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01 2007

Destituir, instituir, constituir … y el poder de/formante de la carga afectiva

Alice Pechriggl

Traducción de Gala Pin Ferrando y Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos

Formación del poder

Para Aristóteles la Politeia significa la forma de la polis o la “constitución”, o bien la constitución par excellence, es decir, en tanto que forma positiva de ejercicio del poder de la “buena” multitud sobre sí misma; a la mala forma de dominio de la multitud, plêthos, o de los muchos, polloi, Aristóteles la llama, siguiendo a Platón, “democracia”. (Este último no encuentra ningún correlato positivo al dominio de los muchos o, al menos, ninguno al que él –como Aristóteles– pueda atribuirle la denominación de constitución.) Según esto, la buena vida política sería una vida en la cual las personas en su multiplicidad viven de acuerdo a su “naturaleza” política, es decir, que participan y toma parte en el ejercicio del poder, mandando o gobernando, obedeciendo o siendo gobernados alternativamente (archein kai archesthai).

Esta frase acerca de la política formulada a partir de los escritos aristotélicos (principalmente de Athenaiôn Politeia y Politikai) debería ser el impulso para una reflexión sobre la relación entre las tres formas de la “posición” (Setzung) y del poner (tithêmi)[1] que resuenan en los conceptos de constituirse, instituirse y destituirse. En esta reflexión es central el carácter de configuración política, esto es, explícitamente deliberativa (consultiva-decisiva) y ejecutiva de la sociedad. Su conformación cohesiva se encuentra marcada a través del prefijo “com-” de composición o constitución (Zusammensetzung), mientras que institución (Einsetzung) se refiere al momento fundante de traer-al-ser. En lo que sigue, carga (Besetzung) y retirada (Entsetzung), como elementos de la destitución, designan principalmente el impulso afectivo y generalmente psíquico; con ello, se desmarcan del destituirse comprendido estructuralmente como descomposición (Zersetzung) y degradación (Absetzung), es decir, como lo negativo del constituirse. Al proceso instituyente y a la configuración democrática (ambos procesos creadores y portadores de afectos) se les podría contraponer la administración como órgano de ejecución maquínico-burocrático de la actual sociedad/entidad política, la cual resulta repugnante para los afectos y a la creatividad sólo le resulta soportable en el marco de la ejecución prescrita, aunque –a pesar de su peligroso excedente– ambos parecen ser imprescindibles para su funcionamiento. Hasta aquí un primer esbozo del campo semántico que pretendo concretar ahora en algunos aspectos.

No se trata de decidir aquí si con esta distribución conceptual establecemos diferencia dentro del concepto de poder o si lo vemos como una unidad aporética; esta forma de enfrentarse a los modos de la “posición” (Setzung) pretende más bien llevar a cabo una clarificación de la pregunta aristotélica por la cualidad y cantidad del ejercicio de poder[2]. Con ello, en lugar de pretender hipostasiar o fundir el plano micro como “lo otro” del plano macro, me parece sobre todo relevante para el análisis, desde la perspectiva de una “estética política” en el sentido de la aisthêsis (percepción sensitiva), la transformación o disolución de las posiciones (Setzungen) y patrones de disposición (dispositifs) interiorizados. En oposición a la tríada destituirse-instituirse-constituirse, el concepto del dispositivo presupone una cierta solidez de la “puesta en orden” que, por encima de modos de posición “secundarios”, parece haberse establecido trascendentalmente. Sin embargo, desde la perspectiva de la “tríada de la posición”, semejante “puesta en orden” tiene que producirse, darse y, por lo tanto, ser pensada ya sobre la estructura específica de esta tríada: lo efectivo en cada caso, esto es, las estructuras instituyentes y constituyentes de la realidad, no puede –como es el caso de determinados dispositivos o determinadas constituciones– ser analizado como ya configurado, sino que subyace como la matriz[3] del cambio inherente a las personas o a la sociedad, sea como proceso instituyente implícito o a través de una “posición” explícita (por ejemplo, una fijación de normas).

En consecuencia, la emergencia de estructuras y redes implícitas y latentes en el campo de la convivencia conformadora/conformada explícitamente deliberativa es pensada en la formación de la teoría política como algo que debe ser esclarecido y accesible a la deliberación y la decisión.

