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02 2007

Sobre el universalismo

Un debate con Alain Badiou

Étienne Balibar

Traducción de Pilar Monsell, revisada por Joaquín Barriendos y Marcelo Expósito

Agradezco la oportunidad que se me ha brindado de intercambiar públicamente palabras e ideas y, si se da la ocasión, de discutir con Alain Badiou acerca de temas como el “universalismo” y la “universalidad” [1]. No es la primera vez que lo hemos hecho a través de nuestra larga relación como colegas intelectuales; quizá, en cierto sentido, éste ha sido siempre nuestro objeto compartido y quizá nuestro tema herético. Pero a lo largo de los años cada uno de los dos lo ha seguido trabajando a su manera, y puede que las circunstancias nos hayan llevado a tener que resaltar nuevos aspectos.

Estoy firmemente convencido de que un discurso filosófico acerca de las categorías de universal, universalidad y universalismo, un discurso sobre sus significados y sus usos, tiene que ser crítico. No puede ser simplemente un discurso histórico que se limite a enumerar y contextualizar los discursos sobre lo universal, algunos de los cuales afirman ser a su vez discursos universalistas; tampoco puede ser simplemente un discurso que confirme la existencia de estos otros discursos o que intente sumarlos a una lista de por sí ya larga de los mismos. De esta manera (algunos) hemos tendido a ser cautos frente al discurso filosófico de lo universal, escépticos incluso, porque hemos aprendido que la distancia entre teoría y práctica, entre principios y consecuencias, entre expresiones cognitivas y performativas, es intrínseca al lenguaje mismo del universalismo, o, como yo prefiero decir en términos más generales, es intrínseca a cualquier lenguaje que se esfuerza por “hablar lo universal”, como en efecto hacen nuestros discursos de esta tarde[2].

La ambigüedad arriba señalada adopta múltiples formas. En particular, adopta la forma de enunciaciones universalistas idénticas que cobran significados opuestos y producen efectos opuestos dependiendo de cuándo, cómo, por quién y a quién están dirigidas; asimismo, adopta la forma de discursos universalistas que legitiman o instituyen exclusiones, y lo que resulta aún más perturbador, la de discursos universalistas cuyas categorías se basan en exclusiones —por ejemplo en la negación de la otredad o la alteridad—; y a veces también incluso adoptan la forma inversa a la anterior, la de discursos particularistas o diferencialistas que se convierten en premisas paradójicas para la invención de nuevas y ampliadas formas de universalismo, determinando el contenido de éste. Parecería (y aún estoy a la espera de que se argumente lo contrario) que el universalismo nunca está simplemente haciendo lo que dice, o diciendo lo que hace. En consecuencia, lo que creo es que la tarea de un filósofo (o de un filósofo en la actualidad, en el momento presente) con respecto a la universalidad es precisamente comprender la lógica de estas contradicciones y, en un modo dialéctico, investigar sus aspectos dominantes y subordinados, para revelar cómo operan y cómo pueden ser desplazados o distorsionados mediante la interacción entre teoría y práctica, o si se prefiere, entre el discurso y la política. Por tanto, lo que no admito —y ello supone ya un gesto de exclusión, o quizás un gesto que excluye lo exclusivo— es un alegato a favor o en contra del universalismo en cuanto tal, o de cualquiera de sus nombres históricos.

