como un movimiento que no solo abría las prácticas psiquiátricas más allá del manicomio, sino que, además, las insertaba en la vida social y urbana, con lo que “dejaban de ser algo artificialmente separado [de la vida social] y avanzaban hacia una desegregación general”. “Se pueden crear estructuras psiquiátricas ligeras en medio del tejido urbano sin involucrarse necesariamente en el campo social: lo único que se logra así es miniaturizar las viejas estructuras segregadoras y, a pesar de los esfuerzos, acabar interiorizándolas. La práctica que se despliega hoy en Trieste no es esta. Sin negar la especificidad de los problemas planteados por el sufrimiento mental, las instituciones inventadas, como las cooperativas, dan cabida también a otras categorías de la población que también necesitan apoyo, como las personas con problemas de adicciones, ex presos, jóvenes con dificultades, etc.” (1984).

No obstante, cuando esta práctica de emancipación tiene lugar en la ciudad neoliberal, surge otra contradicción. En el despliegue incierto del emprendimiento común dentro de la ecología urbana, hay siempre simultáneamente en marcha un proceso de des-comunización (uncommoning, des-hacer lo común, Papadopoulos, 2018) que también afecta a las cooperativas sociales. El emprendimiento común está inmerso en la precarización, porque sus trabajadores tienen contratos temporales y condiciones difíciles. Está atrapado en el proceso de privatización del cuidado, puesto que las cooperativas pueden convertirse en herramienta de externalización de la prestación pública de servicios. Si nos apropiamos de la práctica emprendedora para desplegar lo común en la vida de la ciudad, hay que tomar precauciones para asegurar que no se convierta en una puerta de entrada a la privatización. El emprendimiento común tiene que pensarse como guarnición en el espacio social abierto. Una manifestación contra esos procesos que, impulsados por intereses económicos privados, pueden devastar la ecología que cuida.

En este proceso de devastación, la privatización cobra todo su significado en tanto que proceso biopolítico y micropolítico. Priva a cada persona de la capacidad de disfrutar del bien común, haciendo del cuidado un bien exclusivo, distribuido en nombre de la escasez. Al mismo tiempo, la privatización de las prácticas interrumpe la responsabilidad social en torno al cuidado, convirtiéndolo en materia de competencia y consumo e imponiendo en los espacios asimétricos que le son propios una lógica lineal de elección (Mol, 2008).

El movimiento de las cooperativas sociales puede ser un espacio que contrarreste la creciente privatización del cuidado, que abra nuevos modos de gestión de la iniciativa pública en el campo de los cuidados. Pero esto solo puede suceder en la medida en que se sigue con los problemas de la reproducción social; no separando el esfuerzo de cuidar de la ecología urbana, sino más bien sumergiendo el emprendimiento de los cuidados en las luchas de la ciudad.

Esta tensión entre emprendimiento y común siempre corre el riesgo de inclinarse bien hacia el emprendimiento, en virtud de la lógica aceleradora del mercado que expulsa las singularidades a través de la competencia económica, bien hacia la institución, a causa de la lógica entrópica de la institucionalización que tiende a organizar el cuidado en torno a la eficiencia de la institución, y no alrededor de la eficacia del cuidado. Pero es posible sostener la tensión productiva de la transformación social creando programas institucionales transversales y ofreciendo recursos públicos para sostener la difícil libertad de los tiempos y de las personas vulnerables dentro de la vida social de la ciudad.

La ecología del cuidado puede encontrar sus terrenos más fértiles en los bordes donde los diferentes mundos se cruzan, no solo rompiendo la separación entre los diversos elementos del ensamblaje institucional y entre el Estado y la sociedad, sino también sosteniendo el empoderamiento de la vida social en la gestión del emprendimiento del cuidado.