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05 2007

Hacia una teoría crítica del arte

Gene Ray

Traducción de Marcelo Expósito

La teoría crítica rechaza el mundo dado intentando ver más allá. Al reflexionar sobre el arte tenemos también que distinguir entre una teoría acrítica, esto es, afirmativa, y una teoría crítica que rechaza el arte dado para mirar más allá. La teoría crítica del arte no se puede limitar a recibir e interpretar el arte, siendo ésta la forma que la teoría del arte adopta bajo el capitalismo. Debe reconocer que el arte, tal y como se institucionaliza y practica hoy día —bussines as usual, en el actual “mundo del arte”—, es, en el sentido más profundo e inevitable, “arte bajo el capitalismo”, esto es, arte bajo el dominio capitalista. La teoría crítica deberá orientarse en cambio hacia una ruptura clara con el arte que el capitalismo ha sometido.

La primera tarea de la teoría crítica del arte es comprender cómo el arte dado sirve de apoyo al orden dado. Debe exponer y analizar las actuales funciones del arte bajo el capitalismo. ¿Qué hace toda la esfera de actividad que llamamos arte? Cualquier teoría crítica del arte debe comenzar entendiendo que la actividad del arte en sus formas actuales es contradictoria. El “mundo del arte” es el espacio donde tiene lugar una enorme movilización de creatividad e invención que se canaliza a la producción, recepción y circulación de obras de arte. Las instituciones artísticas manejan el conjunto de esta producción de varias maneras, aunque dicha conducción, por lo general, no es directamente coercitiva. El mercado del arte ejerce, ciertamente, una fuerte presión mediante formas de selección que el artista o la artista no pueden ignorar si desean forjarse una carrera. Pero, en tanto que individuos, el artista o la artista son relativamente libres de elegir qué quieren hacer de acuerdo con su concepción de lo que es el arte. Son libres de hacer lo que les plazca, aun al precio de no vender ni alcanzar la fama. El arte, por tanto, no ha abandonado su pretensión histórica de ser autónomo en el seno de la sociedad capitalista; aún hoy día podemos comprobar por doquier, empíricamente, la manera en que opera esta autonomía relativa.

Por otra parte, quien ejerza la teoría crítica está obligado a observar que el arte, visto como un todo, es un factor de estabilización en la vida social. La existencia de un arte que se produce con apariencia de libertad y en gran abundancia acredita el orden dado. El arte sigue siendo una joya en la corona del poder, y cuanto más rico, espléndido y exuberante es, tanto más afirma el status quo. Puede que la realidad material de la sociedad capitalista consista en una guerra de todos contra todos; en el arte, empero, los impulsos utópicos cuya realización se ve bloqueada en la vida cotidiana encuentran una formalización social ordenada. Las instituciones artísticas son capaces de articular una gran variedad de actividades y agentes en una unidad sistémica compleja; el sistema-arte capitalista funciona como un subsistema del sistema-mundo capitalista. No cabe duda de que alguna de estas actividades y productos artísticos son abiertamente críticos y políticamente comprometidos. Pero si se lo considera como un todo, el sistema artístico es afirmativo[1], en el sentido de que convierte la totalidad de las obras y prácticas artísticas —la suma de todo lo que fluye a través de estos circuitos de producción y recepción— en “legitimación simbólica” (por tomar en préstamo la adecuada expresión de Pierre Bourdieu[2]) de la sociedad de clases. Lo consigue alentando los impulsos autónomos del arte mientras simultáneamente neutraliza políticamente lo que esos impulsos producen.

 
Modernismo francfortiano

Los teóricos de la Escuela de Francfort fueron los pioneros en la elaboración de una comprensión dialéctica del arte. Herbert Marcuse, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno nos mostraron cómo el arte bajo el capitalismo puede, al mismo tiempo, ser relativamente autónomo e instrumentalizado en favor de la sociedad existente. Toda obra de arte, de acuerdo con la famosa formulación de Adorno, es autónoma y al mismo tiempo un hecho social[3].