Espero, sin embargo, que este tipo de actitud crítica, la cual me gustaría exponer en forma de “dialéctica negativa” (dejando aparte los usos previos de esta expresión), y cuyos efectos no puedo por completo anticipar, no sea malinterpretada hoy. Mi actitud no surge del hecho de que yo vacile o sea ambiguo en mi compromiso con determinadas formas de secularismo. Permítanme recordar aquí algunos de sus nombres o nociones clave: secularismo, derechos humanos, democracia, igualitarismo, internacionalismo, justicia social, etcétera. Pero no me parecería suficiente, ni siquiera seguro, salir a la calle o entrar en una sala de conferencias haciendo declaraciones como “estoy por el secularismo” (por tanto, contra el comunitarismo religioso o cultural), “estoy por el internacionalismo” (por tanto, contra la lealtad nacional, que en algún lugar he descrito como realmente indistinguible del nacionalismo, que en sí mismo no carece de aspectos universalistas), etcétera. O al menos no lo haría sin lanzar inmediatamente preguntas como: ¿qué secularismo?, ¿qué democracia?, ¿qué internacionalismo y nacionalismo?, etcétera; y también: ¿para qué?, ¿bajo qué condiciones? “Tout tient aux conditions”: las condiciones son siempre determinantes, como mi maestro Althusser, que ciertamente no era un relativista, solía decir. Y es debido a mis pretensiones de incorporar algunas de sus condiciones (incluidas las condiciones negativas, o las “condiciones de imposibilidad”) dentro del discurso del universalismo, o por decirlo más filosóficamente, porque quiero bosquejar un discurso del universalismo que abra la posibilidad de incorporar dentro del mismo sus condiciones contradictorias, las contradicciones que siempre afectan a sus condiciones, que adopto un punto de vista crítico y dialéctico.

Y ahora, después de estos preliminares, al mismo tiempo demasiado largos con respecto al corto tiempo que se nos ha otorgado y demasiado rápidos como para no resultar superficial, déjenme indicar cuáles son las tres direcciones a las que apunta el punto de vista expresado y que a mí me resultan particularmente significativas. Una dirección trata sobre los dilemas o las enunciaciones del universalismo que en la filosofía adoptan una forma dicotómica; una segunda dirección trata sobre la ambivalencia intrínseca de la institución de lo universal, o de lo universal como “verdad”; finalmente, una tercera dirección trata sobre lo que, de una forma cuasi weberiana, me gustaría llamar la responsabilidad (o responsabilidades) que implica una “política de lo universal”, con la que muchos de nosotros estamos comprometidos.

Permítanme empezar con algunas palabras sobre aquellos dilemas y dicotomías que, desde el comienzo, han caracterizado nuestras disputas entorno al universalismo. Es en efecto intrigante, aunque también revelador, que la mayor parte de los argumentos sobre el universalismo, que combinan distinciones lógicas con elecciones éticas o políticas, construyan simetrías, emparejamientos, o dilemas entre nociones, concepciones o realizaciones opuestas del universalismo. De hecho, se podría sugerir que el contenido de la oposición es siempre el mismo, al menos en la era moderna, y que sólo se reformula para adaptarse a diferentes contextos; pero esta afirmación no resulta completamente satisfactoria debido a que deja fuera la cuestión de la “condiciones”. Una aproximación dialéctica, siguiendo el ejemplo de Hegel en su fenomenología de las universalidades en conflicto[3], trataría de describir esos dilemas en sus propios términos, tomándolos en firme con el fin de descubrir qué es lo que está en juego, en cada ocasión, en la manera en que se oponen. Semejante aproximación también explicaría por qué los debates acerca de la oposición entre lo universal y lo particular, o a fortiori la oposición universalismo versus particularismo, son mucho menos interesantes e importantes que los debates que oponen diferentes concepciones de lo universal, o diferentes universalidades; explicaría por qué de hecho estos debates sólo abarcan una defensa estratégica de una concepción de lo universal como “negación” de su opuesto, es decir, lo que se presenta como lo particular.

Ya que hace algunos años argumenté a favor de distinguir entre universalismo intensivo y extensivo, soy particularmente sensible a este primer aspecto dialéctico[4]. Por entonces yo estaba particularmente interesado en la figura del ciudadano y en la historia de la institución de la ciudadanía, en sus efectos excluyentes e incluyentes. En la era moderna, la ciudadanía se ha asociado estrechamente, casi se ha identificado, con la nacionalidad. Expliqué que el nacionalismo, pero también otras formas de universalismo en el sentido de supresión o neutralización de diferencias naturales y sociales, como es el caso de los grandes discursos religiosos de la redención, tuvieron una orientación dual. Una orientación estaría dirigida a establecer igualdad o a suprimir distinciones, tanto en la realidad como en lo puramente simbólico, en el seno de una cierta comunidad que se basa precisamente en esa supresión, comunidad que podría ser tanto pequeña como grande, dependiendo de la circunstancias. La otra orientación estaría dirigida a eliminar cada límite o frontera preestablecidos que limitasen el reconocimiento y la implementación de esos principios, buscando en última instancia crear un orden cosmopolita, que podría implementarse ya sea de una manera revolucionaria, desde abajo por así decir, ya sea de manera imperialista, desde arriba. Lo que yo sostenía es que, aunque resulten radicalmente opuestas y de hecho sean incompatibles, ambas orientaciones sirven para ilustrar la lógica de la universalidad, que quizá expresaríamos mejor con el término “universalización”.

