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02 2019

Ecologías que cuidan 1 - Casi un manifiesto

Francesco Salvini

Traducción de Marta Malo de Molina

Si no fuera tan largo, este texto sería (le gustaría ser) un manifiesto. No se trata de un ensayo analítico que interprete un lugar o una historia crítica del movimiento impulsado por Franco Basaglia. Más bien constituye una deriva, un itinerario no planeado, a través y con una serie de reflexiones, acontecimientos y objetos con los que me he topado en mi relación con el actual sistema de atención sanitaria de Trieste. Es el resultado de un largo compromiso con los agentes que habitan y construyen tal sistema, con las memorias de una práctica colectiva de cuidado y con los artefactos y lugares que constituyen la posibilidad material de esa práctica con la que nos cuidamos unos a otros, un compromiso con lo que Franco Rotelli (2013, Cogliati 2018), uno de los protagonistas de la trayectoria triestina y director del Departamento de Salud Mental de Trieste durante las décadas de 1980 y 1990, llamó una “ciudad que cuida”: una ciudad que sana, una ciudad que se preocupa y ocupa, una ciudad que atiende[1].

Este texto tiene dos preocupaciones principales. En primer lugar, constituye un intento de aportación a la crítica (y a la reinvención) del análisis institucional proponiéndolo como ecología: una práctica de organización “en medio de los problemas”, en términos de Donna Haraway (2016), en lugar de un diagnóstico externo del problema de otros o de una práctica autónoma alejada de las contradicciones de quien está realmente con las manos en la masa. Una ecología trata el tiempo de un modo diagramático y no lineal, instituyendo una relación entre la dinámica social y el imaginario político como exploración concreta en constante tensión con el presente, tal y como es y, a la vez, como podría ser.

La singularidad de Trieste se inauguró con el tumulto general de la década de 1970, pero, en la actualidad, se sitúa en el marco de los modelos contemporáneos de gobernanza en (el Sur de) Europa: el desmantelamiento del sistema de bienestar ha afectado no solo a la prestación de servicios, sino también a la legitimidad de las políticas públicas en su función de cuidado de la sociedad. El espacio de Trieste no escapa a este escenario. La revolución basagliana está ahora inmersa en las condiciones de precariedad y austeridad, en el lodo de la privatización y de la contrarreforma institucional y en las consecuencias de la noción neoliberal del cuidado como un proyecto referido a la individualización de los afectos y a la mercantilización de las vidas.

Las elecciones de generaciones anteriores constituyen nuestros espacios contemporáneos de posibilidad. Y el espacio de posibilidad actual es el del hundimiento del sistema de bienestar. Vivimos en un mundo dañado: el pasado insiste en el presente y lo contemporáneo se espesa en la linde precaria de la modernidad, en la crisis del paradigma que anunció (prematuramente, una vez más) el fin de la historia. Para escapar a la trampa de las alternativas infernales (Stengers y Pignarre, 2011), de tener que elegir entre una destrucción de los sistemas de bienestar impulsada por el mercado o un paternalismo autoritario de la mano del Estado, intentaré instituir un espacio de narración y fabulación que pueda, espero, promover la singularidad de Trieste como práctica de imaginación concreta más allá de sus fronteras.

La segunda cuestión que aborda este ensayo es el papel del cuidado en la constitución de tejidos sociales en cuanto que ecologías. Las reflexiones contemporáneas sobre el cuidado son múltiples y, en ocasiones, contradictorias: el cuidado es una categoría en disputa en el análisis crítico de la reproducción social, pero en los últimos años se ha vuelto también omnipresente en el marketing moral y en la gobernanza neoliberal, determinando, tal y como lo designa María Puig de la Bellacasa, un “orden ubicuo de moralidad biopolítica individualizada” (2017). Consciente de este segundo significado, no obstante, intento mantenerme dentro de estos debates críticos, participar de ellos, en particular en/dados los espacios plurales de los feminismos que han estado construyendo una noción compleja del cuidado a lo largo de los últimos cincuenta años (por lo menos).