Los teóricos francfortianos veían en el aspecto autónomo del “doble carácter” del arte un equivalente a la intransigencia de la teoría crítica[4]. La creación autónoma libre es una forma de alcanzar la luminosa humanidad no alienada descrita por el joven Marx. Contiene como tal una fuerza de resistencia a los poderes fácticos, aunque sea una muy frágil. El intento francfortiano de rescatar y proteger este carácter autónomo condujo a sus teóricos a defender a capa y espada las formas del arte moderno. Para ellos, sobre todo para Adorno, la obra de arte moderna era una manifestación sensual de la verdad en tanto que proceso social que empuja hacia la emancipación humana. La obra de arte moderna —y, con toda seguridad, se referían con este nombre a la obra maestra, al cenit de la experimentación formal avanzada— es una encarnación de los antagonismos, constituye una síntesis de elementos no reconciliados, porque no son ni unificables ni idénticos entre sí. Campo de fuerzas que incluye elementos tanto artísticos como sociales, la obra de arte reproduce indirecta, incluso inconscientemente —siguiendo a Adorno— los conflictos, bloqueos y aspiraciones revolucionarias de la vida cotidiana alienada. Los francfortianos observaron que esta práctica de la autonomía estaba amenazada desde dos direcciones. En un aspecto, porque el capitalismo estaba invadiendo cada vez más la esfera de la cultura, en un proceso al que Horkheimer y Adorno dieron el famoso nombre de “industria cultural”[5]. En un segundo aspecto, por la instrumentalización política de esta esfera por parte de los partidos comunistas y otros poderes establecidos que se consideraban a sí mismos anticapitalistas. Fue en respuesta a esta segunda apreciación que Adorno lanzó su conocida condena del arte politizado[6]. Contestando ostensiblemente a la llamada de Sartre en 1948 en pro de una littérature engagée, Adorno había elaborado su posición a partir de lo que había sucedido en el intervalo de entreguerras: la liquidación de las vanguardias artísticas en la Unión Soviética bajo el estalinismo y la adopción del realismo socialista por parte de la Comintern como la única forma aceptable de arte anticapitalista[7]. El arte que se subordinaba a la dirección del partido traicionaba, para Adorno, su propia fuerza de resistencia. Adorno pensaba que el arte no podía dejarse instrumentalizar sobre la base del compromiso político sin al mismo tiempo socavar la autonomía de la cual el propio arte depende y sin disolverse a sí mismo como arte. El arte autónomo (moderno) es político, pero sólo indirectamente, y limitándose a sí mismo a la práctica de su propia autonomía. En breve, el arte debe portar su contradicción sin intentar superarla. A la expansión de la industria cultural que consolidaba su poder sobre la conciencia cotidiana, y también, en efecto, a las luchas por la liberación nacional y a las insurrecciones urbanas que politizaban los campus universitarios en el curso de los años sesenta, Adorno respondía endureciendo su posición.

Caben pocas dudas acerca de cómo las dos tendencias apuntadas por Adorno amenazaban la autonomía artística dada. Pero tampoco caben muchas sobre cómo la concepción que tiene del problema clausura una posible solución. La industria cultural y el realismo socialista oficial no eran las únicas alternativas a la producción autónoma de obras de arte. Pero Adorno no podía ver esas otras alternativas porque no tenía ninguna categoría con la cual interpretarlas. La más convincente de estas alternativas se constituía dando por rotos sus lazos de dependencia con la institución artística, abandonando la producción de objetos artísticos tradicionales y reubicando sus prácticas en las calles y en los espacios públicos: la formación de la Internacional Situacionista (SI) en 1957 fue un anuncio de que esta alternativa había alcanzado una coherencia básica tanto en el plano teórico como en el práctico[8]. Mientras siguió puliendo su Teoría estética hasta su muerte en 1969, Adorno se mantuvo ciego ante todo eso. Al igual que su heredero, Peter Bürger, quien publicó su Teoría de la vanguardia en 1974.