De este modo, se encuentra cautiva en el sentido ontológico convencional de la ecuación ser=presencia, que  impera todavía en las actuales historiografías e historias de la política como representación[4]. Partiendo del ser=presencia  y su transcurrir sólo se puede hablar desde la óptica de una figura delimitada y de la representación “sustitutiva” de ésta, mientras que la tríada de la posición exige una lógica del cambio generadora de novedad, creativa, sin tener que condenar a priori lo normativizado, configurado (o situarlo como Hegel como “mero resultado” en el registro de lo cadavérico).

Las limitaciones sociales, las determinaciones, las distribuciones, normas, preceptos y prohibiciones, los tabúes, estímulos y desviaciones pueden ser vividos y conceptualizados a priori como castrantes, bloqueantes y alienantes, o como ambivalentes, es decir, como potencialmente alienantes pero potencialmente también (dynamei) liberadores, protectores, elegidos y determinados con pleno sentido, y con ello realizadores de la autonomía política. Quien ve en todos los modos políticos, y esto significa aquí en todos los modos de la posición explícita y pública, a priori y a posteriori dispositivos de explotación y estructuras de alienación, analiza básicamente cualquier forma de explotación de todos por parte de la sociedad en tanto que sistema capitalista, masculino, heteronormativo, etcétera, con los dispositivos correspondientes, y no tiene en cuenta el proceso del instituirse en su multiplicidad[5]. Con ello, se reescenifica en el plano estético (esto significa aquí sobre todo lo concerniente a los sentidos, al gusto y a los afectos), y también en el plano del ser y del conocimiento, la inevitabilidad de esta articulación. Ésta tiende así a cristalizar como conceptualmente necesaria y, con ello, ya no se le puede conceder ningún terreno (o ninguno más) a la experiencia, la invención, la acción y la creación de conceptos an-árquicos en el sentido de una política democrática efectiva[6].  La afirmación indiferenciada de una completa alienación, sumisión, explotación y disposición no puede crear, ni siquiera en la promesa de lo microscópico, un espacio de libertad de pensamiento y experiencia, puesto que este no puede sostenerse más que como espacio minimalista en el contexto de la “posición” de normas públicas y de instituciones explícitas.

 
La tríada de la destitución (Entsetzung), la institución (Einsetzung) y la constitución (Zusammensetzung) en lo individual y lo colectivo – referencias a Castoriadis

Partiendo de una polemización crítica con Marx, Aristóteles, Trotski, Kant, Arendt, Merleau-Ponty, Lacan y Freud, Castoriadis acuñó el concepto de lo “imaginario instituyente”, el cual requiere una pequeña introducción para quien no esté familiarizado con la obra de este autor. En 1975, por la época en que empezaba la despedida de la revolución –tanto como práctica política como en tanto que concepto filosófico–, que sería definitivamente finiquitada con el circo de tópicos de Fukuyama, Castoriadis publicó su texto fundamental, La institución imaginaria de la sociedad[7]. En la primera parte de la obra el autor rescata un antiguo texto en el que deconstruía el determinismo y el funcionalismo que, según él, subyacen de igual modo al marxismo y a la filosofía tradicional. Partiendo de aquí, atribuye un nuevo significado al concepto de revolución, a través del cual la creatividad de los psiquismos, del “colectivo anónimo” y del imaginario social como “imaginario instituyente” se convierte en el punto central de su trabajo.

Castoriadis se ocupó principalmente del problema de la autoorganización social y política (autoorganisation), sobre todo de la autoinstitución (autoinstitution) como autonomía colectiva o democracia entendida radicalmente. Por ejemplo, lanzó la pregunta aporética de cómo un “sí mismo”,  “heteronomico” endógena y exógenamente, acechado por el ello y el inconsciente, y desgastado por la sociedad y sus imperativos, puede constituir una totalidad política con unos otros “constituidos” de forma análoga; una totalidad política que se reúne como tal en autodeterminación y autoinstitución colectiva y que, a través de ello, puede entenderse tan bien que es capaz de realizar esa autonomía colectiva, de hecho de forma más duradera que el mero momento de un levantamiento anarquista o de democracia consejista. Castoriadis vio en los rasgos fundamentales de la democracia ateniense, pero sobre todo en los movimientos consejistas anarcooperaistas, en el levantamiento de Hungría de 1956, así como en otros movimientos democráticos de base desde 1968, en los movimientos feministas o en las organizaciones de sin papeles, “gérmenes” (germes) de semejante autonomía que él siempre ubicó en el símbolo del magma, y con ello de la aflicción a través de “lo otro” y de la transformación. Estas referencias a los movimientos autónomos colectivos que han sucedido de forma efectiva y que van a suceder siempre de nuevo atraviesan toda su obra teórico-política. En lugar de comprimirlos en una unidad, una “idea de la revolución” o del “sujeto revolucionario” sistemática, o de fustigarse por su carácter meramente defensivo-resistente, vio en todas ellas algo específico, rico en ideas; esto es, la imaginación política entendida como las prácticas enriquecedoras del imaginario instituyente en la autonomía colectiva. Al mismo tiempo, y dada la potencia efectiva de las tendencias y dispositivos heterónomos actuales, consideraba cada vez menor la probabilidad de éxito de una revolución entendida como colectividad instituyente caracterizada por la participación autónoma, explícitamente democrática, y por lo tanto igualitaria, de una totalidad de miembros con capacidad de juicio.