El cuidado es un territorio ambivalente. Resulta decisivo en el análisis de las formas contemporáneas de capitalismo como máquina micro y biopolítica que organiza la reproducción social: el cuidado perpetúa la explotación, la desposesión y la abstracción (Barbagallo, 2016; Federici, 2013; Fraser, 2016), en particular (aunque no solo), más allá de la esfera de la producción de mercancías por medio de mercancías, en los términos de Sraffa (1975). Al mismo tiempo, el cuidado es un espacio de autonomía y organización que es capaz de instituir nuevos terrenos de posibilidad dentro y contra los procesos de aniquilación que el capitalismo desencadena (bell hooks, 2009; Precarias a la Deriva, 2004).

En medio de esta tensión, recientemente, han entrado en el análisis del cuidado nuevas concatenaciones, dinámicas y agentes que entrelazan la geopolítica del poder y los procesos de articulación de la raza, el género y la clase con los ciclos continuos de producción social que el cuidado, en cuanto que ontología, sostiene. Por otro lado, el análisis crítico de la actualidad se enfrenta hoy también a las dimensiones más-que-humanas y más-que-sociales que el cuidado implica: al borde de otros mundos, las prácticas de cuidado se componen a partir de la capacidad de acción sensible de las materias y de las temporalidades urgentes de la sostenibilidad y de la catástrofe (de la Bellacasa, 2017).

En la estela de estos debates y enfoques múltiples, intentaré hacer equilibrismos sobre una cuerda distinta, que cruza el análisis institucional con las complejidades y singularidades del cuidado, en tanto procesos moleculares que configuran su funcionamiento material, así como con la lógica organizativa que reproduce la racionalidad institucional, esto es, las líneas molares que ordenan la institución. Por plantearlo en términos más concretos, estoy intentando seguir con (el) cuidado en su punto de intersección con la crítica instituyente de la ciudadanía.

Históricamente, la ciudadanía industrial y el sistema de bienestar social constituyeron el horizonte utópico de las luchas del siglo XX (de trabajadores varones blancos): el objetivo era una imagen homogénea de sociedad civil organizada a través del Estado nación. El movimiento basagliano instituyó otra concepción de lo que era un ciudadano, señalando cómo la institución negaba la ciudadanía al “matto”, el “loco” (término peyorativo del que se reapropió), y formulando de manera afirmativa la cuestión de la ciudadanía a través de las lentes de la singularidad y de la fragilidad.

Ahora bien, hoy en día, la pregunta por la ciudadanía puede virar en otro sentido: ¿cómo podemos producir una práctica cotidiana de democracia en la situación actual? ¿Cómo pueden los locos, cómo podemos nosotros, como locos, como extranjeros interiores de la sociedad, reclamar sus/nuestros derechos sociales, civiles y políticos, sin verse/vernos atrapados en el doble vínculo de exclusión-versus-normalidad? ¿Cómo puede el Estado de bienestar sostener la libertad constitutivamente difícil de las singularidades dentro de la vida urbana, en lugar de constituir/normalizar al ciudadano como identidad homogénea titular de derechos y reconocida en función de esa titularidad?

La ciudadanía, en otras palabras (en tanto que “cuidadanía”, utilizando el juego de palabras de Precarias a la deriva, 2004), gira en torno al papel constitutivo del cuidado en el tejido de la vida urbana y social. En Trieste, esta cuestión se enunció inicialmente de dos maneras: como problema institucional (cómo desmantelar la tendencia institucional a objetualizar la sociabilidad) y como desafío institucional (cómo inventar prácticas transformadoras dentro de la institución, prácticas capaces de sostener la libertad de quienes se encuentran en un momento de fragilidad).