 
Hacia una diferente autonomía

El problema, tanto en Adorno como Bürger, se puede cifrar en términos de su excesiva atención a la forma-obra del arte moderno. Bürger reescribe la historia de las vanguardias artísticas de acuerdo con esta idea tan cara a Adorno: el desarrollo de la obra en tanto que campo de fuerza. Para Adorno, la vanguardia es arte moderno, identidad pura y simple. Bürger realiza un avance importante más allá de esta identificación comprendiendo que las vanguardias “históricas” habían repudiado la autonomía artística en sus esfuerzos por religar el arte y la vida, así como también que su especificidad se debe localizar en este repudio. Pero aunque Bürger trabaja duro en diferenciar su análisis del de Adorno, se pliega sobre el mismo al juzgar que este ataque vanguardista a la institución del arte autónomo fue un fracaso, una “falsa supresión”, o disolución, del arte en la vida[9]. El único resultado exitoso fue inintencionado: tras las vanguardias históricas, la obra orgánica y armoniosa del arte tradicional deja paso a la obra (no orgánica, alegórica) como unidad fragmentada de elementos desarticulados que rechaza tener una apariencia de reconciliación. En otras palabras, el arte no puede repudiar su autonomía, pero puede continuar repudiando infinitamente sus propias tradiciones, siempre y cuando lo haga en forma de obras de arte modernas.

Este pronunciamiento acerca del fracaso y la “falsa supresión” es demasiado apresurada. Volveré a este punto más tarde. Ahora quiero cuestionar esta confianza excesiva en la autonomía institucional del arte contrastándola con la autonomía que se constituye por medio de un ruptura consciente con el arte institucionalizado. La alternativa situacionista al arte bajo el capitalismo fue una ruptura mucho más avanzada y consciente que las revueltas con frecuencia parciales y dubitativas de las tempranas vanguardias. (Es cierto que la ruptura con el arte institucionalizado no se cumplió con un sencillo y repentino corte; fue más bien un proceso crítico de separación progresiva llevada a cabo entre finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, y que culminó en la prohibición de proseguir ningún tipo de carrera individual que se aplicaron los miembros de la IS.) La práctica situacionista se politizó radicalmente, pero no se puede entender simplificadamente como una mera o una completa instrumentalización del arte por parte de la política. Podemos estar de acuerdo con Adorno en que quienes pintan lo que el partido les dice que pinten han renunciado a su autonomía; en la medida en que hacen apología del monopolio que el comité central ejerce sobre la autonomía artística, no son más que instrumentos para producir obras de arte negociadas. Pero la IS fue un grupo fundamentado sobre un principio de autonomía: una autonomía no restringida como privilegio o especialización de unos ciertos sujetos, sino una que se radicalizó a través de un proceso revolucionario que apuntaba abiertamente a extender la autonomía a todos los sujetos[10]. En su propio proceso de grupo la IS demostró constantemente la autonomía de todos sus miembros, quienes contribuían con su plena participación a una práctica colectiva[11]. Este proceso no siempre se desarrolló con suavidad (¿y qué proceso lo hace?). Pero las muy criticadas expulsiones decretadas por el grupo reflejan el doloroso sostenimiento de su coherencia teórica y no pueden enarbolarse como una prueba de la pérdida de autonomía. “Instrumentalización” es una categoría equivocada si se la aplica a una práctica consciente (esto es, autónoma) que se autogenera con toda libertad.