Situada en una democracia instituida auténticamente (y no representativamente), su investigación filosófica se basa en un cuestionamiento político-trascendental, esto es, en la pregunta por las condiciones de posibilidad de que un número suficientemente amplio de individuos (una sociedad, una entidad política, etc.) empiece a entenderse acerca de la configuración de una sociedad autónoma, esto es, portadora de la autonomía colectiva, empiece a quererla y así pues a imponerse y a responsabilizarse contra los intereses e instituciones (capitalistas, oligárquicos, androcéntricos, heterosexistas, racistas, xenófobos, etc.), también en tanto que éstas imperan y actúan en nosotros/as mismos/as[8].

Esta “lucha” se adentra con dis/gusto en la pregunta por las condiciones, especialmente ahí donde Castoriadis –de forma similar a Kelsen y a los teóricos del derecho positivo– coloca la voluntad colectiva de posicionarse como última instancia y condición trascendental, aunque como psicoanalítico ve esta voluntad debilitada y disminuida en su “soberanía” por todos los otros posibles poderes, inhibiciones e instancias tanto del plano intrapsíquico como del plano psíquico-colectivo (o social-psicológico)[9].

 
El proceso del instituirse y el psicoanálisis de grupo

En una entrevista se le preguntó a Antonio Negri por sus referencias al concepto de “imaginario instituyente” de Castoriadis. Tras declarar su reconocimiento a Castoriadis, Negri formuló sin embargo la crítica siguiente:

 “Un cierto jungianismo, es decir, la concepción de una psicología colectiva, de un inconsciente colectivo, de un imaginario colectivo. […] Yo no creo en la productividad del psicoanálisis en las ciencias sociales. Al contrario: pienso que insistir sobre el límite, sobre las barreras internas del ser humano, de su capacidad de expresión –que son, desde mi punto de vista, los elementos freudianos fundamentales, aunque con esto no quiero decir en absoluto que existiría según la ideología psicoanalítica un mal originario– se elimina la posibilidad de pensar la liberación desde un punto de vista colectivo e incluso individual; uno se encuentra en una situación en la que incluso el ejercicio de la imaginación se torna difícil. Desde esta perspectiva yo soy completamente spinozista, y pienso que si en la vida hay mal, límites y barreras esto no debe interpretarse en el sentido de que estos estarían inscritos en el ser, sino que se trata de condiciones impuestas desde fuera. Siempre que el desarrollo del ser es bloqueado, son fuerzas que provienen de fuera las que llevan a cabo este bloqueo”[10]

Nada nuevo y, por lo mismo, nada que necesite ulteriores explicaciones en la ostensible confusión conceptual entre el arquetipo jungiano, esto es, su “inconsciente colectivo” y el imaginario social[11] de Castoriadis, concepto que éste desarrolló básicamente en relación con los principios de Merleau-Ponty[12]. Por otro lado, en lo que se refiere a la cuestión del inconsciente en los individuos y de sus repercusiones en y sobre lo colectivo, semejante interpretación, que subestima el psicoanálisis y el inconsciente, no puede, según mi parecer, quedar sin ser respondida. No es sólo que –como el mismo Negri indica– en el psicoanálisis no se trate de determinar lo malo y de inscribirlo fuera o dentro de la psique. Considerado en su dinamismo, el concepto psicoanalítico del conflicto abarca su génesis tanto endógena como exógenamente; el origen (desde dentro o desde fuera) es, por lo tanto, secundario, así como también es secundario la cuestión de si el trauma ha tenido lugar realmente “justo de esa manera” o de si han sido traumatizaciones microscópicas, esto es, disposiciones, las que han “sentado” las condiciones para que un acontecimiento traumatizante y con ello inhibidor de la facultad de juzgar y de actuar ejerza sus efectos en la psique del individuo o de un grupo.