La desinstitucionalización fue una práctica dirigida a reclamar la subjetivación-otra contra los modos objetualizadores de la institución total: una objetualización que no solo afectaba a los cuerpos confinados de los internos, sino también a los de los trabajadores que ejercían de técnicos de la opresión. Resulta fructífero analizar las objetualizaciones practicadas por la psiquiatría como límite de la tendencia de todas las instituciones a reproducirse a sí mismas (y a reproducir su poder sobre la sociedad) en lugar de sostener la reproducción social (y la invención permanente, Rotelli, 1988) de medios colectivos organizados para responder a los deseos sociales (tal y como define más o menos Gilles Deleuze, 2004, una institución).

En Trieste, esta práctica de ciudadanía como emancipación se articuló en la dimensión molar, como ataque contra el orden de la institución: a través de movimientos sociales, crítica médica, campañas en los medios de comunicación, procesos legales y conflictos urbanos, a través de la regulación legal y la producción institucional y de un largo etcétera de estrategias, todas dirigidas a defender la invención de una práctica diferente del cuidado. Al mismo tiempo, esta práctica ha sido y sigue siendo un experimento en torno a una comprensión radical de la ciudadanía, como esfuerzo de cuidado que involucra a usuarios y ciudadanos dentro de una política molecular que cuida.

Con la intención de contribuir a este experimento, me adentro en esta ecología del cuidado (o en estas ecologías que cuidan, puesto que el cuidado es un proceso y siempre se da en plural). Ecología del cuidado significa, entonces, tejer cuidados (y sentido) a través de los modos siempre impredecibles y no resueltos de la reproducción social; tejer cuidados a través de la composición de diferentes procesos de transformación subjetiva; tejer cuidados “con lo que nos rodea” (Stengers, 2013, pero también Harney y Moten, 2013, o Deleuze y Guattari, 1988), es decir, reconociendo la interdependencia del cuidado dentro de la organización social, mental y medioambiental de la vida cotidiana.

Las ecologías que cuidan se mueven por las tensiones y las composiciones vivas del cuidado, dentro, alrededor y por fuera de la práctica institucional. Tomando el espacio de Trieste como terreno para esta imaginación concreta, utilizaré las próximas páginas para intentar bosquejar la ecología del cuidado como un ensamblaje de conceptos, materialidades, relaciones y experiencias.


Trieste, città libera?

Esta historia se desarrolla en un espacio singular, Trieste. A lo largo del Siglo XX, Trieste fue casi siempre un confín ante lo desconocido: borde de la crisis del imperio austrohúngaro después de la Gran Guerra; límite de expansión del régimen fascista italiano; última baliza de la “democracia” occidental, junto al extremo del telón de acero.

En verdad, Trieste ha sido una frontera a lo largo de los siglos: lugar de intercambio global y de convivencia entre religiones, comunidades y culturas. La caída del imperio austrohúngaro y la inclusión de Trieste como parte de Italia provocó el hundimiento de la ciudad como centro financiero, así como el surgimiento de conflictos de identidad entre italianos, eslavos y otros grupos étnicos de la localidad. Desde la década de 1950, las oleadas de migraciones desde Yugoslavia sostuvieron el desarrollo de fábricas de acero y de otras industrias. Después de la crisis industrial de la década de 1980 y de la caída del telón de acero, Trieste entró en una larga crisis económica y medioambiental, complicada por la realidad demográfica de una población envejecida.

En este lugar de inercia, el movimiento basagliano creó una ruptura plural y global desde finales de la década de 1960. La historia arrancó en 1961, en la ciudad de Gorizia, donde Franco Basaglia y su equipo transformaron el manicomio en una comunidad terapéutica, a la vez que ponían en cuestión la relación de poder incrustada en su propia práctica de reforma institucional, hasta que el modelo de Gorizia entró en crisis en 1968, cuando la imposibilidad de colaboración con el gobierno local llevó a Basaglia a dimitir. Ya en 1964, con La destrucción del Hospital Psiquiátrico como lugar de institucionalización (Basaglia, 1964), se definió un nuevo marco para la psiquiatría crítica y radical, que incluía una autocrítica del propio modelo de comunidad terapéutica con el que habían estado experimentando.