Más aún, los y las situacionistas eran incluso más hostiles que Adorno a los partidos comunistas oficiales y a las vanguardias fácticas[12]. Sus experimentos sobre la autonomía colectiva se desarrollaron ampliamente alejados —y abiertamente críticos con— el servilismo de los militantes partidarios[13]. La alienación no se puede superar, en sus propias palabras, “por medio de formas de lucha alienadas”[14]. Su proceso crítico de teoría y práctica revolucionaria era sencillamente mucho más profundo que el de Adorno: y se vivía —así debe ser— como una urgencia real[15]. Llevaron a cabo una apropiación autónoma de la teoría crítica, desarrollándola en una estrecha relación dialéctica con sus propias prácticas e innovaciones culturales radicales. Como resultado dejaron de producir obras de arte modernas. Pero nunca dijeron haber profundizado en el arte moderno sino, por el contrario, afirmaron haber superado esta concepción dominante del arte[16]. Mi argumento es que la práctica situacionista —sea cual sea la manera en que se la categorice o evalúe— fue ciertamente no menos autónoma que la producción institucionalizada de obras de arte modernas que gozaron del favor de Adorno. Fue incluso mucho más autónoma e intransigentemente crítica. En comparación con la práctica situacionista, que sigue funcionando como un factor real de resistencia y emancipación, las afirmaciones de Adorno acerca de Kafka y Beckett se nos muestran como risiblemente exageradas.

 
Sobre la supresión[17] del arte

La teoría situacionista del arte, entonces, no adolece de los impasses en las categorías y conceptos que llevaron a la teoría francfortiana del arte a cerrar filas en torno a la obra de arte moderna. Para los y las situacionistas, el arte no puede consistir ya más en la producción de objetos para exposiciones y espectadores pasivos. Dada la descomposición de la cultura contemporánea —y señalemos, aunque sea de pasada, que hay muchos solapamientos entre el análisis de la industria cultural y la teoría de la sociedad espectacular— los intentos por mantener o rejuvenecer la modernidad son una empresa ilusoria abocada al fracaso. En lo que se refiere al contenido y significado de la práctica vanguardista temprana, la teoría crítica del arte desarrollada por la IS entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, resumida de forma concisa por Guy Debord en La sociedad del espectáculo en 1967, opina básicamente lo mismo que Bürger en su teorización. Pero estas dos teorías divergen irreconciliablemente en su interpretación de las consecuencias que extraen. El defecto de la teorización de Bürger se puede localizar en su enjuiciamiento histórico de las tempranas vanguardias, porque este juicio se convierte en una ceguera o una clausura categórica. En Bürger, la conclusión de que las tempranas vanguardias fracasaron en sus intentos de superar el arte se colige necesariamente de un hecho obvio: la institución artística sigue existiendo; no puede haber superación dialéctica sin el momento de negación que supone una supresión. El arte no queda suprimido; por tanto, no hay superación. Esto llevó a Bürger a declarar que las tempranas vanguardias se deben ver ahora como “históricas”. Los intentos, por tanto, de repetir el proyecto de superación del arte sólo pueden consistir en repeticiones de un fracaso; tales intentos por parte de la “neovanguardia”, como Bürger ahora la llama, sólo sirven para consolidar la institucionalización de las vanguardias históricas como arte. El gesto de Marcel Duchamp firmando un orinal o un botellero fue un ataque fallido a la categoría de producción individual, pero las repeticiones de este gesto sencillamente institucionalizaron el ready-made como un objeto de arte legitimado.

El problema aquí es que Bürger restringe su análisis a las obras de arte y a los gestos que se adecuan a esta categoría. Se evidencia que casi percibe este problema cuando en algunos momentos utiliza el término “manifestación” —y no “obra”— para referirse a la práctica vanguardista. Pero pronto deja claro que todas las formas de prácticas acabarán bien por ser reducidas a la categoría de “obra”, bien por no ser reconocidas en absoluto: “Los esfuerzos por superar el arte se vuelven manifestaciones artísticas (Veranstaltungen) que, independientemente de las intenciones de quien las produce, adoptan el carácter de obras”. El limitado espectro de ejemplos que Bürger maneja muestra que lo que tiene en mente cuando habla de “manifestación” son gestos que encajan previamente en la forma-obra, tales como los ready-mades de Duchamp o los poemas automáticos surrealistas; o, como mucho, provocaciones realizadas frente a un público en manifestaciones artísticas organizadas.