Freud parte en su teoría de las pulsiones de una disposición innata a la ambivalencia en el ser humano, a la cual denomina, basándose en Platón y la mitología griega, pulsión de Eros y Tánatos. Castoriadis le sigue parcialmente en esta concepción, y para él no se trata aquí del mal, sino de la idea desarrollada junto con Piera Alaugnier y en conexión con Melanie Klein de una originaria disposición al aislamiento de la “mónada psíquica” que influye en nosotros continuamente. Ésta se describe como un fantasma omnipotente (yo=todo/todo=yo) que se impone psíquicamente de forma potencial por encima de todas las fronteras y exigencias (corporales) y que tiende a la totalidad. Aulagnier la denomina, desde la perspectiva del desarrollo psíquico, como lo “originario”. La mónada (o lo originario) no es ni lo malo ni pura inhibición, es más bien aquello que en nosotras/os niega radicalmente las fronteras (de un ego que fantasea con su omnipotencia); en el confinamiento de la “mónada” radica, sin embargo, también lo rebelde en nosotras/os, lo cual se actualiza contra las intrusiones y la socialización no deseada, en los conflictos extremos y también en forma de resistencia política contra una razón de Estado intrusiva o negadora de la realidad; lo “monádico” nos ayuda asimismo a autodelimitarnos frente a exigencias ilimitadas con las que nuestra psique o nuestros cuerpos no pueden cumplir (en ocasiones, cuando la invasión es demasiado masiva para la psique, el cuerpo carga con los costes de esta defensa). Al mismo tiempo en la “mónada” radica lo autista del ser humano, lo desmesurado egocéntrico, la hybris en la exigencia de que algo ha de ser “así y no de otra manera” de la que se alimenta tanto la coercitividad burocrática como los regímenes totalitarios[13].

¿Dónde acaba la psique, quién puede delimitarla cuando se trata de fenómenos colectivos? ¿Dejamos ya de ser/tener un inconsciente o conflictos y desplazamientos afectivos, cuando somos o actuamos políticamente? Entonces, en la medida en que nos tomemos en serio la genial paradoja (a la vez que coherente afirmación) de Aristóteles “el hombre es por naturaleza un animal político”, ya habríamos siempre dejado de ser psíquicos, de tener una psique …

Castoriadis va más allá de estas preguntas precisando las modalidades de estos rasgos psíquicos de lo social a través del desplegamiento del concepto de lo imaginario. Inventamos, instituimos y destituimos, porque y en tanto que somos, esto es, en tanto que efectuamos y participamos de psique, mónada, psique-soma inconsciente, así como sentir consciente, habla, pensamiento, juicio, acción; al mismo tiempo, inventamos, instituimos y destituimos, en tanto que como individuos somos siempre ya seres que interactúan socialmente, esto seres específicamente socializados en este o aquel mundo y lenguaje, en este o en aquel imaginario, que como individuos corporeizamos, expresamos y –al menos subliminalmente– transformamos permanentemente el imaginario correspondiente.

El problema en lo referente a la dialéctica de la autonomía y la heteronomía, contra el cual arremete Castoriadis a través del concepto de imaginario social, no es la frontera o la represión del pensamiento, sino la pregunta sobre el motivo por el cual tantas sociedades se alienan con respecto a “sus” imaginarios, sus propios productos, aquello que Hegel llamó su formación[14]; por qué subestiman su aportación creativa y creadora y en su lugar introducen una omnipotencia o poderes trascendentes que relegan a la sociedad a la obediencia; un plan de dios a partir del que todo transcurre, etc. Castoriadis intenta clarificar este fenómeno con la pareja de conceptos instituyente e instituido, instituant/institué y entenderlo mejor en el sentido de la autonomía: ¿cómo podemos contribuir a que las personas en una sociedad no nieguen más su historicidad, reconozcan su “obra” que funda significados y estructuras y se hagan cargo de ella en el sentido de una autodeterminación democrática?[15].