Inspirado en la fenomenología, Basaglia distinguía entre, por un lado, el sufrimiento psíquico temporal y la fragilidad de personas que necesitaban cuidado y, por otro, la institucionalización, que él identificaba como problema principal. Lo que había que eliminar y transformar en primer lugar era la función violenta y drástica de la psiquiatría (y de la medicina) en los procesos de cuidado.

En el manicomio tradicional, el manicomio frenológico, la psiquiatría, sostienen Franco Basaglia y Franca Ongaro (1987), es una práctica de violencia que basa su legitimidad en una idea totalitaria de la relación entre Estado y sociedad. En este marco, cuidar no es una opción (y el cuidado se convierte en una práctica de represión y control). Sin embargo, el descubrimiento y el uso de nuevos enfoques farmacológicos después de la II Guerra Mundial permitió a Basaglia defender un rechazo radical de los mecanismos tradicionales del manicomio y proponer un nuevo planteamiento del cuidado. En este nuevo marco farmacológico, institucional y político, la desinstitucionalización, la psicoterapia institucional, la psiquiatría radical, la antipsiquiatría, la etnopsiquiatría y otras variantes cobraron una centralidad renovada, primero en Inglaterra y Francia y, más tarde, en Italia, Alemania, España y Brasil.

Nacido entre los seguidores de las prácticas institucionales radicales de John Connolly y otros a finales del siglo XIX, este debate floreció en torno a la experiencia de Saint Alban y La Borde en Francia, el Hospital Militar de Northfield y la práctica antipsiquiátrica del Kingsley Hall y de la Asociación de Filadelfia, en Reino Unido, así como el movimiento italiano antiinstitucional, en particular en Trieste, Trento y Reggio Emilia.

En Italia, algunos de los principales participantes en estos debates fueron Franco Basaglia, Franca Ongaro, Mariagrazia Giannichedda y Franco Rotelli. También fueron y son importantes las publicaciones de Giovanni Jervis, Mario Tommasini, Assunta Signorelli, Giovanna Del Giudice, Giovanna Gallio, Mariagrazia Cogliati y Peppe Dell'Acqua. Al mismo tiempo, pensadores como Michel Foucault, Mony Elkaïm y Robert Castel y artistas como Marco Bellocchio, Silvano Agosti, Dario Fo y Franca Rame, entre muchos otros, ampliaron el espacio de la crítica más allá de la psiquiatría.

Hubo y hay muchas personas involucradas, pero, fundamentalmente, esta nueva práctica de cuidado en Trieste fue posible gracias a una nueva generación de usuarios/as, enfermeros/as, médicos/as y ciudadanos/as que habitaron el manicomio desde la década de 1970 a partir de una idea del mismo como lugar de experimentación y debate: cientos de personas voluntarias, artistas, activistas y estudiantes que, a lo largo de las décadas de 1970 y 1980, fraguaron la realización material de una imaginación colectiva de libertad y emancipación como base para el cuidado. Todas estas personas juntas, aliadas, partes y contrapartes de la gestión institucional, imaginaron y sostuvieron una intrusión en la institución que provocó una nueva comprensión de cómo tratar la salud mental, pero también una invasión que fue capaz de resistir a los contraataques conservadores y a la restauración de los modelos tradicionales.

Algunos hechos históricos para aterrizar mis reflexiones en torno a las ecologías que cuidan de Trieste: en 1971, Franco Basaglia fue nombrado director del Manicomio, con el mandato político del presidente regional democristiano, Michele Zanetti, de cerrar de manera definitiva el Hospital Psiquiátrico. En aquel momento, había 1.300 internos en Trieste; más de 100.000 personas confinadas en Italia. Después de una profunda labor social, médica, política y mediática, en 1978 se aprobaba en Italia una ley que dictaba una reforma estructural, prohibía la reclusión, reconocía la inalienabilidad de los derechos políticos, sociales y civiles de los usuarios y usuarias y definía un protocolo para el desmantelamiento de todos los hospitales psiquiátricos y la institución de servicios locales y comunitarios y de secciones de psiquiatría en los hospitales generales.