Por aquellos años, exactamente en 1989, Michael Walzer pronunció sus Tanner Lectures sobre el tema Nación y Universo. La primera parte de sus conferencias se titulaba “Two Kinds of Universalism”, y en ella confrontaba dos tipos de universalismo (mostrando su preferencia por el segundo): un “universalismo del derecho omniabarcante” [a covering-law universalism], que incluye todas las demandas de derechos dentro de la misma justicia y todas las experiencias de emancipación dentro de la misma narrativa, frente a lo que llamaba “universalismo reiterativo” [reiterative universalism], cuyo principio inmanente sería la diferenciación, o más bien la capacidad que los valores morales y las definiciones de derecho tienen virtualmente de emular y comunicar en un proceso de reconocimiento mutuo[5]. Entre estas dos dicotomías (por una parte, mi propio dilema intensivo versus extensivo, y por otra el dilema omniabarcante versus reiterativo de Walzer) había obvias afinidades y llamativas discrepancias, que podrían llegar a ser muy interesantes si fuese mi intención entrar en un debate y, en particular, hacerlo a través de algunos temas en concreto, como puede ser el tema del nacionalismo. Pero ahora no tenemos tiempo para eso, así que permítanme mostrar sencillamente que, tan pronto como entramos de veras en el debate sobre el universalismo, tales dicotomías, simétricas y asimétricas, o si lo prefieren descriptivas y normativas, se hacen ineludibles. Son una buena señal del hecho de que cada hablante (y cada discurso) de lo universal está localizado dentro, y no fuera del campo de discursos e ideologías que él/ella/ello quiere mapear.

No puede ser casual que muchos, quizás la mayoría, de los discursos acerca del universalismo y lo universal adopten la forma refutativa que los Griegos llamaron elencus, al hablar no tanto de lo que lo universal es sino más bien de lo que no es o no sólo es lo universal. Es efecto, no hay un metalenguaje de la universalidad; el camino más seguro para destruir la universalidad de un discurso universalista es afirmar que se sostiene en un metalenguaje de la universalidad, como Hegel ya sabía. Pero hay posibilidades de ejercer desplazamientos y elecciones estratégicas entre las categorías que conceden un valor explicativo o inyectivo concreto a la distinción entre formas antitéticas de universalismo. Para clasificar estas categorías, y también para mostrar cómo es que estas categorías pueden ser viejas y, al mismo tiempo, renovarse periódicamente, se podría esbozar una historia especulativa de la universalidad y las universalidades, en la cual resulta tentador embarcarse puesto que podría arrojar más luz sobre algunas controversias contemporáneas.