Mientras tomemos en consideración exclusivamente lo imaginario ideal-objetual, es decir comprendido puramente de manera representacional, y dejemos de lado los desplazamientos y las transmisiones microscópicas de afectos (sobre objetos reales o aparentes), las cargas y las “retiradas” afectivas, el análisis se estancará inerte en lo hipostático. De hecho, Castoriadis se esforzaba continuamente por remitir en lo colectivo a la tonalidad, al ambiente, a la carga (Besetzung) o retirada (Entsetzung) afectiva; también acuñó el concepto de lo “real imaginario”, en tanto que desde su perspectiva poco hay en la sociedad/cultura fuera de los “productos” de la imaginación, el lenguaje, el significado y las instituciones colectivas, esto es, fuera de lo imaginario, que constituya en cierto modo la realidad social. Y, sin embargo, se echan de menos en Castoriadis explicaciones que profundicen en el cuerpo, la corporalidad y aquello que yo –más cercana a las referencias de Merleau-Ponty a la corporalidad, aunque basándome absolutamente en el descubrimiento de Castoriadis de la facultad de imaginación– llamo vis formandi somáticas. Se trata aquí de los afectos y los sentidos (aisthêseis) en la metaxy (espacio intermedio) entre psykhé y soma. El concepto vis formandi somáticas designa desde mi punto de vista más adecuadamente el complejo psykhé-soma que Castoriadis sólo apuntó conceptualmente. Se trata pues de las corporeizaciones culturales de conflictos psíquicos en un plano colectivo, así como de aquel “resto” de la vida psíquica de los individuos y de sus comunidades, en tanto que este “se extiende a lo somático”. Con ello no se trata de explorar la “vida pulsional de las naciones”, sino de abordar los acontecimientos así como las continuidades culturales en esas dimensiones, de introducirlas en los análisis y en las perspectivas de acción y de investigar de forma analítica y conceptual las proyecciones sociales en relación a sus estructuras y dinámicas exclusivas[16].

En esta vía de reflexión política la perspectiva se vuelca en las dimensiones latentes, afectivas (es decir, endógenamente sensitivas) de lo político y la política[17]. Se puede analizar el gusto y el ánimo, es decir, el dis/gusto en el contexto de la destitución, constitución e institución por ejemplo en una votación (Ab-Stimmung). Desde esta perspectiva una votación ya no sólo tiene el sentido o la función de generar algo (por decisión), sino también el sentido ambivalente de conceder expresión a aquellos estados de ánimo que dividen o descomponen a una comunidad o a sus miembros, a la vez que de “descargarlos” y, en el reconocimiento de la votación (y con ello también de la posibilidad de ser derrotado), de sublimarlos o darles un final –al menos de forma pasajera.

Precisamente en estas intersecciones es donde se puede ir a buscar directamente la aisthêsis en el campo de la política. Se trata aquí principalmente de la inclusión de aquello que tanto en la estética filosófica como en teoría política generalmente se desplaza a los márgenes (en aras de las formas (eidata) , es decir, de las figuras, de las formas, etc.): de los afectos como una especie de aisthêsis endógena en su ubicación conflictiva entre lo imaginario y lo somático-material, entre el individuo y lo colectivo (o el grupo), pero también entre las instancias o capas intrapsíquicas, en tanto que éstas no dejan en absoluto de influir en condiciones de colectividad, o de reunión política, sino que es aquí donde precisamente se forman, constituyen y “cristalizan” en estructuras de sentido y de afecto.

A pesar de que sólo podemos esclarecer los afectos (así como las pulsiones) lingüísticamente –a partir del flujo o reflujo de una fuerza psíquica– a través de representaciones, pensamientos u otras figuras eidéticas o fantasmagóricas  vinculadas con ellos (“cargadas” por ellos), estos, sin embargo, no se dejan reducir a estas representaciones. Los afectos más bien modelan y desfiguran continuamente las composiciones, las aleaciones entre formas (eidata), entre deseo y representación, entre percepción, imaginación y actividad, entre obrar y actuar.

La renuncia a elaborar este plano es por lo tanto una cosa. Pero otra cosa muy distinta,  es la afirmación de que los conflictos inconscientes y las aleaciones de afectos, representaciones y deseos con ellos desplazadas no serían relevantes en el plano de lo colectivo (para su análisis o para su autotransformación o autopersistencia), puesto que el análisis del inconsciente estaría reservado a la psique individual (lo cual es falso, como ya mostró no por primera vez el psicoanálisis de grupo, y ya antes Freud y el analítico y filósofo Theodor Reik).

 
Poder instituyente y constituyente

El dis/gusto de la transformación, el dis/gusto de la persistencia en una ilusoria igualdad de sí, la cohesión y la integración, o la descomposición y el enlazamiento significativo, son términos relevantes de este campo de reflexión afectivo-estética sobre el imaginario político y la praxis política. La ilusión del mundo de los pensamientos y de las leyes, y de su realización creadora de racionalidad (“el pensamiento es omnipotente; la experiencia prescindible”) sustituyen en los dispositivos de la heteronomía colectiva las reflexiones sobre estas aleaciones tan relevantes para la práctica. La pregunta sobre por qué queremos transformación y ya no persistencia, y por qué queremos que se acabe eso que, ante un horror o espanto normalizados, “pasa” o “se comete”; esto es, la pregunta sobre por qué queremos deponer a los esbirros de la explotación o simplemente a aquellos que llevan a cabo malas políticas, no necesita en absoluto, en tanto que pregunta que concierne a la reflexión sobre la experiencia, ser reflejada y aparecer en un dispositivo discursivizado omniabarcante y heterónomo.

