Cookies disclaimer

Our site saves small pieces of text information (cookies) on your device in order to keep sessions open and for statistical purposes. These statistics aren't shared with any third-party company. You can disable the usage of cookies by changing the settings of your browser. By browsing our website without changing the browser settings you grant us permission to store that information on your device.

I agree

04 2019

Ecologías que cuidan

Francesco Salvini

Traducción de Marta Malo de Molina

Casi un manifiesto

Si no fuera tan largo, este texto sería (le gustaría ser) un manifiesto. No se trata de un ensayo analítico que interprete un lugar o una historia crítica del movimiento impulsado por Franco Basaglia. Más bien constituye una deriva, un itinerario no planeado, a través y con una serie de reflexiones, acontecimientos y objetos con los que me he topado en mi relación con el actual sistema de atención sanitaria de Trieste. Es el resultado de un largo compromiso con los agentes que habitan y construyen tal sistema, con las memorias de una práctica colectiva de cuidado y con los artefactos y lugares que constituyen la posibilidad material de esa práctica con la que nos cuidamos unos a otros, un compromiso con lo que Franco Rotelli (2013, Cogliati 2018), uno de los protagonistas de la trayectoria triestina y director del Departamento de Salud Mental de Trieste durante las décadas de 1980 y 1990, llamó una “ciudad que cuida”: una ciudad que sana, una ciudad que se preocupa y ocupa, una ciudad que atiende[1].

Este texto tiene dos preocupaciones principales. En primer lugar, constituye un intento de aportación a la crítica (y a la reinvención) del análisis institucional proponiéndolo como ecología: una práctica de organización “en medio de los problemas”, en términos de Donna Haraway (2016), en lugar de un diagnóstico externo del problema de otros o de una práctica autónoma alejada de las contradicciones de quien está realmente con las manos en la masa. Una ecología trata el tiempo de un modo diagramático y no lineal, instituyendo una relación entre la dinámica social y el imaginario político como exploración concreta en constante tensión con el presente, tal y como es y, a la vez, como podría ser.

La singularidad de Trieste se inauguró con el tumulto general de la década de 1970, pero, en la actualidad, se sitúa en el marco de los modelos contemporáneos de gobernanza en (el Sur de) Europa: el desmantelamiento del sistema de bienestar ha afectado no solo a la prestación de servicios, sino también a la legitimidad de las políticas públicas en su función de cuidado de la sociedad. El espacio de Trieste no escapa a este escenario. La revolución basagliana está ahora inmersa en las condiciones de precariedad y austeridad, en el lodo de la privatización y de la contrarreforma institucional y en las consecuencias de la noción neoliberal del cuidado como un proyecto referido a la individualización de los afectos y a la mercantilización de las vidas.

Las elecciones de generaciones anteriores constituyen nuestros espacios contemporáneos de posibilidad. Y el espacio de posibilidad actual es el del hundimiento del sistema de bienestar. Vivimos en un mundo dañado: el pasado insiste en el presente y lo contemporáneo se espesa en la linde precaria de la modernidad, en la crisis del paradigma que anunció (prematuramente, una vez más) el fin de la historia. Para escapar a la trampa de las alternativas infernales (Stengers y Pignarre, 2011), de tener que elegir entre una destrucción de los sistemas de bienestar impulsada por el mercado o un paternalismo autoritario de la mano del Estado, intentaré instituir un espacio de narración y fabulación que pueda, espero, promover la singularidad de Trieste como práctica de imaginación concreta más allá de sus fronteras.

La segunda cuestión que aborda este ensayo es el papel del cuidado en la constitución de tejidos sociales en cuanto que ecologías. Las reflexiones contemporáneas sobre el cuidado son múltiples y, en ocasiones, contradictorias: el cuidado es una categoría en disputa en el análisis crítico de la reproducción social, pero en los últimos años se ha vuelto también omnipresente en el marketing moral y en la gobernanza neoliberal, determinando, tal y como lo designa María Puig de la Bellacasa, un “orden ubicuo de moralidad biopolítica individualizada” (2017). Consciente de este segundo significado, no obstante, intento mantenerme dentro de estos debates críticos, participar de ellos, en particular en/dados los espacios plurales de los feminismos que han estado construyendo una noción compleja del cuidado a lo largo de los últimos cincuenta años (por lo menos).

El cuidado es un territorio ambivalente. Resulta decisivo en el análisis de las formas contemporáneas de capitalismo como máquina micro y biopolítica que organiza la reproducción social: el cuidado perpetúa la explotación, la desposesión y la abstracción (Barbagallo, 2016; Federici, 2013; Fraser, 2016), en particular (aunque no solo), más allá de la esfera de la producción de mercancías por medio de mercancías, en los términos de Sraffa (1975). Al mismo tiempo, el cuidado es un espacio de autonomía y organización que es capaz de instituir nuevos terrenos de posibilidad dentro y contra los procesos de aniquilación que el capitalismo desencadena (bell hooks, 2009; Precarias a la Deriva, 2004).

En medio de esta tensión, recientemente, han entrado en el análisis del cuidado nuevas concatenaciones, dinámicas y agentes que entrelazan la geopolítica del poder y los procesos de articulación de la raza, el género y la clase con los ciclos continuos de producción social que el cuidado, en cuanto que ontología, sostiene. Por otro lado, el análisis crítico de la actualidad se enfrenta hoy también a las dimensiones más-que-humanas y más-que-sociales que el cuidado implica: al borde de otros mundos, las prácticas de cuidado se componen a partir de la capacidad de acción sensible de las materias y de las temporalidades urgentes de la sostenibilidad y de la catástrofe (de la Bellacasa, 2017).

En la estela de estos debates y enfoques múltiples, intentaré hacer equilibrismos sobre una cuerda distinta, que cruza el análisis institucional con las complejidades y singularidades del cuidado, en tanto procesos moleculares que configuran su funcionamiento material, así como con la lógica organizativa que reproduce la racionalidad institucional, esto es, las líneas molares que ordenan la institución. Por plantearlo en términos más concretos, estoy intentando seguir con (el) cuidado en su punto de intersección con la crítica instituyente de la ciudadanía.