No obstante, dentro de estos debates y prácticas, la desinstitucionalización no se entendía como un proceso de reforma que instauraría una nueva relación de poder, menos violenta tal vez, articulada en torno a la negociación sobre nueva medicación y servicios abiertos. En lugar de ello, la estrategia del movimiento de psiquiatría radical italiano de la década de 1970 era destruir la institución de tal modo que la desinstitucionalización del manicomio formara parte de una crítica más amplia de la medicina y del Estado de bienestar.

“Con el hospital a las espaldas, no se puede”, me dijo hace poco Alessandro Saullo, un psiquiatra de la nueva generación, cuando me explicaba la lógica de destrucción que existía en aquel entonces: si el hospital psiquiátrico se mantiene como amenaza disciplinaria para las personas con sufrimiento, la salud mental no puede desplegarse como práctica de emancipación. El viaje de recuperación no puede ser solo de sanación; es un viaje de emancipación, de apropiación de los lugares y de los objetos de la vida como terreno autónomo para la producción de nuevas relaciones sociales, tanto dentro como fuera de la institución y, por lo tanto, solo puede darse a través del sistema de bienestar y, al mismo tiempo, en la dinámica abierta de la vida urbana. Mariagrazia Giannichedda (2015) resume este esfuerzo como la capacidad del sistema sanitario público (esto es, el Estado) de sostener la libertad constitutivamente difícil de la vida urbana. Lo que se pone en juego es el proceso de subjetivación, en contraposición con la objetualización institucional de la persona con sufrimiento, pero también, a través de la política de las cosas, en tanto que implicación activa con la cuestión de cómo enriquecer, en términos materiales, esas vidas reducidas a existencias desnudas: rompiendo las cerraduras, quitando las correas de contención de las camas, eligiendo mobiliario adecuado para los lugares donde vive la gente y, en general, pensando políticamente sobre los lugares y sobre los objetos de la vida.

Este proceso de emancipación implicaba no solo una transformación cultural y una lucha política, sino también la desobediencia colectiva de leyes y la producción de nueva jurisprudencia que reconociera los derechos políticos, civiles y sociales de las personas internas en el manicomio. Y aunque la ley de 1978 prohibía la institucionalización, la aplicación de la reforma se desarrolló de modo desigual a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. El último manicomio italiano cerró oficialmente en 1999, pero las prácticas y los protocolos de la asistencia sanitaria que tienen por objetivo declarado ayudar a las personas con sufrimiento siguen siendo problemáticos en la mayor parte del país.

Tras la muerte de Basaglia en 1980, su equipo, a través del duelo y del profundo compromiso, reconstruyó la radicalidad de este proceso y la tradujo en la afirmación de una lógica urbana del cuidado. En Trieste, cuando se cerró el manicomio en 1981, los cuidados ya estaban descentralizados. Los centros de cada Distrito de la ciudad estaban abiertos 24 horas al día, siete días a la semana: las puertas estaban abiertas; desde finales de la década de 1980, se organizaron decenas de cooperativas sociales con el apoyo del Departamento de Salud Mental, que también financió becas de estudios, presupuestos comunitarios y otras formas de apoyo económico. En la actualidad, esta ecología incluye pisos, servicios de proximidad, mecanismos para la integración familiar o para la vida independiente de usuarios y usuarias. Partiendo de la creación de los Distritos de salud territorial[2] a principios de la década de 2000 y de los programas locales integrados en 2005, ambos analizados más adelante en el texto, la extensión de la crítica basagliana a la práctica médica general transformó la atención sanitaria comunitaria y el hospital general, conduciendo finalmente a nuevas regulaciones legislativas como la Ley Regional de Reforma del Sistema Sanitario de 2014.