 
Happenings y situaciones

Bürger conoce la forma-happening que Allan Kaprow y sus colaboradores desarrollaron a partir de 1958. Pero afirma que los happenings no son más que una repetición neovanguardista de las manifestaciones dadaístas, una evidencia de que la repetición de las provocaciones históricas ya no tiene valor de protesta. Concluye que el arte, hoy, “puede o bien resignarse a su estatuto autónomo, o bien organizar manifestaciones que rompan con ese estatuto; empero, no puede sencillamente negar su estatuto autónomo, ni suponer que es posible tener una eficacia directa, sin traicionar su reivindicación de la verdad (Wahrheitsanspruch)”[18]. Esta “reivindicación de la verdad” que hace el arte, no obstante, resulta ser una descripción normativa del propio estatuto autónomo. Pero Bürger no puede escapar del problema por este camino. Ya ha argumentado que el propósito de producir efectos directos (esto es, la transformación del arte en una práctica vital, una Lebenspraxis) es precisamente lo que constituye la vanguardia. Así que ahora no puede permitir a esta forma de teorizar la vanguardia que ignore las vanguardias que logran su objetivo. También intenta eludir el mismo problema pero con una variación en el argumento. Lo que obtenemos mediante la superación del arte en la vida son los productos de ficción barata [pulp fiction] no autónomos producidos por la industria cultural. A la altura de 1974, encontramos ejemplos que contradicen seriamente el argumento de Bürger. La cegera, en este caso, es devastadora, ya que la brecha que se abre entre la práctica artística contemporánea de vanguardia y la teoría que se propone explicar por qué esa práctica no es posible invalida el trabajo de Bürger.

Esta invalidación resulta del hecho de que la IS logró efectuar supresiones exitosas del arte sin quedar colapsada en la industria cultural, lo cual se demuestra verificando que la IS no transigió en su negativa a producir mercancías[19]. Pero poner a prueba la teoría de Bürger nos ayuda a apreciar que cualquier evaluación de las supresiones situacionistas debe tener en cuenta el hecho de que la IS cortó sus ataduras con las instituciones artísticas y repudió la forma-obra del arte moderno. No se puede decir lo mismo de la “neovanguardia” de Bürger. Los ejemplos que ofrece —discute brevemente la obra de Andy Warhol y reproduce imágenes de obras de éste y otras de Daniel Spoerri— son de artistas que suministran obras a las instituciones para su recepción. Ni siquiera el caso de Kaprow, a quien no se cita pero cuyo nombre se puede inferir del uso que Bürger hace del término “happening”, logra perturbar este compromiso con las instituciones. Kaprow quería investigar o difuminar las fronteras entre arte y vida, pero lo hizo bajo la mirada, por así decir, de las instituciones, de las cuales siguió dependiendo[20]. En este sentido, efectivamente, todo happening, como afirma Bürger, adopta el carácter de una obra de arte. La forma-happening logra, como mucho, expandir el concepto dominante de arte, pero no su negación. La aparición consiguiente del nuevo medio o género de la performance confirma la aceptación institucional (y la neutralización) de la dirección hacia la que apuntó el trabajo de Kaprow.