Históricamente, la ciudadanía industrial y el sistema de bienestar social constituyeron el horizonte utópico de las luchas del siglo XX (de trabajadores varones blancos): el objetivo era una imagen homogénea de sociedad civil organizada a través del Estado nación. El movimiento basagliano instituyó otra concepción de lo que era un ciudadano, señalando cómo la institución negaba la ciudadanía al “matto”, el “loco” (término peyorativo del que se reapropió), y formulando de manera afirmativa la cuestión de la ciudadanía a través de las lentes de la singularidad y de la fragilidad.

Ahora bien, hoy en día, la pregunta por la ciudadanía puede virar en otro sentido: ¿cómo podemos producir una práctica cotidiana de democracia en la situación actual? ¿Cómo pueden los locos, cómo podemos nosotros, como locos, como extranjeros interiores de la sociedad, reclamar sus/nuestros derechos sociales, civiles y políticos, sin verse/vernos atrapados en el doble vínculo de exclusión-versus-normalidad? ¿Cómo puede el Estado de bienestar sostener la libertad constitutivamente difícil de las singularidades dentro de la vida urbana, en lugar de constituir/normalizar al ciudadano como identidad homogénea titular de derechos y reconocida en función de esa titularidad?

La ciudadanía, en otras palabras (en tanto que “cuidadanía”, utilizando el juego de palabras de Precarias a la deriva, 2004), gira en torno al papel constitutivo del cuidado en el tejido de la vida urbana y social. En Trieste, esta cuestión se enunció inicialmente de dos maneras: como problema institucional (cómo desmantelar la tendencia institucional a objetualizar la sociabilidad) y como desafío institucional (cómo inventar prácticas transformadoras dentro de la institución, prácticas capaces de sostener la libertad de quienes se encuentran en un momento de fragilidad).

La desinstitucionalización fue una práctica dirigida a reclamar la subjetivación-otra contra los modos objetualizadores de la institución total: una objetualización que no solo afectaba a los cuerpos confinados de los internos, sino también a los de los trabajadores que ejercían de técnicos de la opresión. Resulta fructífero analizar las objetualizaciones practicadas por la psiquiatría como límite de la tendencia de todas las instituciones a reproducirse a sí mismas (y a reproducir su poder sobre la sociedad) en lugar de sostener la reproducción social (y la invención permanente, Rotelli, 1988) de medios colectivos organizados para responder a los deseos sociales (tal y como define más o menos Gilles Deleuze, 2004, una institución).

En Trieste, esta práctica de ciudadanía como emancipación se articuló en la dimensión molar, como ataque contra el orden de la institución: a través de movimientos sociales, crítica médica, campañas en los medios de comunicación, procesos legales y conflictos urbanos, a través de la regulación legal y la producción institucional y de un largo etcétera de estrategias, todas dirigidas a defender la invención de una práctica diferente del cuidado. Al mismo tiempo, esta práctica ha sido y sigue siendo un experimento en torno a una comprensión radical de la ciudadanía, como esfuerzo de cuidado que involucra a usuarios y ciudadanos dentro de una política molecular que cuida.

Con la intención de contribuir a este experimento, me adentro en esta ecología del cuidado (o en estas ecologías que cuidan, puesto que el cuidado es un proceso y siempre se da en plural). Ecología del cuidado significa, entonces, tejer cuidados (y sentido) a través de los modos siempre impredecibles y no resueltos de la reproducción social; tejer cuidados a través de la composición de diferentes procesos de transformación subjetiva; tejer cuidados “con lo que nos rodea” (Stengers, 2013, pero también Harney y Moten, 2013, o Deleuze y Guattari, 1988), es decir, reconociendo la interdependencia del cuidado dentro de la organización social, mental y medioambiental de la vida cotidiana.

Las ecologías que cuidan se mueven por las tensiones y las composiciones vivas del cuidado, dentro, alrededor y por fuera de la práctica institucional. Tomando el espacio de Trieste como terreno para esta imaginación concreta, utilizaré las próximas páginas para intentar bosquejar la ecología del cuidado como un ensamblaje de conceptos, materialidades, relaciones y experiencias.


Trieste, città libera?

Esta historia se desarrolla en un espacio singular, Trieste. A lo largo del Siglo XX, Trieste fue casi siempre un confín ante lo desconocido: borde de la crisis del imperio austrohúngaro después de la Gran Guerra; límite de expansión del régimen fascista italiano; última baliza de la “democracia” occidental, junto al extremo del telón de acero.

En verdad, Trieste ha sido una frontera a lo largo de los siglos: lugar de intercambio global y de convivencia entre religiones, comunidades y culturas. La caída del imperio austrohúngaro y la inclusión de Trieste como parte de Italia provocó el hundimiento de la ciudad como centro financiero, así como el surgimiento de conflictos de identidad entre italianos, eslavos y otros grupos étnicos de la localidad. Desde la década de 1950, las oleadas de migraciones desde Yugoslavia sostuvieron el desarrollo de fábricas de acero y de otras industrias. Después de la crisis industrial de la década de 1980 y de la caída del telón de acero, Trieste entró en una larga crisis económica y medioambiental, complicada por la realidad demográfica de una población envejecida.

En este lugar de inercia, el movimiento basagliano creó una ruptura plural y global desde finales de la década de 1960. La historia arrancó en 1961, en la ciudad de Gorizia, donde Franco Basaglia y su equipo transformaron el manicomio en una comunidad terapéutica, a la vez que ponían en cuestión la relación de poder incrustada en su propia práctica de reforma institucional, hasta que el modelo de Gorizia entró en crisis en 1968, cuando la imposibilidad de colaboración con el gobierno local llevó a Basaglia a dimitir. Ya en 1964, con La destrucción del Hospital Psiquiátrico como lugar de institucionalización (Basaglia, 1964), se definió un nuevo marco para la psiquiatría crítica y radical, que incluía una autocrítica del propio modelo de comunidad terapéutica con el que habían estado experimentando.

Inspirado en la fenomenología, Basaglia distinguía entre, por un lado, el sufrimiento psíquico temporal y la fragilidad de personas que necesitaban cuidado y, por otro, la institucionalización, que él identificaba como problema principal. Lo que había que eliminar y transformar en primer lugar era la función violenta y drástica de la psiquiatría (y de la medicina) en los procesos de cuidado.