Pero para entender la complejidad de la ecología del cuidado, resulta también útil entender la configuración subjetiva de los trabajadores del sistema público de atención sanitaria de Trieste. La composición es heterogénea y puede esbozarse de la siguiente manera: más allá de las personas que formaron parte del equipo de Basaglia en la década del 70 (en estos momentos jubilados del trabajo, pero aún muy activo), habría un primer grupo que ocupa posiciones ejecutivas y que procede de la larga trayectoria del movimiento basagliano. Dentro de este grupo, algunos mantienen un compromiso político con todo el sistema de atención sanitaria y de cuidados, mientras que otros se centran en el desarrollo de prácticas de atención radicales pero disciplinarias, dentro de la psiquiatría y más allá de ella. El segundo grupo de profesionales ha accedido al sistema de salud por la clásica vía promocional y está bastante alejado de la ética del movimiento basagliano. Por último, existiría un tercer grupo, más joven y pequeño que los otros dos, que ha llegado a Trieste atraído por el legado basagliano y por el trabajo en servicios experimentales de salud mental y salud urbana. Al mismo tiempo, el espacio de las cooperativas de la economía social en torno al cuidado hoy involucra a cientos de personas como cuidadoras y usuarias, que tienen un apego afectivo y moral al movimiento basagliano. La mayoría de los trabajadores más jóvenes del sistema sanitario (que emplea a cerca de tres mil personas) no son conscientes de la singularidad del sistema; muchos habitantes de la ciudad saben de la excepcionalidad del modelo triestino de prestación de cuidados y del legado basagliano, pero la mayoría no.

La reinvención permanente y abierta del proceso basagliano se erige sobre estas aguas movedizas, constituyéndose en el día a día a través de la apropiación (y la dificultad para apropiarse) de los espacios institucionales. Se trata de desbaratar aquello que separa los lugares del cuidado de la vida social, sacando el cuidado de las instituciones y poniéndolo en el centro de la vida de la ciudad (desplegando, pues, un “cuidado de los lugares, en vez de lugares de cuidados” en palabras de Ota De Leonardis y Emmenegger, 2005).

Lo que está en juego es la frágil posibilidad de afirmar un sentido común diferente, como práctica de activación a través de las instituciones (un sentido común no en sus connotaciones kantianas, sino más bien algo próximo a lo que Christoph Brunner, 2018, denomina un “sentido activista”): un sentido común de emancipación que pueda sostener una práctica instituyente diferente y radicalmente democrática, inmersa en las dinámicas y las contradicciones de la vida urbana. Y, por último, un sentido común del Estado como lugar de cristalización de recursos que pueden utilizarse para sostener los bienes comunes. Tal y como lo formula Franco Rotelli, “¿y si recreásemos estos puntos de encuentro, esta nueva alianza, entre las instituciones designadas y las personas? Podríamos entonces verdaderamente imaginar que los ciudadanos se constituyen como aquellos que tienen derecho al cuidado y que este cuidado sea una responsabilidad de la ciudad: una ciudad que cuida por todos y cada uno de sus ciudadanos y que, al hacerlo, constituye la ciudadanía y se constituye como ciudad” (2019).

Este sentido común responde a la posibilidad de seguir clavado a las vulnerabilidades de la vida social, en la hermosa paráfrasis de Donna Haraway que hace Nic Beuret (2018). Ofrece una vía para trasvasar los recursos operativos del Estado hacia los procesos ricamente múltiples de la reproducción social. Este intento, y su permanente fracaso, es el punto de partida de este viaje a través de las ecologías que cuidan, donde los conceptos, materialidades, relaciones y experiencias que relampaguean desde la experiencia triestina pueden tal vez permitirnos pensar nuestro presente “en el instante de un peligro” (Benjamin, 2009).