En lugar de eso, predominan dogmas preestablecidos y teorías sistémicas globales, así como pseudo-identidades en las cuales la inquietud, el inconformismo, los miedos, pero también el goce y el deseo político son conjurados y superados en el sentido hegeliano. De hecho, no retornan de modo idéntico como el deseo reprimido en el inconsciente, sino que, al haber sido forzosamente conjurados resurgen de nuevo ante cada acontecimiento, se aferran a cualquier constelación de proyecciones ideales que les encaje de algún modo y promueven con eso la acción ciega. De este modo, sacrifican el actuar deliberativo entendido como libertad colectiva, lo que siempre quiere decir también integradora.

Pero así como los afectos del horror o de la culpa siguen viviendo de forma subterránea, y aparecen cada vez para ser de nuevo políticamente reprimidos, del mismo modo sobreviven también los afectos vinculados a la liberación (así como al deseo de ésta); como una especie de anacronismo, crean siempre nuevas formas de realización en lo social-histórico. El recuerdo explícito –y el proceso de re/institución– de viejas formas de protesta política, de instituirse o constituirse de forma político-democrática contribuye tanto a la generación de nuevas formas como sus procesos de sedimentación implícitos e incluso inconscientes. Reflejar los conflictos con ello vinculados como conflictos propios, latentes dentro de nosotros, no tendría que ser un obstáculo, sino todo lo contrario.

Con el fin de relativizar la tendencia a la absolutización a partir de la cual la filosofía del siglo XX ha inflado el concepto de poder para acabar despachándolo de forma reactiva, quisiera acabar con la metáfora arendtiana del poder que se encuentra en la calle. Esta metáfora constituye un antídoto realista contra la abstinencia de poder manifestada teóricamente en numerosas ocasiones, la cual pretende entenderse políticamente sin tomar el poder, cuando la política no es otra cosa que la pregunta por el reparto igualitario y justo del poder entendido como proceso de institucionamiento/destitución/institución/constitución … Tomar el poder sin hacer con ello un monopolio de poder para alguien es el arte de la democracia, esto es, del reparto de poder más equitativo posible y de la mayor alternancia posible de todos en su ejercicio y su “aceptación”[18]. Al concepto de poder, como político (y también como público), le repugna el monopolio de poder de unos pocos, en tanto que el monopolio privatiza y se apropia de lo que ha pertenecido/obedecido a todos y ha de pertenecer/obedecer a todos. El poder en tanto que político empuja a su expansión y alternancia, en una reflexión constante sobre las condiciones an/arquicos [an/árquicos] fundamentales del arkhé. Éste se desarrolla permanentemente a partir de la ausencia de presupuestos en el sentido conceptual y ontológico, en tanto que no existe ninguna fundamentación universal para la forma de su ejercicio o de su influencia. Para Aristóteles esto era evidente, y quienes con él –Arendt, Castoriadis, Lefort o Rancière– intentan entender la política han puesto esto siempre de relieve contra los discursos fundamentalistas y prototeológicos sobre el poder/archê como principio ontológico universal. Sin embargo, en su fe en la la teoría, el ser humano confía más en la omnipotencia del pensamiento y los principios que en el poder de prácticas democráticas-instituyentes –actos lingüísticos y prácticas artísticas incluidas–; en principios (el significado ontoteológico abreviado de archai) de los cuales cree poder derivar la esencia y las posibles materializaciones del poder, a falta de intuición y capacidad política de juzgar.