En el manicomio tradicional, el manicomio frenológico, la psiquiatría, sostienen Franco Basaglia y Franca Ongaro (1987), es una práctica de violencia que basa su legitimidad en una idea totalitaria de la relación entre Estado y sociedad. En este marco, cuidar no es una opción (y el cuidado se convierte en una práctica de represión y control). Sin embargo, el descubrimiento y el uso de nuevos enfoques farmacológicos después de la II Guerra Mundial permitió a Basaglia defender un rechazo radical de los mecanismos tradicionales del manicomio y proponer un nuevo planteamiento del cuidado. En este nuevo marco farmacológico, institucional y político, la desinstitucionalización, la psicoterapia institucional, la psiquiatría radical, la antipsiquiatría, la etnopsiquiatría y otras variantes cobraron una centralidad renovada, primero en Inglaterra y Francia y, más tarde, en Italia, Alemania, España y Brasil.

Nacido entre los seguidores de las prácticas institucionales radicales de John Connolly y otros a finales del siglo XIX, este debate floreció en torno a la experiencia de Saint Alban y La Borde en Francia, el Hospital Militar de Northfield y la práctica antipsiquiátrica del Kingsley Hall y de la Asociación de Filadelfia, en Reino Unido, así como el movimiento italiano antiinstitucional, en particular en Trieste, Trento y Reggio Emilia.

En Italia, algunos de los principales participantes en estos debates fueron Franco Basaglia, Franca Ongaro, Mariagrazia Giannichedda y Franco Rotelli. También fueron y son importantes las publicaciones de Giovanni Jervis, Mario Tommasini, Assunta Signorelli, Giovanna Del Giudice, Giovanna Gallio, Mariagrazia Cogliati y Peppe Dell'Acqua. Al mismo tiempo, pensadores como Michel Foucault, Mony Elkaïm y Robert Castel y artistas como Marco Bellocchio, Silvano Agosti, Dario Fo y Franca Rame, entre muchos otros, ampliaron el espacio de la crítica más allá de la psiquiatría.

Hubo y hay muchas personas involucradas, pero, fundamentalmente, esta nueva práctica de cuidado en Trieste fue posible gracias a una nueva generación de usuarios/as, enfermeros/as, médicos/as y ciudadanos/as que habitaron el manicomio desde la década de 1970 a partir de una idea del mismo como lugar de experimentación y debate: cientos de personas voluntarias, artistas, activistas y estudiantes que, a lo largo de las décadas de 1970 y 1980, fraguaron la realización material de una imaginación colectiva de libertad y emancipación como base para el cuidado. Todas estas personas juntas, aliadas, partes y contrapartes de la gestión institucional, imaginaron y sostuvieron una intrusión en la institución que provocó una nueva comprensión de cómo tratar la salud mental, pero también una invasión que fue capaz de resistir a los contraataques conservadores y a la restauración de los modelos tradicionales.

Algunos hechos históricos para aterrizar mis reflexiones en torno a las ecologías que cuidan de Trieste: en 1971, Franco Basaglia fue nombrado director del Manicomio, con el mandato político del presidente regional democristiano, Michele Zanetti, de cerrar de manera definitiva el Hospital Psiquiátrico. En aquel momento, había 1.300 internos en Trieste; más de 100.000 personas confinadas en Italia. Después de una profunda labor social, médica, política y mediática, en 1978 se aprobaba en Italia una ley que dictaba una reforma estructural, prohibía la reclusión, reconocía la inalienabilidad de los derechos políticos, sociales y civiles de los usuarios y usuarias y definía un protocolo para el desmantelamiento de todos los hospitales psiquiátricos y la institución de servicios locales y comunitarios y de secciones de psiquiatría en los hospitales generales.

No obstante, dentro de estos debates y prácticas, la desinstitucionalización no se entendía como un proceso de reforma que instauraría una nueva relación de poder, menos violenta tal vez, articulada en torno a la negociación sobre nueva medicación y servicios abiertos. En lugar de ello, la estrategia del movimiento de psiquiatría radical italiano de la década de 1970 era destruir la institución de tal modo que la desinstitucionalización del manicomio formara parte de una crítica más amplia de la medicina y del Estado de bienestar.

“Con el hospital a las espaldas, no se puede”, me dijo hace poco Alessandro Saullo, un psiquiatra de la nueva generación, cuando me explicaba la lógica de destrucción que existía en aquel entonces: si el hospital psiquiátrico se mantiene como amenaza disciplinaria para las personas con sufrimiento, la salud mental no puede desplegarse como práctica de emancipación. El viaje de recuperación no puede ser solo de sanación; es un viaje de emancipación, de apropiación de los lugares y de los objetos de la vida como terreno autónomo para la producción de nuevas relaciones sociales, tanto dentro como fuera de la institución y, por lo tanto, solo puede darse a través del sistema de bienestar y, al mismo tiempo, en la dinámica abierta de la vida urbana. Mariagrazia Giannichedda (2015) resume este esfuerzo como la capacidad del sistema sanitario público (esto es, el Estado) de sostener la libertad constitutivamente difícil de la vida urbana. Lo que se pone en juego es el proceso de subjetivación, en contraposición con la objetualización institucional de la persona con sufrimiento, pero también, a través de la política de las cosas, en tanto que implicación activa con la cuestión de cómo enriquecer, en términos materiales, esas vidas reducidas a existencias desnudas: rompiendo las cerraduras, quitando las correas de contención de las camas, eligiendo mobiliario adecuado para los lugares donde vive la gente y, en general, pensando políticamente sobre los lugares y sobre los objetos de la vida.

Este proceso de emancipación implicaba no solo una transformación cultural y una lucha política, sino también la desobediencia colectiva de leyes y la producción de nueva jurisprudencia que reconociera los derechos políticos, civiles y sociales de las personas internas en el manicomio. Y aunque la ley de 1978 prohibía la institucionalización, la aplicación de la reforma se desarrolló de modo desigual a lo largo de las décadas de 1980 y 1990. El último manicomio italiano cerró oficialmente en 1999, pero las prácticas y los protocolos de la asistencia sanitaria que tienen por objetivo declarado ayudar a las personas con sufrimiento siguen siendo problemáticos en la mayor parte del país.