 

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[1] Llevo implicado con la ecología de cuidados de Trieste varios años y desde diferentes roles. Llegué la primera vez en 2014, como investigador del Ministerio de Salud Pública de la República de Ecuador y participé en un taller intensivo junto con una delegación de psiquiatras de China. Conocí entonces a Giovanna Del Giudice; volví unos meses más tarde, en 2015, y empecé a colaborar con Giovanna y con la Conferenza Permanente por la Salud Mental en el Mundo “Franco Basaglia”; organicé también una serie de debates y talleres en Barcelona, con Radio Nikosia. En 2016, pasé la primavera y los primeros meses del verano en Trieste, con el apoyo financiero de la Fundación Rosa Luxemburgo y la mentoría de Isabell Lorey, desarrollando una iniciativa de investigación-acción en el Centro de Salud Mental de Domio, con el Grupo de Apoyo Mutuo y en el centro de salud “comunitaria” de los barrios de Ponziana y Zindis. Después de esto, en colaboración con Marta Malo, Marta Pérez e Irene R. Newey, articulamos Entrar Afuera, un diálogo entre trabajadores sociales, de cuidados y de la salud en Europa, con la colaboración de la Agencia Sanitaria de Trieste y del Ayundamiento de Madrid y con el apoyo del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. Al mismo tiempo, con un grupo de trabajadores triestinos, entre los que están Margherita Bono, Paola Comuzzi, Michela De Grassi, Sari Massiotta, Monica Ghiretti, Federico Rotelli, Federica Sardiello, Alfio Stefanich y Davide Vidrih y el apoyo de la Facultad de Derecho de Kent, en la Universidad de Kent, empezamos a colaborar con el programa de salud comunitaria “Well Communities” de Londres. A lo largo de los años, también se han sucedido otras colaboraciones con la Cooperativa Social La Collina, Radio Fragola Gorizia, los Departamentos de Salud Mental de Trieste y de Gorizia, la Cooperativa Social Agrícola Monte San Pantaleone y muchas otras personas y grupos de Trieste y sus alrededores. Mis reflexiones sobre la ecología del cuidado han nacido en estos espacios de debate, junto con otras prácticas, visiones e interprelaciones de toda una serie de grupos, que incluyen Entrar Afuera en España, el Proyecto Barco en Bari, la Red de Psiquiatría Radical de Nottingham, A Pesar de Todo en Atenas, Raum Station en Zurich, la Casa Azul en Málaga, la Facultad de Derecho de Kent, la Facultad de Ciencias Políticas de Kassel, la Escuela de Arte de Zurich y la Facultad de Gestión de Leicester (así como algunas conferencias académicas): por supuesto, no se trata de las instituciones, sino de las personas que las habitan y muchas otras que han participado en las conversaciones, las noches y los encuentros que han forjado estas reflexiones. Martha Schulman no solo ha ejercido de editora al revisar este texto, sino también de amiga con la que conversar y estoy muy agradecido a su ingenio mordaz. Esta diversidad de prácticas, configuraciones y trayectorias constituye el terreno desordenado que intento sintetizar aquí como punto de vista propio sobre esa labor colectiva, compleja y abierta que teje las ecologías cuidadoras de Trieste. Afortunadamente para mí, conocer en 2014 a Giovanna supuso entrar en contacto con muchas voces y abrir un espacio plural, crítico y múltiple de conversación con personas en diferentes lugares. Aunque no nombro en estas páginas a Andrea, Beatrice, Carol, Claudia, Davide, Ecaterina, Elena, Elisa, Frida, Grazia, Guillermo, Lara, Letizia, Marco, Mario, Michela, Naomi, Nicole, Patricia, Patrick, Pina, Sandro, Valentina, Yulia, un Adam, dos Alessandros y dos Fabios, han sido mis interlocutores todos estos años, han formado mi compromiso conceptual y material con la ecología del cuidado y han hecho que mi vida en Trieste sea dulce y cálida.

[2] Los Distritos son los dispositivos asistenciales territoriales de la red sanitaria de la región de Friuli-Venezia Giulia, de la que Trieste es la capital [N. de la T.]