Encontramos, por ejemplo, la oposición entre verdadera y falsa universalidad. Un buen ejemplo reciente nos lo brinda el propio Alain Badiou, quien, al comienzo de su ensayo sobre San Pablo[6] opone un verdadero universalismo de la igualdad (eliminando o deponiendo diferencias genealógicas, antropológicas o sociales tales como Judío y Griego, Hombre y Mujer, Amo y Esclavo, cuyo principio fue transmitido por el Cristianismo y después secularizado por el republicanismo moderno) y un falso universalismo o “simulacro” de universalismo (aunque podrían surgir problemas derivados del hecho de que el simulacro es en un sentido mucho más real, o efectivo, que la versión “verdadera”), esto es, el universalismo del mercado mundial liberal (o quizá de la representación liberal del mercado mundial), el cual se basa no en la igualdad sino en la equivalencia, permitiendo por tanto una reproducción permanente de identidades rivales al interior de su homogeneidad formal. Este segundo término lleva la noción de “universalismo extensivo” al extremo: la idea de que el universalismo extensivo es un producto ontológico de su propia extensión, o de su territorialización o desterritorialización. Esto tiene muchos antecedentes filosóficos, de entre los cuales yo resaltaría la distinción rousseauniana entre la “voluntad general” y la “voluntad de todos”. A esa idea de Badiou, ciertamente, Marx hubiera opuesto fuertes objeciones, pues destinó mucho tiempo de su vida intelectual a mostrar no sólo que la universalidad del mercado es “real”, sino también que es “verdad”, es decir, que proporciona una base ontológica para la representación jurídica, moral y política de la igualdad. Resulta interesante que otra influyente contribución a los actuales debates acerca del universalismo tenga que ver con lo que Dipesh Chakrabarty —y pienso aquí en su Provincializing Europe. Postcolonial Thought and Historical Difference— llama “equivalencia” o “conmensurabilidad”, asociándolo a las “metanarrativas” del valor (o del valor-trabajo) y el progreso como una forma dominante de universalismo cuyos resultados, en efecto, contradicen sus demandas igualitarias. Pero Chakrabarty extrae de ello conclusiones opuestas. En su terminología, “traducción” es un nombre genérico para la universalidad, de tal manera que confronta “dos modelos de traducción”. Basándose ampliamente en una cierta representación romántica de la singularidad de los lenguajes y las culturas, describe la antítesis de la equivalencia —que es también una forma de universalismo o de traducción que se basa en el reconocimiento de lo “intraducible”— como lo heterogéneo, lo “no moderno” (más que lo posmoderno) y lo “antisociológico”. Más que la antítesis entre lo verdadero y lo falso, lo que resulta relevante en este planteamiento de Chakrabarty son las viejas categorías de lo Uno y lo Múltiple, por lo que podríamos hablar de un universalismo de lo Uno (o de la unidad) y un universalismo de lo Múltiple (o de la multiplicidad), donde la característica esencial de la multiplicidad es que excede toda posibilidad de subsunción, y por tanto excede cualquier denominación común, o sólo puede adoptar la forma de “denominación negativa”. Se trata de una larga historia que se retrotrae a los conflictos entre religiones monoteístas y politeístas en el antiguo mundo grecosemítico, pero que también domina completamente las oposiciones de la Ilustración moderna, tal y como ejemplifica la “guerra de universales” entre los seguidores del concepto fuertemente unívoco, en efecto monoteístico, de la universalidad del imperativo categórico de Kant, y el concepto no sólo historicista sino también politeísta de historia mundial de Herder, en el cual la unidad sólo existe como la causa ausente de la multiplicidad armónica de las culturas.

Ahora bien, como ya dije, tales antítesis pueden ser desplazadas teorética y prácticamente, aunque sólo puedo mostrarlo ahora de manera muy esquemática. Tanto Kant como Herder fueron cosmopolitas típicos; encarnaron los dos modelos de cosmopolitismo que han sido hasta hoy dominantes en el uso de esta noción. Pero tomemos ahora como ejemplo la discusión que se dio entre Derrida y Habermas[7]. Ambos son profundamente kantianos, ya que los dos se refieren a la definición kantiana de Weltbürgerrecht [derecho cosmopolita], aunque podríamos decir que en su disputa enfatizan retrospectivamente una escisión dentro del propio discurso de Kant, evidente si se observa la distancia que existe entre La religión dentro de los límites de la mera razón y la Doctrina del Derecho. Habermas definía el cosmopolitismo como el límite o el horizonte de una línea de progreso que tiende (no sin obstáculos ni resistencias) a sustituir las relaciones internacionales con una “política interna mundial” (Weltinnenpolitik) que consistiría no tanto en una integración global institucional como en una exclusión institucional de la exclusión. Y Derrida aceptaba la consigna cosmopolita con la condición de que ésta llegara a ser asociada, a través de nombres tales como “hospitalidad” o “justicia” (o más bien hospitalidad y justicia “incondicionales”), con una crítica radical de los fundamentos legales de la política. Pero esto no impide que unan sus fuerzas después del 11-S, no sólo contra una cierta forma de unilateralismo soberano y una generalización del modelo político belicista, sino también a favor de una cierta construcción de la esfera pública global, trasnacional y transcultural, en lo que yo me atrevería a llamar una cierta “política de lo universal”. El viejo Spinoza quizás podría ver en ello una ilustración de su idea, tal y como la expuso en su Tratado teológico-político, de que, en determinadas circunstancias o en ciertas condiciones, premisas teóricas opuestas o conceptos contradictorios de lo universal pueden conducir en la práctica hacia las mismas consecuencias. Y, efectivamente, lo contrario también es cierto.