Así, la metáfora del poder de Arendt designa en el campo de la reflexión política un poder que también se asienta y actúa en nosotros/as, en nuestras representaciones y nuestras estructuras de deseo; en nuestra comunicación imaginada y en la realizada, en todas partes y condiciones … La riqueza de esta metáfora radica por otro lado en el oxímoron de un poder que se encuentra en la calle, que es recogido por aquellos que van por ella, para instituir a partir de ahí nuevas formas y estructuras del ejercicio de poder[19]. ¿Una nueva constitución más democrática? Tal vez, pero de momento las multitudes de la unión europea están permitiendo y soportando con la supresión parcial de la separación de poderes (que concede competencia legislativa al consejo de ministros) un coup d’état oligárquico, a través del cual la soberanía legislativa del “demos” en las democracias representativas, ya sin ello extremadamente diluida y de facto inexistente, es cedida de una manera completamente desproporcionada a los representantes de los gobiernos nacionales. El poder democrático instituyente y, más aún el poder democrático constituyente, exigen por tanto una intensificación de la capacidad de juzgar política a ser posible de todos y por todos. Esto nos permitiría salir del reino de la retóricaReich der Rhetorik][20], y nos acercaría a la idea aristotélica de un desarrollo de la inteligencia política a través de la participación alternativa en el ejercicio y la aceptación del poder, así como en la conexión de la ética y la estética kantianas con la política, no por casualidad raramente señalada, la cual no puede quedar oculta bajo ningún concepto detrás de la lógica de los afectos.



[1] La autora establece aquí un campo conceptual que va a poner en funcionamiento y desarrollar a lo largo del artículo. Este campo se basa en la tríada conceptual institución-constitución-destitución, proveniente de la raíz latina statuo, y que opera tan bien en el alemán como en el castellano, así como en la constelación paralela en alemán que deriva del sustantivo Setzung (equivalente del latín statuo y que nosotras traducimos por “posición”, y que podría traducirse también por establecimiento, fijación, etc.) con diversos prefijos (Ein-/in, zusammen/con …), y que, desgraciadamente no encuentra un equivalente en castellano (Einsetzung, por ejemplo, tiene una traducción directa en el concepto “institución”, mientras que Zusammensetzung debe traducirse como “composición” o “constitución”, etcétera). Nos encontramos pues en alemán con dos agrupaciones conceptuales paralelas para referirse al mismo campo de sentido, la institución, que no encuentran tal desdoblamiento en castellano. Además, la riqueza compositiva a través de la raíz Setzung genera múltiples combinaciones. Es por eso que hemos optado por intentar reflejar los matices conceptuales de cada uno de los conceptos basados en el Setzung en castellano renunciando al juego con la raíz y, a la vez, mostrar la correspondencia alemana entre paréntesis. Véase también la traducción del artículo de Gerald Raunig publicado en este mismo número, en el que se trabaja asimismo con estas constelaciones conceptuales [NdT].

[2] Véase a este respecto el capítulo “Von der Menge zur Polis. Quantität und Qualität der Menge”, en Alice Pechriggl, Chiasmen, Transcript, Bielefeld, 2006, págs. 152-158.

[3] Me refiero al concepto de matriz del psicoanálisis de grupo tal y como fue desarrollado en los años cuarenta por Bion así como por Foulkes como matriz de grupos, en la cual todas las representaciones, afectos, deseos, etc., inconscientes o inconscientes y conscientes se unen entrelazándose e interactuando.

[4] Benjamin Constant delimitó la libertad antigua respecto de la moderna mediante los conceptos de participación y representación, donde représentation significa primero “sustitución”, la cual pero ha de ser indesligable de la “representación” si quiere alcanzar su meta: ninguna representación sin una idea representativa de aquello que ha de ser sustituido.

[5] Lo que, respecto a la crítica por ejemplo a la heteronormatividad, parece un poco estrecho de miras comparado con  fijaciones de normas radicalmente transformadoras y conduce inmediatamente a una normativización discursiva encubierta.

[6] Véase a este respecto Jacques Rancière, El odio a la democracia, Amorrortu, Buenos Aires, 2006.

[7] Cornelius Castoriadis, L’institution imaginaire de la société, Seuil, París, 1975. [Versión castellana: Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, trad. A. Vicens, Tusquets, Barcelona, 1983]. La disputa mencionada –teorizada junto con Lefort y Lyotard– había empezado en los años cincuenta en el marco del colectivo de redacción de la revista Socialisme ou Barbarie.

[8] A no ser que separemos lo extraño o lo conflictivo como lo malo y lo veamos sólo en “l’enfer c’est les autres”, o “todo lo malo viene de fuera”, etcétera. En esta perspectiva microscópica que pone en cuestión las propias tendencias e implicaciones heterónomas así como las resistencias inconscientes internas contra la liberación y la transformación, Castoriadis se encontraba al menos desde un punto de vista teórico mucho más cerca de Foucault que muchos/as filósofas/os de la “deliberación del príncipe” macropolítica. Acerca de la vinculación de Castoriadis con Foucault véase en particular Philippe Caumières, “La pensée de l’autonomie selon Castoriadis au risque de Foucault”, en Sophie Klimis, Laurent Van Eynde (eds.), L’imaginaire selon Castoriadis. Cahiers Castoriadis, n° 1, Facultés Universitaires St. Louis, Bruselas, 2006, págs. 165-199.