Tras la muerte de Basaglia en 1980, su equipo, a través del duelo y del profundo compromiso, reconstruyó la radicalidad de este proceso y la tradujo en la afirmación de una lógica urbana del cuidado. En Trieste, cuando se cerró el manicomio en 1981, los cuidados ya estaban descentralizados. Los centros de cada Distrito de la ciudad estaban abiertos 24 horas al día, siete días a la semana: las puertas estaban abiertas; desde finales de la década de 1980, se organizaron decenas de cooperativas sociales con el apoyo del Departamento de Salud Mental, que también financió becas de estudios, presupuestos comunitarios y otras formas de apoyo económico. En la actualidad, esta ecología incluye pisos, servicios de proximidad, mecanismos para la integración familiar o para la vida independiente de usuarios y usuarias. Partiendo de la creación de los Distritos de salud territorial[2] a principios de la década de 2000 y de los programas locales integrados en 2005, ambos analizados más adelante en el texto, la extensión de la crítica basagliana a la práctica médica general transformó la atención sanitaria comunitaria y el hospital general, conduciendo finalmente a nuevas regulaciones legislativas como la Ley Regional de Reforma del Sistema Sanitario de 2014.

Pero para entender la complejidad de la ecología del cuidado, resulta también útil entender la configuración subjetiva de los trabajadores del sistema público de atención sanitaria de Trieste. La composición es heterogénea y puede esbozarse de la siguiente manera: más allá de las personas que formaron parte del equipo de Basaglia en la década del 70 (en estos momentos jubilados del trabajo, pero aún muy activo), habría un primer grupo que ocupa posiciones ejecutivas y que procede de la larga trayectoria del movimiento basagliano. Dentro de este grupo, algunos mantienen un compromiso político con todo el sistema de atención sanitaria y de cuidados, mientras que otros se centran en el desarrollo de prácticas de atención radicales pero disciplinarias, dentro de la psiquiatría y más allá de ella. El segundo grupo de profesionales ha accedido al sistema de salud por la clásica vía promocional y está bastante alejado de la ética del movimiento basagliano. Por último, existiría un tercer grupo, más joven y pequeño que los otros dos, que ha llegado a Trieste atraído por el legado basagliano y por el trabajo en servicios experimentales de salud mental y salud urbana. Al mismo tiempo, el espacio de las cooperativas de la economía social en torno al cuidado hoy involucra a cientos de personas como cuidadoras y usuarias, que tienen un apego afectivo y moral al movimiento basagliano. La mayoría de los trabajadores más jóvenes del sistema sanitario (que emplea a cerca de tres mil personas) no son conscientes de la singularidad del sistema; muchos habitantes de la ciudad saben de la excepcionalidad del modelo triestino de prestación de cuidados y del legado basagliano, pero la mayoría no.

La reinvención permanente y abierta del proceso basagliano se erige sobre estas aguas movedizas, constituyéndose en el día a día a través de la apropiación (y la dificultad para apropiarse) de los espacios institucionales. Se trata de desbaratar aquello que separa los lugares del cuidado de la vida social, sacando el cuidado de las instituciones y poniéndolo en el centro de la vida de la ciudad (desplegando, pues, un “cuidado de los lugares, en vez de lugares de cuidados” en palabras de Ota De Leonardis y Emmenegger, 2005).

Lo que está en juego es la frágil posibilidad de afirmar un sentido común diferente, como práctica de activación a través de las instituciones (un sentido común no en sus connotaciones kantianas, sino más bien algo próximo a lo que Christoph Brunner, 2018, denomina un “sentido activista”): un sentido común de emancipación que pueda sostener una práctica instituyente diferente y radicalmente democrática, inmersa en las dinámicas y las contradicciones de la vida urbana. Y, por último, un sentido común del Estado como lugar de cristalización de recursos que pueden utilizarse para sostener los bienes comunes. Tal y como lo formula Franco Rotelli, “¿y si recreásemos estos puntos de encuentro, esta nueva alianza, entre las instituciones designadas y las personas? Podríamos entonces verdaderamente imaginar que los ciudadanos se constituyen como aquellos que tienen derecho al cuidado y que este cuidado sea una responsabilidad de la ciudad: una ciudad que cuida por todos y cada uno de sus ciudadanos y que, al hacerlo, constituye la ciudadanía y se constituye como ciudad” (2019).

Este sentido común responde a la posibilidad de seguir clavado a las vulnerabilidades de la vida social, en la hermosa paráfrasis de Donna Haraway que hace Nic Beuret (2018). Ofrece una vía para trasvasar los recursos operativos del Estado hacia los procesos ricamente múltiples de la reproducción social. Este intento, y su permanente fracaso, es el punto de partida de este viaje a través de las ecologías que cuidan, donde los conceptos, materialidades, relaciones y experiencias que relampaguean desde la experiencia triestina pueden tal vez permitirnos pensar nuestro presente “en el instante de un peligro” (Benjamin, 2009).


A través de la ecología del cuidado

El hilo rojo que recorre este texto, entonces, es una investigación sobre las ambivalencias de una ecología más que institucional de prácticas, conocimientos, objetos y relaciones. Una ecología que vive en el límite entre la sociedad y el Estado, que intenta interconectar diferentes modos y experiencias de cuidado institucional, pero también una ecología que hace del cuidado una práctica para estar dentro de las dificultades, en medio de las complejidades de la reproducción social.

Esta ecología se sostiene gracias a la yuxtaposición de fragmentos, conceptos, materialidades, relaciones y experiencias y, por lo tanto, también memorias, relatos, animales, objetos, plantas, etc., en tanto que mundos sociales que interactúan entre sí. Empezaré enumerando los fragmentos que utilizo en este texto para bosquejar este sistema interconectado de reciprocidades y conflictos, de mutaciones y composiciones, que es la ecología del cuidado.