Las diferencias entre el happening y la situación son, en este orden de cosas, decisivas. Como evento experimental que nunca cuestionó seriamente su estatuto autónomo, el happening ponía en escena interacciones o intercambio de papeles entre el artista y el público: pero siempre sobre seguro, bajo condiciones más o menos controladas, y en última instancia para su recepción institucional. Sólo cuando sacrificaron el elemento de recepción en la institución y dejaron de solicitar el reconocimiento institucional, como en los notorios Festivals of Free Expression de Jean-Jacques Lebel a mediados de los sesenta, los eventos tipo happening se convirtieron en algo más amenazador para la institución artística. Por otro lado, la escenificación del riesgo personal o incluso del daño físico mediante la eliminación de las convenciones que ponen límite a la participación del público, como en Cut Pieces (1964-65) de Yoko Ono o en Rhythm 0 (1974) de Marina Abramovic, constituye situaciones extremas de la performance que están efectivamente sujetas a la dialéctica de la repetición y recuperación de la protesta que apuntaba Bürger.

En contraste, una situación —un momento construido de vida desalienada que activa una cuestión social— no depende de la concepción dominante del arte ni de sus instituciones a la hora de generar su significado y producir sus efectos. Los propios situacionistas, quienes continuaron criticando al arte contemporáneo, publicaron en 1963, en las páginas del número 8 de su revista, una incisiva discusión de la forma-happening diferenciándola de la práctica de la IS: “[e]l happening es, en el aislamiento, la búsqueda de una construcción de una situación basándose en la miseria (miseria material, miseria de los encuentros, miseria heredada del espectáculo artístico, miseria de determinada filosofía que debe “ideologizar” la realidad de estos momentos). Las situaciones que la IS ha definido, por el contrario, no pueden construirse más que sobre la base de la riqueza material y espiritual. Lo que viene a decir de nuevo que el esbozo de la construcción de situaciones debe ser el juego y la seriedad de la vanguardia revolucionaria, y no puede existir para quienes se resignan en determinados puntos a la pasividad política, la desesperanza metafísica e incluso la pura ausencia de creatividad artística que padecen”[21]. Las situaciones activan, pues, un proceso revolucionario, pero lo hacen desarrollando su eficacia social y política al interior de las condiciones materiales de la vida cotidiana, en lugar de desplazar elementos y encuentros cotidianos al contexto del arte institucionalizado. En este sentido, las situaciones son en efecto “directas”, según el criterio de Bürger[22]. El llamado “escándalo de Estrasburgo” de 1966 es un ejemplo de situación exitosa que contribuyó directamente a un proceso de radicalización que culminó en mayo y junio de 1968: una huelga general salvaje de nueve millones de trabajadores y trabajadoras en toda Francia. Lo que es más: no hay apenas peligro de que se confunda o se malinterprete perversamente un evento de este tipo con una obra de arte o un happening. La conclusión parece inevitable: la IS renovó —y no se limitó a repetir ineficazmente— el proyecto vanguardista de superar el arte convirtiéndolo en una práctica revolucionaria de la vida.

De ahí se deduce que lo que Bürger llamó “neovanguardia”, con el fin de desestimarla, no es en absoluto una vanguardia. A quienes, como la IS, renovaron el proyecto de la vanguardia, se les excluyó categóricamente del análisis. Cuando hacemos del repudio del arte institucionalizado y de la forma-obra el elemento central de nuestros criterios de valoración, se nos muestra claramente que el proyecto vanguardista de radicalizar la autonomía artística, generalizándola de acuerdo con un principio social, es una lógica inherente o latente en el sistema-arte capitalista. Resulta válido activar esta lógica —y actualizarla desarrollándola en forma de prácticas— en tanto en cuanto el sistema-arte capitalista continúa estando organizado alrededor de un principio operativo de autonomía relativa. En otras palabras, siempre será válido para los agentes artísticos reconstituir el proyecto de la vanguardia mediante una ruptura politizada con el arte institucionalizado dominante. Ciertamente, las actualizaciones de la lógica vanguardista no pueden consistir en meras repeticiones. En cada ocasión se deben inventar formas prácticas fundamentadas en y adecuadas a la realidad social contemporánea, que es su contexto. Pero en la medida en que esta lógica equivalga a una ruptura radical e irreparable con el arte institucionalizado, apenas se corre el riesgo de que tal tipo de protesta sea reabsorbida por medio de otra nueva expansión del concepto dominante de arte. La IS mostró que el arte puede ser superado de esta manera, y lo hizo en el mismo momento en que Bürger afirmaba que sólo eran posibles las repeticiones impotentes.