Me gustaría hacer alusión ahora —y tendrá que ser también de modo telegráfico— a otro aspecto de la dialéctica de la universalidad al cual he dedicado alguna atención no sólo en el pasado sino también más recientemente. Este aspecto tiene que ver con la institución de lo universal, o incluso con la institución de lo universal como verdad, lo que implica por tanto la dificultad adicional de que no puede ser contradicho desde dentro, esto es, sobre la base de su propia lógica o sus propias premisas. Ello no se debe al hecho de que sea impuesto por alguna autoridad externa o por un poder que prohíba la contradicción o la refutación, sino porque la contradicción está ya incluida en la propia definición de lo universal. Como veremos, esto se relaciona estrechamente con el hecho de que ciertas formas de universalidad obtienen su fuerza institucional no del hecho de que las instituciones en las que se corporizan sean en sí mismas absolutas, sino más bien del hecho de que son el lugar de interminables disputas acerca de cuál es la base de sus propios principios o de su propio discurso.

Estas reflexiones carecen de sentido y son incomprensibles a menos que las refiramos, o por lo menos aludan, a algún caso. No voy a negar que el caso que tengo en mente está determinado ideológicamente y orientado políticamente; incluso puede que mis reflexiones sólo sean válidas para este caso. Esto significaría que la historia de la universalidad está de hecho compuesta tan sólo de singularidades. La universalidad singular en la que estoy pensando no es la enunciación paulina de la igualdad de los fieles transferida después a los seres humanos, sino más bien algo así como un principio cívico diferente, o una propuesta de “igualdad-libertad” (la cual sugiero leer como un término único: igualibertad [equaliberty]). Esta fórmula aparece en inglés en algunos panfletos de los Levellers[8] británicos del siglo XVII, lo que indica su relación cercana a los ideales de las llamadas “revoluciones burguesas”. Pero hunde sus raíces en una tradición mucho más antigua, en la Ley Romana y la filosofía moral, y también, quizá más significativamente (aunque esto implique algunos problemas de traducción), en los ideales y discursos democráticos de la polis griega. Y genera además efectos continuados, viene a ser reiterada (por tanto iterada) hasta nuestros días en el seno de las instituciones democráticas y los movimientos sociales, tanto del lado liberal como del socialista. Dejo esto a un lado ya que, efectivamente, sería una larguísima historia. Baste con recordar las formulaciones gemelas de las declaraciones estadounidense y francesa de 1776 y 1789 respectivamente, las cuales ya representaban una iteración interesante dentro del evento “originario”, o bien inscriben la reciprocidad constitutiva de equality [igualdad] y liberty [libertad] (o freedom [libertad], o independence [independencia]...)[9] al interior de contextos parcialmente convergentes y parcialmente divergentes. Aunque la manera en que yo entiendo cómo actúa esta proposición deriva en gran parte de las reflexiones de Hannah Arendt sobre qué significado tiene para la institución de lo político, no comparto sin embargo su visión de que tenemos por un lado una “revolución (o constitución) de libertad” y por el otro una revolución de igualdad (y “felicidad”). Yo diría, por el contrario, que tenemos en ambos casos enunciación fuerte y absoluta de la conexión necesaria entre los dos conceptos, aunque con una tensión permanente que revela algo así como un equilibrio “imposible”.  