Mi punto de partida es el umbral, lugar desde el que empiezo a explorar la singularidad de este compromiso institucional con el cuidado; en segundo lugar, propongo las percepciones como guía operativa en la invención de prácticas institucionales alternativas; y, en tercer lugar, el espacio de la traducción como práctica para implicarse críticamente desde un punto de vista singular con la capacidad de esta ecología para presentar una interpretación diferente de la reproducción institucional. En cuarto lugar, planteo el catálogo como abanico de prácticas que funcionan como crítica afirmativa y línea de fuga de la tendencia institucional a la cristalización procedimental; y, en quinto lugar, analizo, en consonancia con lo anterior, la transición como práctica para contrarrestar la cristalización y favorecer la proliferación y la mutación de las prácticas institucionales críticas a través del encuentro con la vida de la ciudad. En sexto lugar, exploro la práctica del emprendimiento, palabra con la que me refiero aquí al peculiar movimiento de cooperativas sociales de Trieste, como invención de lo común en el filo ambiguo que separa la esfera pública de la privada; en séptimo lugar, dentro de esta ecología material, el compost se convierte en la alegoría concreta para la composición del cuidado en Trieste. Por último, abordo la práctica de la reivindicación como un modo comprometido de implicarse con el cuidado dentro de la reproducción social de un mundo dañado.


Umbral

La primera puerta de entrada a la compleja ecología de Trieste es un programa específico que funciona dentro del sistema sanitario general. Lo recorreré dialogando con las voces y las prácticas de quienes trabajan allí a diario, puesto que mis pensamientos y reflexiones sobre el programa de cuidados integrados a escala local (y sobre las ecologías que cuidan en general) se basan en la colaboración abierta con Margherita Bono, trabajadora en el Programa de Microáreas e impulsora en los últimos años de proyectos de investigación-acción que redefinen su funcionamiento. Este análisis aborda un elemento específico de las ecologías que cuidan, a saber, la diferencia que se puede llegar a marcar cuando las prácticas institucionales se sitúan en el borde o umbral entre el Estado y la sociedad, en lugar de proyectarse desde el Estado sobre la sociedad.

Exploro el umbral dibujando líneas de fuga. Una fuga de la lógica del Estado hacia una lógica del cuidado, una fuga de un marco institucional cerrado hacia un sistema urbano abierto; una práctica hecha de elementos contradictorios que no intenta dotar de sentido a las realidades que la rodean, sino construirlo con ellas, tal y como propone Isabell Lorey (2019) en su aportación al proyecto Entrar Afuera. Una institución que sale fuera, abandonando su zona de seguridad y perdiéndose (Newey, 2019) en la realidad a veces sin sentido fuera de las paredes del hospital o de la sala de consultas. Pero también una fuga de la verdad etnográfica: utilizaré una serie de relatos que se apartan de la factualidad para explorar el espacio de la imaginación.

El Programa de Microáreas es un conjunto de intervenciones en diferentes espacios urbanos vulnerables de Trieste donde se cruzan programas de atención sanitaria, servicios sociales y políticas de vivienda para implicar a las redes sociales locales en el diseño de las políticas públicas de cuidado que se desplegarán en estas áreas. Cada Microárea se ocupa de una población de cerca de 2.000 personas, pero, al mismo tiempo, es un espacio, una habitación pequeña, normalmente a pie de calle, donde se desarrolla un conjunto de actividades: prácticas colectivas sociales y culturales, a la par que servicios tales como revisiones médicas, sesiones de salud pública, coordinación de visitas a domicilio, etc. El espacio está abierto cinco o seis días a la semana; el grupo de trabajo central de la Microárea lo forman entre tres y seis personas que trabajan diferentes programas, pero también algunos voluntarios que se ocupan de actividades que no dependen de las instituciones públicas y un número variable de vecinos que participan en actividades y las organizan.

Uno de los aspectos más interesantes de este programa es que la atención sanitaria no se ofrece a través de protocolos, reglamentos y labores que ven al ciudadano únicamente como destinatario de recursos, atenciones, prestaciones: como receptáculo. Por el contrario, el programa apoya a los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos, ayudándoles a conocer y utilizar los dispositivos y recursos estatales para alcanzar una libertad plena: esa misma libertad de la vida urbana, difícil, dinámica y conflictiva, que describía Giannichedda (2005).

En este marco, la historia del cuidado se construye como relato, se constituye como espacio. Tal vez se refiere a una mujer, que vive sola en un pequeño piso de protección oficial, con un perrito. Cada día, mira el mar desde su balcón; está pasando una mala racha, perdiendo memoria y autonomía. Es mayor y su marido se murió hace algunos años; la referente de la Microárea ha reparado en ella gracias a los rumores que algunas señoras pasan de boca en boca cuando visitan a sus vecinos o van a hacer la compra. La idea, por más que ambivalente, es utilizar los cotilleos para el bien común. En este contexto, que se sitúa en algún punto entre el control y el cuidado, las señoras han descubierto que esta vecina está perdiendo la memoria y se está fragilizando cada vez más.

Así pues, la referente de la Microárea la contacta y empieza a imaginar una serie de recursos que podrían activarse para responder a la situación, recursos que forman parte de la red pública de prestaciones sociales, pero también otros que pertenecen a la red social y comercial de la ciudad. Ello requiere que la referente se enfrente a una multitud de obstáculos y normas, autorizaciones y jerarquías, lógicas y valores, para abrirse camino con diferentes agentes, aliados y herramientas dentro del Estado y de la sociedad en sentido amplio.

La señora mayor, llamémosla Feste Puck (tal y como nos recuerda Foucault, 2003, Shakespeare utiliza algunos actores como puntos de acceso a una perspectiva crítica de la realidad), se niega a entrar en contacto con los servicios que la referente le propone y, en general, se muestra recelosa con todos los trabajadores de los servicios públicos. Está convencida que su médico de cabecera le roba leche de la nevera: probablemente lo hace muy a menudo, lo cual la obliga a ella a ir casi cada día a la Microárea a pedir leche y azúcar.

Todos los días se repite la misma historia: Feste aparece sobre el medio día, cuando la comida del comedor social está lista; pide algo de leche y de azúcar y se la invita a sumarse a la mesa. Se sienta y le cuenta a la referente que nunca le dejan visitar a su marido en el hospital donde está ingresado. La referente le recuerda entonces que su marido se murió hace casi cinco años; tal vez Feste debería pensar en visitar a su médico de cabecera y pedirle que le consiga algún tipo de apoyo estable. Feste empieza a llorar; es consciente de su fragilidad, pero tiene miedo de que la hospitalicen. ¿Quién cuidará de su perro? ¿Podrá volver a casa?