[1] Uso el término “afirmativo” en este contexto de acuerdo a como fue establecido por Herbert Marcuse en su crítica clásica de la autonomía cultural burguesa, “Über den affirmativen Charakter der Kultur” (1937) [versión castellana: “Acerca del carácter afirmativo de la cultura”, Cultura y sociedad, Editorial Sur, Buenos Aires, 1970 (http://www.nodo50.org/dado/textosteoria/marcuse2.rtf)].

[2] Pierre Bourdieu, The Field of Cultural Production: Essays on Art and Literature, Polity Press, Cambridge, 1993.

[3] Theodor W. Adorno, Teoría estética. Obra Completa 7, Akal, Madrid, 2004.

[4] Como apunta Susan Buck-Morss, en el caso de Adorno parece que se da también el camino contrario: su concepción de la teoría crítica se vio modelada por su experiencia del arte y la música de la modernidad. Véase Susan Buck-Morss, El origen de la dialéctica negativa, Siglo XXI, México, 1981.

[5] Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (1947), Trotta, Madrid, 2003.

[6] Theodor W. Adorno, “Compromiso” (1962), Notas sobre literatura. Obra completa 11, Akal, Madrid, 2003.

[7] Véase los debates e intercambios entre Adorno, Ernst Bloch, Georg Lukács, Walter Benjamin y Bertolt Brecht recogidos en el volumen Aesthetics and Politics, Verso, Londres, 1977 (varias reediciones).

[8] Véase Guy Debord, “Informe sobre la construcción de situaciones y sobre las condiciones de la organización y la acción de la tendencia situacionista internacional” (1957), en Textos completos en castellano de la revista Internationale Situationniste (1958-1969). Volumen 1: la realización del arte, Literatura Gris, Madrid, 1999 (online en el Archivo Situacionista Hispano: <http://www.sindominio.net/ash/informe.htm>).

[9] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, Península, Buenos Aires, 1987.

[10] En este aspecto, la IS mira claramente hacia los escritos tempranos de Karl Marx y su visión del “verdadero comunismo” como el libre desarrollo de las posibilidades humanas, tal y como se esboza en los Manuscritos filosófico-económicos de 1844, y hacia la disolución de la división del trabajo tal y como se indica en La ideología alemana. En la tradición autonomista de la teoría crítica la noción de una atonomía generalizada o socializada se fundamenta de varias maneras. Véase, por ejemplo, la sección “Autonomía y alienación” en Cornelius Castoriadis, “Marxismo y teoría revolucionaria”, un ensayo en cinco partes publicado en 1964-1965 en Socialisme ou Barbarie con el que los miembros de la IS debían de estar familiarizados [versión castellana en La institución imaginaria de la sociedad (1). Marxismo y teoría revolucionaria, Tusquets, Barcelona, 1983].

[11] Esto es algo que queda claro para quien quiera tomarse el tiempo de manejar los muchos textos sobre la práctica de grupo y la forma de organización que se publicaron en los doce números de la revista de la IS. Estos artículos documentan el proceso y los procedimientos críticos de una búsqueda colectiva de la autonomía. Véase, por ejemplo, el anuncio para quienes quisieran unirse a la IS, “Internacional Situacionista: servicio de anti relaciones públicas”, en Internationale Situationniste, nº 8, enero de 1963.

[12] Distingo, como lo hacía la IS, entre vanguardias políticas en el modelo leninista y vanguardias artísticas.

[13] Esta hostilidad al vanguardismo entendido como un intento de monopolizar el derecho a la autonomía se puede leer a través de todo el corpus de escritos situacionistas. Para una crítica del militante, véase Raoul Vaneigem, Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones, Anagrama, Barcelona, 1977.