De entre las reflexiones que he dedicado hasta fecha de hoy a este asunto[10], me gustaría recordar tres ideas:

1) La primera idea es la de la estructura refutativa de la proposición o, si se prefiere, la de cómo encarna un elencus, una “negación de la negación”. En los textos constitucionales, la proposición aparece como positiva, afirmando que “los Hombres nacen libres e iguales”, o que lo son por naturaleza, por derecho adquirido al nacer, etcétera. Lo cual significa: sólo la violencia institucional puede privarles de estos derechos. Pero estas formulaciones surgen de revoluciones o “insurrecciones”, en sentido amplio, y resumen el efecto de la insurrección. Están basadas en la crítica teórica y en el rechazo práctico de las desigualdades y privilegios creados, y de las relaciones de sujeción. Más precisamente, se basan en la convicción —en mi opinión completamente validada por la historia— de que de no puede haber discriminación sin sujeción (lo que en el lenguaje de la tradición se llama “tiranía”); a la inversa, no puede haber sujeción o tiranía sin que haya también discriminación y desigualdades. En consecuencia, las instituciones políticas, la ciudadanía si se quiere, deben estar basadas en un doble rechazo, no en uno sólo. De forma más profunda, ello da cuerpo a la conexión negativa entre los dos “valores nucleares” de la ciudadanía. Esto ha sido reiterado muchas veces en la historia de los movimientos emancipatorios, particularmente en el movimiento obrero, el movimiento feminista y las luchas anticoloniales. Quiero poner en relación directa esta negación lógica con un hecho político crucial que se refiere al poder y la efectividad de esta forma de universalismo. Lejos de sus muchos fracasos y limitaciones prácticas, esto es, del hecho de que en la práctica los Estados o sociedades, incluyendo los llamados Estados y sociedades “democráticas”, están llenos de desigualdades y relaciones autoritarias que destruyen el principio en sí mismo, es la propia contradicción práctica lo que explica su inmortalidad. Individuos y grupos discriminados y sometidos se rebelan en nombre de, y por los principios que oficialmente son válidos mientras se deniegan en la práctica. Es la posibilidad de la rebelión inherente al principio, siempre y cuando éste “aferre a las masas”, como diría Marx, lo que explica la capacidad que las democracias tienen de sobrevivir, aun a riesgo de conflictos o guerras civiles.

2) La segunda idea que quiero recordar es ésta: aunque tiene que ser instituida (una y otra vez), la “igualibertad” no es una institución como cualquier otra. Podríamos decir que es, en las democracias modernas, la archi-institución, o la institución que precede y condiciona a toda otra institución. Es en este contexto que adquieren su significado más absoluto las profundas reflexiones de Arendt acerca del “derecho a tener derechos”, desarrolladas, no por casualidad, en el contexto de un análisis de las formas más extremas de destrucción de la vida humana y de las raíces del concepto de derechos individuales que fue instituido por los Estados-nación universalistas[11].

“Igualibertad” es un nombre que damos al “derecho a tener derechos”, dado que enfatiza la cara activa de esta noción. En la práctica, significa que puede haber un derecho a tener derechos solamente allí donde los individuos y los grupos no los reciben de un poder soberano externo o de una revelación trascendente, sino que se confieren este derecho a sí mismos, o se otorgan los derechos recíprocamente. Sería importante desarrollar la idea de una institución-límite o una institución de la propia institución, con el fin de discutir su transferencia progresiva de una forma “naturalista” del discurso sobre los derechos humanos (los hombres, o los seres humanos, son libres e iguales por naturaleza) a una forma histórica, en la que la universalidad parece estar basada en la contingencia de la propia insurrección o, si se prefiere, en la lucha insurreccional más que en la esencia de la propia universalidad. Y sería importante también poner en relación esta situación-límite, que se manifiesta esencialmente en la forma y en las circunstancias de la negación, con las contradicciones subsiguientes que afectan a la institución positiva de la igualibertad o, si se prefiere, de la democracia. Toda la historia moderna de los regímenes y las luchas democráticas da testimonio de la dificultad, y en efecto del obstáculo interno, que impide que las instituciones efectivas o los regímenes políticos concretos, progresen uniformemente hacia la igualdad y la libertad, o que las protejan uniformemente. Al contrario, lo que se da con frecuencia es la destrucción simultánea tanto de la una como de la otra. La realización de ambas a la vez se observa muy raramente, o sólo es visible como una tendencia, como una exigencia. De ello deduzco no que esa universalidad cívica sea un mito absurdo, sino precisamente que existe como una tendencia, como un esfuerzo, como un conatus. La fuerza motriz que yace en esta tendencia continúa siendo la fuerza de lo negativo, como se expresa con belleza en algunas fórmulas filosóficas: la part des sans-part (la parte de los sin-parte), en Jacques Rancière, y también en lo que quizás sea para éste el modelo: le pouvoir des sans-pouvoir (el poder de los sin-poder) en Merleau-Ponty[12].