De repente, su sospecha de que el médico de cabecera le roba la leche cobra sentido. Nos está dando un análisis situado de la ecología en la que está inmersa. El médico de cabecera es el guardián, o el canal de entrada, de un sistema general de asistencia: encarna toda la ambivalencia implícita en la condición de “receptor de cuidados”. Por lo general, recibir cuidados supone exponerse a una restricción de la propia autonomía: que te trasladen a una residencia y pierdas tu perro, que pierdas tu pequeño piso y los pocos lazos sociales que tienes en el barrio. Mientras escucho a Feste llorar al acordarse de su marido, me doy cuenta también que nunca es posible saber si en la residencia podrás mirar el mar por las mañanas mientras bebes una taza de café. A fin de cuentas, tal vez no importe tanto si alguien te roba azúcar de vez en cuando. Sigue siendo tu casa y tu barrio.


Percepciones

Como vécu, vivencia, del final del mundo, en palabras de Francesc Tosquelles (1986, cfr. Foucault, 2003), Feste Puck es muy consciente del poder que las instituciones tienden a quitar al ciudadano en la organización del cuidado. Para invertir esta tendencia, la lengua de la institución, “la langue de la téte”, la llama Tosquelles, tiene que desplazarse y entablar un diálogo con “los lugares de las percepciones”. En este diálogo, “lo que cuenta no es la cabeza, sino los pies: saber dónde pones los pies. Los pies son los grandes intérpretes del mundo” (Tosquelles, 2012). En este sentido, la ecología del cuidado se compone con las percepciones situadas creadas por todos los pies que interpretan la ciudad, que la producen como obra común.

Henri Lefebvre contrapone este enfoque ecológico de la percepción al ordenamiento ideológico de la política: “las políticas públicas subordinan la realidad a un sistema estratégico de significaciones” que escamotea a la mayor parte de la población de una ciudad la capacidad de utilizar el espacio público; no obstante, a pesar de ello, los vecinos constituyen colectivamente la ciudad como una ecología, recogiendo y transmitiendo sus percepciones y componiendo de esta suerte la vida social (1996). Consciente del antagonismo entre abstracción institucional y práctica social y en consonancia con la crítica hecha-con-los-pies de Feste, Federico Rotelli, médico de Distrito, explica la lógica de la desinstitucionalización en un opúsculo escrito para defender el sistema de atención sanitaria de Trieste de posibles reformas:

“Cuando [aparecen las patologías crónicas], el sistema sanitario tiende a institucionalizar a la persona (en una residencia para la tercera edad, en un asilo o en un hospital geriátrico). Esto da forma sustancial a la dicotomía enfermedad-exclusión versus salud-comunidad. Sin embargo, permitir que la persona se quede en casa, aunque esté enferma o tenga alguna discapacidad, contribuye a sostener su dignidad personal y sus relaciones afectivas, manteniendo al mismo tiempo una concepción cultural de la enfermedad y de la muerte como acontecimientos que forman parte natural de la vida”.

Aunque Feste Puck y Federico Rotelli tengan trayectorias muy diferentes, ambos aspiran a instituir políticas situadas basadas en la percepción, analizando (y actuando a través de) los efectos que las prácticas institucionales tienen sobre la vida concreta de la sociedad (Mitchell, 1999).

La Microárea aparece como una ecología de la proximidad, por utilizar el término de Andrea Ghelfi (2016). Una proximidad de la política del cuidado para abrir la ecología de la ciudad, donde la práctica del cuidado es co-creadora del tejido urbano. En nuestro viaje imaginario, la vida concreta en torno a Feste es compleja y la referente de la Microárea afronta una situación difícil: los recursos que iba a activar no pueden funcionar en este contexto, dadas las preocupaciones de Feste, y tiene que inventar algo diferente. Empieza a invitarla a diferentes actividades de la Microárea; una vez que ha logrado construir un espacio en común, la referente negocia con Feste una serie de visitas, prometiéndole que no la hospitalizará a menos que sea estrictamente necesario y garantizándole que la decisión final estará en manos de Feste. El objeto de su acuerdo no es el aspecto formal de esta libertad: la constitución ampara a Feste en su derecho a rechazar un tratamiento médico o sanitario, pero lo que marca la diferencia es que la referente, como agente institucionalmente reconocido en la ecología de cuidado, se compromete a apoyar a Feste en el ejercicio de este derecho aun cuando un médico o un trabajador social insista en que debe hacer algo “por su propio bien”.

En esta ecología del cuidado, la prestación de cuidados tiene lugar en el umbral, en el límite entre el Estado y la sociedad o entre el trabajador y el ciudadano; es un dispositivo que destituye e instituye las normas del cuidado. En un taller, Mónica Ghiretti, referente de la Microárea de Ponziana, explicaba que este programa “no tiene barreras que discriminen el acceso, el servicio está ahí, el espacio está ahí para ser habitado”. En el Programa de Microáreas, las fronteras institucionales se ponen en cuestión de modo concreto a través del cruce de estos umbrales que el Estado constituye institucionalmente. En lugar de seguir la corriente de un sistema que deja al ciudadano totalmente solo frente a los poderosos recursos del Estado, se crea, en torno al ciudadano y con él, un ethos colectivo basado en la reciprocidad, la responsabilidad y la inclusión.

La referente llama a los servicios sociales de apoyo domiciliario, a una persona en concreto que puede tener más capacidad de encontrar una solución; este contacto la conecta con los jóvenes del “servicio solidario”, estudiantes de secundaria que reciben una pequeña beca municipal por participar en redes de solidaridad local. Quedarán con Feste para ver cuál es el mejor modo de ayudarla; al mismo tiempo, la red de comercios locales puede llevarle la compra y la referente habla con las personas que se ocupan de un huerto cercano: todas las semanas le acercarán a Feste una caja y comprobarán cómo se encuentra. La referente también la visita todas las semanas, al igual que los jóvenes del servicio solidario. Por su parte, el “equipo de cotillas” llama a su puerta de vez en cuando. En algunas ocasiones, se encuentra una solución y la situación se estabiliza; en otras, en cambio, el empuje de la institucionalización es más fuerte y el empeño por sostener el derecho a la salud dentro de la vida urbana fracasa.