[9] En este sentido, “trascendental” se muestra como necesariamente más relativo, término siempre ya referente a lo empírico y con ello condicionado desde su lado (a posteriori) en una perspectiva de abierta circularidad. Esto hace más comprensible desde un plano ontoepistemológico la aguda crítica de Castoriadis al estructuralismo como axioma demasiado determinista y enemigo de la praxis.

[10]Entrevista con Antonio Negri, realizada en francés por Martine Lemire et Nicolas Poirier, 2005 (http://multitudes.samizdat.net/article.php3?id_article=1928).

[11] El propio Castoriadis criticaba la concepción de Jung y los restos Freud que en ella se encuentran; véase Fait et à faire. Carrefours du labyrinthe V, Seuil, París, 1981, pág. 177.

[12] Véase Maurice Merleau-Ponty, L’institution. La passivité. Notes de cours au Collège de France (1954–1955), Belin, París, 2003.

[13] Véase para ello el último capítulo en P. Aulagnier, L’apprenti historien et le maître sorcier, PUF, París, 1984.

[14] Véase el capítulo homónimo de la Fenomenología del espíritu. [El término alemán es Bildung, que desde la Ilustración apunta a un proceso de formación continua del sujeto que recibe o está involucrado en esa Bildung; formación personal y espiritual dentro de un proceso global de maduración de la humanidad en general (NdT).]

[15] Desde este punto de vista “los griegos” o más bien los atenienses no son un modelo para Castoriadis, pero sí que son, desde determinada perspectiva, pioneros, porque fueron los primeros en hacerse esta pregunta y construyeron para ello las instituciones políticas (democráticas) correspondientes. Esto no debe hacernos perder de vista la exclusión de mujeres y esclavos como elemento constitutivo de la democracia ateniense, exclusión que marca la “consciencia de la tradición” en el imaginario político hasta hoy. A pesar de que este elemento reprime gravemente la realización de la “democracia de género”, no por ello tiene que estar inscrito como “arquetipo” o genéticamente anclado en el “inconsciente colectivo” para siempre. Sólo cuando hayamos clarificado los modelos y dinámicas, complejos y regenerativos, según los cuales se perpetúan estos factores de exclusión fundadores de la oligarquía androcéntrica, podremos empezar a destituirlos y a inventar e instituir un imaginario nuevo y democrático junto con sus instituciones pertinentes.

[16] En lo que respecta al imaginario de los planos de proyección de la feminidad [Projektionsflächenimaginäre der Weiblichkeit] véase Alice Pechriggl, Corps transfigurés, vol. I y II, l’Harmattan, París, 2000, así como Pechriggl y G. Perko, Phänomene der Angst. Geschlecht – Geschichte – Gewalt, Milena, Viena, 1996.

[17] Tomar en cuenta el actuar, o el rechazo en el plano de lo colectivo lleva a preguntarse, por ejemplo, en qué medida repercuten los conflictos históricos masivamente reprimidos (nunca para todos en la misma medida) sobre los conflictos Eros-Tánatos de las generaciones ulteriores y cómo estos a su vez determinan los desplazamientos afectivos y las sublimaciones (privados, así como fundadores de institución y significado) que modelan la realidad colectiva. Hay una diferencia sustancial, por ejemplo, entre el hecho de que gays y lesbianas se hagan colectivamente conscientes de su homofobia interiorizada e instauren entonces al hilo de una Gay Pride un sentido político-irónico y con ello un poder de su impotencia; o que refuercen su homofobia interiorizada (lo cual es inevitable en sociedades homófobas) proyectándola sobre ellos/as mismos/as como odio de los otros contra ellos/as, de tal forma que cada vez vivan con más miedo, más cohibidos/as y más agresivos/as contra sí mismos/as.

[18] La alternancia de archein kai archesthai es para Aristóteles la única posibilidad para los ciudadanos de la polis de ser libres, y quien no ha aprendido a obedecer (la ley), tampoco puede gobernar como ciudadano libre sobre otros ciudadanos libres, sino que los dominará siempre tiránicamente.

[19] Véase principalmente su libro Sobre la Revolución, Alianza, Madrid, 2004.

[20] Título de un libro de Chaim Perelman.