3) Finalmente, quiero recordar una tercera idea, quizás la más embarazosa de todas, pero sin la cual cualquier discurso acerca del universalismo resulta, en mi opinión, fútil: se trata de la cara violenta inherente a la institución de lo universal. Insisto, una vez más, en el hecho de que esta violencia es intrínseca, no adicional; no es algo de lo que podríamos culpar a la mala voluntad o a la debilidad o a restricciones que afectan a quienes son los depositarios de la institución universalista, porque es la propia institución, o su movimiento histórico, la que los hace sus depositarios. Dije al principio que habíamos aprendido que la distancia entre teoría y práctica, tanto más inestable cuando se trata de la realización de la teoría en la historia y en la política, y sobre todo cuando se trata de los efectos perversos de la exclusión que surge de los propios principios de inclusión, no es accidental. Ni es algo que nos pudiera llevar a decir: “intentémoslo de nuevo, y esta vez vamos a evitar esta cara oculta de la universalidad”. Pero la violencia intrínseca de lo universal, que forma parte de sus condiciones de posibilidad, también forma parte de sus condiciones de imposibilidad, o de autodestrucción; es un “cuasi trascendental”, como diría Derrida. El cara oculta, por tanto, forma parte de la propia dialéctica; forma parte de la política de lo universal (una expresión que, distanciándome de algunos autores contemporáneos como Charles Taylor, no identifico con una política de la universalidad que se opondría a la idea de una “política de la diferencia”, porque una “política de la diferencia” es también una política de lo universal). Ahora bien, la violenta exclusión inherente a la institución o realización de lo universal puede adoptar muchas formas diferentes, las cuales no son equivalentes y no requieren la misma política.

Un punto de vista sociológico y antropológico insistiría en el hecho de que implantar la universalidad cívica contra la discriminación y los modos de sujeción en formas legales, educativas y morales implica definir modelos del ser humano o normas de lo social. Foucault y otros han llamado nuestra atención sobre el hecho de que el ser humano excluye al “no-humano”, lo social excluye lo “a-social”. Éstas son formas de exclusión interna que afectan a lo que yo llamaría “universalismo intensivo”, más que “universalismo extensivo”. No están ligadas al territorio, al imperium; están ligadas al hecho de que la universalidad del ciudadano, o del ciudadano humano, tiene una comunidad como referencia. Pero un punto de vista político y ético, que podríamos asociar con la idea o la fórmula de una “comunidad sin una comunidad”, o sin una comunidad ya existente, tiene que afrontar aun otra forma de violencia intrínsecamente ligada a la universalidad. Se trata de la violencia ejercida por los depositarios y activistas de la universalidad contra sus adversarios, y por encima de todo contra sus adversarios internos, esto es, potencialmente cualquier “hereje” al interior del movimiento revolucionario.