La historia de Feste Puck sitúa este artículo (esta práctica de producción de saber) ante la primera contradicción: la que existe entre la fabulación y la verdad. Aunque son pocos los estudiosos críticos que siguen aspirando a contar la verdad, aún menos son los que se sentirían cómodos si alguno de sus interlocutores (o participantes o informantes, como se les llama) les dijera, como me sucedió a mí, "te montas historias sobre Trieste". Se plantea la pregunta: ¿hasta dónde puede ir la imaginación cuando contamos una historia? ¿Cuál es el papel de la fabulación cuando construimos una imaginación concreta de una práctica social y política? Espero que los fragmentos que presento en este texto nos puedan acercar a una respuesta a tal pregunta.

La historia imaginaria de Feste Puck podría acabar de muchas maneras; tantas que se nos podría ir la cabeza intentando imaginar todas las posibilidades: el esfuerzo por sostener su difícil libertad puede tener frutos durante un periodo de tiempo más o menos largo; podría terminar necesitando una residencia para ancianos, o, por el contrario, podría ser que al final se organizase un sistema para sostenerla; o tal vez acabe hospitalizada. En tal caso, la Microárea se ocupará de su perrito Billy (o Billy-Boo, como rebautizarán al amigo de Feste los que ahora se ocupan de él). Quién sabe, tal vez Feste Puck se convierta en Billy Boo, se transforme en su compañero para escapar a la tendencia institucionalizadora. ¿Cómo estar seguros?

Lo importante aquí no es cuál de estas historias es verdad (cualquiera de ellas podría serlo), sino más bien que cada una porta fragmentos de verdades contradictorias y ambivalentes de pérdida, dolor y vulnerabilidad. Feste Puck y Billy Boo nos permiten jugar con la imaginación: nos hablan de nuestros mundos verdaderos, que no siempre son reales. La definición de verdad de Paulo Freire (2018) resulta útil aquí: "la palabra verdadera es aquella que cambia el mundo". La verdad, por lo tanto, es una práctica pedagógica que lucha contra la abstracción institucional de la vida en los protocolos: la verdad no describe el mundo tal y como es, sino que toma partido en el mundo y participa en la construcción del mundo de nuevo. Esta perspectiva nos permite escapar del doble vínculo que contrapone el infierno realista del mundo neoliberal a la utopía romántica de algo que no ha sucedido y nunca sucederá (cfr. Echevarría, 2000). Por ejemplo, nosotros, con los pies en la Microárea, podemos afirmar que la organización social del cuidado a cargo del Estado puede hacer las cosas de otra manera, puede sostener una vida diferente en la ciudad. Puede imaginar una ecología que cuida.


Traducción

La Microárea es, por lo tanto, un umbral en el que puede comenzar un proceso que incorpore una lógica diferente a la dinámica de los servicios públicos; esto sucede cuando la prestación de cuidado se desinstitucionaliza gracias a la emancipación de todas las personas que participan, cada una desde su posición específica, en la labor de cuidado. Este encuentro entre diferentes actores y diferentes saberes está mediado por un esfuerzo de desplazamiento, por una política de traducción, tal y como intentaré explicar más adelante en este apartado.

Pensar el cuidado como ecología nos permite reconocer que "la reciprocidad del cuidado raramente es bilateral: el tejido vivo del cuidado no se mantiene gracias a individuos que dan y reciben de vuelta. Se trata, más bien, de una fuerza colectiva diseminada" (de la Bellacasa, 2017). En un sentido parecido al que propone María Puig de la Bellacasa, los procesos abiertos en el experimento de las Microáreas desdibujan el límite artificial entre la sociedad y el Estado y ponen en entredicho la frontera que separa a los individuos de la dimensión social de la enfermedad, la angustia o, en un sentido más conciso, todo lo que contiene la palabra "problema". Cuando se activa la lógica del umbral, el proceso de cuidado deja de versar sobre la persona y se convierte en una ecología de cosas, prácticas y afectos, transformando así el límite institucional en una frontera abierta.

Volviendo a Isabell Lorey, la práctica de cuidar juntos “se basa en la acumulación de saberes, en conocer la situación social de las personas que necesitan apoyo y, por ese motivo, es importante ser conscientes de las tendencias de control y vigilancia [y] construir juntos una modalidad común que permita que cada persona recupere el control de su vida dentro del barrio, dentro de (nuevas) relaciones en el territorio urbano” (2019). La proximidad de la Microárea a la vida cotidiana va de la mano de la inserción de una práctica desinstitucionalizadora dentro de los intersticios del Estado. La misma historia que contábamos antes debe ahora insertarse en el funcionamiento del Estado. Entran en juego instituciones y procedimientos, pero traducidos en este contexto fuera de su lógica y dentro de la vida social.

La referente hace de mediadora con el Centro de Salud Mental para planificar los mecanismos de apoyo para Feste; con el Distrito de salud para organizar las visitas a domicilio; con la compañía eléctrica y con la Empresa Municipal de Vivienda Pública para organizar y apoyar el pago de facturas y otros problemas burocráticos. El conjunto de programas, espacios y actores se convierte en una ecología a través de la cual quien trabaja en el sector público y el ciudadano luchan juntos por derechos. La función del/la trabajador/a público/a es a un mismo tiempo compartir conocimientos que permitan al ciudadano y a la ciudadana tener pleno acceso a sus derechos y sacudir al Estado para reconfigurar el funcionamiento de la institución en torno y junto a cada una de las vidas de las y los ciudadanos.

La transformación de la práctica institucional en una frontera abierta, un umbral, resulta crucial en la trayectoria basagliana. El desmantelamiento del manicomio en la década de 1970 abrió el espacio para la afirmación urbana de un sistema de salud mental que pone a la institución (y a sus actores) siempre en riesgo, destruyendo los cerrojos, las vallas y las cadenas e instaurando centros vecinales abiertos siete días a la semana y veinticuatro horas al día, cooperativas sociales, mecanismos de sostenimiento económico y redes de voluntariado.

La destrucción del manicomio como lugar, dice Franco Basaglia (2005), es el límite que debemos habitar para producir otro espacio, junto a todos los agentes activos en la labor de cuidado y presentes en la ciudad. No basta con abolir formalmente la valla; también hay que destruirla. La desinstitucionalización radical del Hospital Psiquiátrico de Trieste fue una práctica de violencia, una apropiación del riesgo del incidente por parte de aquellos cuya capacidad de actuar y de hacerse responsables de sus acciones estaba siendo negada, confinada en el ámbito de la “fuerza de las cosas” (Gramsci, 1971).