[14] Guy Debord, La sociedad del espectáculo, varias ediciones en castellano (online: <http://www.sindominio.net/ash/espect.htm>).

[15] Este proceso está resumido en el capítulo IV de La sociedad del espectáculo, “El proletariado como sujeto y como representación” (http://www.sindominio.net/ash/espect4.htm).

[16] Ibídem, capítulo VIII, “La negación y el consumo de la cultura” (http://www.sindominio.net/ash/espect8.htm).

[17] Hemos elegido traducir el término hegeliano Aufhebung como “supresión” [el autor utiliza en inglés supersession], aunque ocasionalmente hacemos uso también de “superación” (overcoming, surpassing). Todos los términos implican una constelación significante que busca aludir a un movimiento dialéctico de transformación que niega la cosa en cuestión y al mismo tiempo preserva algunos de sus aspectos. Se puede decir de este movimiento, por tanto, que tiene momentos “negativos” y “positivos”. En los primeros, la cosa en cuestión se somete a un encuentro con la “otredad” (Anderssein, otherness) que disuelve su unidad (self-unity); en los segundos, vuelve a sí (returns to itself) enriquecida, transformada, superada. La manera en que entiendo la forma de este proceso proviene de su desarrollo en La fenomenología del espíritu, especialmente en la distinción que Hegel hace entre negación dialéctica y abstracta en §188 a propósito de la famosa dialéctica amo-esclavo. Mi entendimiento del materialismo dialéctico marxista y de la “dialéctica negativa” adorniana se fundamenta también en estos pasajes de La fenomenología del espíritu.

[18] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia, op. cit., traducción ligeramente modificada.

[19] Es cierto que a comienzos de los años sesenta la situacionista Michèle Bernstein escribió dos novelas chapuceras, según se dice, para sacar dinero para el grupo. A pesar de ello, tratándose de dos obras que nunca fueron reclamadas como productos de la IS, el caso no nos dice nada acerca del estatuto del proyecto de la IS como tal; nada nuevo, en cualquier caso, más allá de la constatación de que en una sociedad capitalista uno tiene que pagar sus facturas de una u otra manera. Es interesante no obstante apuntar que estas dos novelas se nos aparecen como más sofisticadas si observamos la manera en que superan el género de las ficciones baratas: ambas eran romans à clef basadas en las aventuras radicales de Bernstein, Guy Debord y sus amantes y camaradas. De acuerdo con Greil Marcus (en Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, Anagrama, Barcelona, 1989), Todos los caballos del rey (1960) [Anagrama, Barcelona, 2006) era un détournement (una alteración politizada) de Las amistades peligrosas de Cholderlos de Laclos; y de acuerdo con el biógrafo de Debord, Andrew Hussey (en The Game of War: The Life and Death of Guy Debord, Pimlico, Londres, 2002), se trataba de un détournement del film de Marcel Carné Los visitantes de la noche (1942). La segunda novela, La noche (1961), era una parodia del nouveau roman. Sea como fuere, la tesis de la supresión fallida no se puede aplicar a la IS atendiendo a este caso.

[20] Véase Allan Kaprow, Essays on the Blurring of Art and Life, edición de Jeff Kelley, University of California Press, Berkeley, 1993.

[21] “La vanguardia de la presencia”, traducción de Luis Navarro, en Internacional Situacionista. Textos completos en castellano de la revista Internationale Situationniste (1958-1969). Volumen 2: la supresión de la política, Literatura Gris, Madrid, 2000.

[22] Por supuesto que no hay nada espontáneo o inmediato, ni tan siquiera en la vida cotidiana. Todo significado está mediado por el lenguaje, la historia y las categorías sociales; pero esto es otro asunto. Lo que aquí nos preocupa es si la institución artística está presente o no como instancia mediadora decisiva.