Muchos filósofos, sean adversarios o defensores fervientes de los programas y discursos universalistas, como Hegel en su capítulo sobre el “terror” en la Fenomenología, o Sartre en la Crítica de la Razón Dialéctica, han insistido en esta relación, claramente ligada al hecho de que ciertas formas de universalismo encarnan el carácter lógico de “verdad”, es decir, no admiten excepción. Si tuviéramos tiempo, o quizás en la discusión posterior, nuestra tarea debería ser examinar las consecuencias políticas que hemos de extraer de este hecho. He hablado en otro momento de una noción cuasi weberiana de “responsabilidad”[13]. La responsabilidad no se habría de oponer solamente a la “convicción” (Gesinnung) sino, más en general, a los propios ideales o ideologías que implican un principio y un fin universalistas. Una política de los Derechos Humanos en este sentido es típicamente una política que conlleva la institucionalización de una ideología universalista, y antes que eso un devenir ideológico del mismo principio que perturba y desafía las ideologías existentes. Las ideologías universalistas no son las únicas ideologías que pueden volverse absolutas, pero se trata ciertamente de unas cuya realización implica una posibilidad de intolerancia radical o violencia interna. No se trata de un riesgo que deberíamos evitar correr, porque es, en efecto, inevitable; pero sí se trata de un riesgo que necesita ser conocido, y que arroja una responsabilidad sin límites a quienes son depositarios, portavoces y agentes del universalismo.



[1] Intervención de apertura del Koehn Endowed Lecuture in Critical Theory. A Dialogue Between Alain Badiou and Étienne Balibar on ‘Universalism’”, Universidad de California en Irvine, 2 de febrero de 2007.

[2] [“Nuestros discursos de esta tarde”: véase supra, nota 1 (NdE)]. Véase mis ensayos anteriores: “Racism as Universalism”, Masses, Classes, Ideas: Studies on Politics and Philosophy Before and After Marx, Routledge, New York, 1994; “Ambiguous Universality”, Politics and the Other Scene, Verso, Londres, 2002; “Sub Specie Universitatis”, en Topoi, vol. 25, nº 1-2, septiembre de 2006, número especial:  “Philosophy: What is to be done?”.

[3] Estoy pensando especialmente en las “dialécticas” sucesivas del Derecho Divino y el Derecho Civil (Antígona y Creonte), y de la Fe y el Entendimiento como modos de cultura (la Ilustración), en la Fenomenología del Espíritu.

[4] Etienne Balibar, “La proposition de l'égaliberté”, en Les Conférences du Perroquet, n° 22, París, noviembre def 1989 (traducido en inglés como “Rights of Man and Rights of the Citizen: The Modern Dialectic of Equality and Freedom”, en Masses, Classes, Ideas, op. cit.)

[5] Michael Walzer, Nation and Universe: The Tanner Lectures on Human Values, conferencias pronunciadas en el Brasenose College, Oxford University, 1 y 8 de mayo de 1989.

[6] Alain Badiou, San Pablo: la fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999.

[7] Véase Giovanna Borradori, Philosophy in a Time of Terror: Dialogues With Jürgen Habermas and Jacques Derrida, University of Chicago Press, Chicago, 2003.

[8] En el contexto de la revolución inglesa de 1642, Levellers era el nombre que recibían los líderes de una coalición social reunidos bajo la bandera de los Agreements of the People (Acuerdos del Pueblo), los cuales sostuvieron la defensa de unos derechos básicos de la persona, definida como freeman u hombre libre, siguiendo las teorías contractuales modernas [NdT].

[9] Los dos conceptos originales utilizados por Balibar, freedom y liberty, se traducen al castellano con el mismo término: libertad. Freedom da nombre la posibilidad general de actuar como se desea, al acto de ser libre, mientras que liberty se refiere a las libertades políticas concretas: a la condición de ser libre del control y las restricciones, de la esclavitud, del trabajo, de la prisión; a la libertad de expresión o a la condición de ser libre de las convenciones sociales [NdT].

[10] Véase “La proposition de l’égaliberté”, op. cit..

[11] Véase Hannah Arendt, “El declive de los Estados-nación y el fin de los Derechos Humanos”, Los orígenes del Totalitarismo, vol. II (Imperialismo), capítulo 9, Taurus, Madrid, 1999.

[12] Véase Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía , Nueva Visión, Buenos Aires, 1996; Maurice Merleau-Ponty, “Notas sobre maquiavelo”, Elogio de la filosofía. El lenguaje indirecto y las voces del silencio, Nueva Visión, Buenos Aires, 1970.

[13] Véase Max Weber, "La política como vocación" y "La ciencia como vocación", en H.H. Gerth y C. Wright Mills (coords.), Ensayos en sociología contemporánea, Ediciones Martínez Roca, Barcelona, 1972.