Pero franquear el muro del manicomio para construir lugares institucionales siempre abiertos en la ciudad no significaba solo destruir la institución psiquiátrica. Suponía también despedazar la institucionalización de la vida impulsada por la atención sanitaria como sistema y por la medicina como saber. Una vez que se han atravesado los muros, debemos afrontar el problema de la gestión: ¿cómo hacer para que esta libertad sea algo duradero y sostenible? Comentando la carta de dimisión que presentó Frantz Fanon en un Hospital Psiquiátrico argelino, Franco Basaglia afirma que, en una época en la que, “por motivos evidentes”, la revolución política no es posible, “nos vemos obligados a gestionar una institución que negamos” (2005).

Esta ambivalencia concierne también a la referente que intenta diseñar una ecología de cuidado para Feste Puck, pero, gracias a la transformación institucional basagliana, se encuentra con un sistema plástico, no rígido: un sistema que aspira a destituirse e instituirse cada día, como fuerza transversal y transformadora de la práctica instituyente, por utilizar el término propuesto por Gerald Raunig (2009).

Esta tensión entre destrucción e invención es uno de los elementos que hizo que Irene R. Newey, enfermera e investigadora de Madrid, viniera a Trieste a principio de diciembre, entre la Bora[3] y los mercados navideños. Irene colabora en el diseño de prácticas de salud comunitaria dentro de los dispositivos municipales madrileños y visita Trieste por las prácticas instituyentes que se despliegan sin cesar por la ciudad. Yo voy con ella, como acompañante y traductor, dentro de ese intento mío, no siempre fructífero, de lograr que mi investigación resulte útil para los espacios en los que he estado implicado durante tanto tiempo, proponiendo conceptos, pero también abriendo puentes con otros trabajadores de la salud en Europa.

De este modo, descubro que la traducción es de por sí una práctica de investigación, un método que me permite escuchar conversaciones que, por lo general, no escucharía, hacer preguntas, en mi papel de voz de Irene, que nunca hubiera imaginado. La traducción me permite desaparecer, cual marioneta de ventrílocuo, en los relatos y conversaciones, me da la posibilidad de explorar la esfera de la política imperceptible que tiene lugar por debajo de la superficie del discurso.

“Escuchad las historias”, nos dice Franco en una conversación informal, “e intentad entender que cada historia es compartida”, cuando cristaliza las memorias en un relato, “y a la vez extremadamente diferenciada”, porque cada cual la mira desde su propio terreno y su propia posición. “¿Qué historia habría que creer?”, pregunto yo. “Ninguna de ellas”, contesta Franco. “Deberíamos transformar la memoria en una crítica del presente, en lugar de hacer de ella una historia sobre el pasado, y reunir estas miradas plurales en el común desafío de mantener nuestro presente abierto y de inventar nuevos modos de acción. Aunque sigamos sin lograrlo”, concluye.

Con esta indicación en la cabeza, Irene y yo nos perdemos en el sistema y encontramos a diferentes actores desarrollando distintas labores. Las y los trabajadores del Programa de Microáreas nos explican cómo ven las cosas desde su posición, próxima a la vida urbana; los médicos y el personal administrativo del Distrito, donde la reinvención de la institución es sistémica más que artesanal, nos cuentan su perspectiva; y lo mismo hacen quienes trabajan en el Servicio de Emergencias de Salud Mental del Hospital General, donde la inercia de la psiquiatría tradicional está todo el tiempo intentando cerrar la puerta, reinstitucionalizar la práctica de cuidado en nombre de las situaciones excepcionales.


Catálogo

“Si eres una enfermera, nos podemos entender, ¡no como con este sociólogo!”, bromea Federico (¿o no?) con Irene. En sus conversaciones, hay un terreno compartido de conocimientos y competencias, que no es solo lingüístico –está hecho de algo más importante: experiencias concretas de modos de acción y lógicas que rigen la ecología del cuidado. Estamos en el corazón de las ecologías que cuidan de Trieste, el Distrito de salud territorial, ubicado en el antiguo hospital general, ahora casi desmantelado (en lo alto de la colina, en una zona menos céntrica, hay otro, más moderno).

El Distrito es el dispositivo a través del cual el sistema de atención sanitaria intenta llevar la práctica de cuidado del hospital a la dinámica espacial de la ciudad, trasladando prácticas técnicas y recursos humanos del enclave institucional a la vida urbana y respondiendo al desafío de hacerse cargo de la difícil vida del ciudadano en relación con la ecología plural del cuidado. En síntesis, el Distrito pone en cuestión los protocolos como herramienta de organización del cuidado y propone un catálogo de prácticas que pueden disponerse de diferentes maneras conforme a cada situación.

Hay cuatro Distritos en la ciudad, cada uno de los cuales atiende a una población de cerca de 50.000 personas. Los Distritos se coordinan con los médicos de cabecera (que, en Italia, tienen un contrato privado con el Estado, por el cual su consulta es gratuita para todos los residentes) y prestan atención domiciliaria y cuidados personalizados a través de un sistema de recursos que incluye personas, objetos y recursos: enfermeras, especialistas, fisioterapeutas y otras figuras profesionales; ambulatorios, centros de día, salas de rehabilitación, coches y salas de consulta; y, por último, becas, presupuestos específicos y prestaciones sociales, gestionados por los Distritos en coordinación con otras instituciones.

Aunque actúe a través de las jerarquías de la atención sanitaria institucional, el Distrito pretende trastocar la lógica institucional como algo separado de la vida social y retejer las diferentes partes fragmentadas de la propia institución. El Distrito es un dispositivo que reconoce y gestiona las fronteras entre los diferentes organismos del sistema a la par que los pone en cuestión y los desestabiliza.

Llamar a estas prácticas medicina territorial (medicina di territorio, en italiano) es algo que irrita las categorías y los presupuestos de la intervención sanitaria en dos sentidos. En primer lugar, basa la idea de la atención sanitaria en las dinámicas espaciales, no en la dimensión comunitaria, situando así la práctica del cuidado en la reproducción social, en lugar de hacerla depender de una pertenencia identitaria a una comunidad. La medicina territorial ayuda a sostener la reproducción social invirtiendo recursos públicos para mantener unido un sistema de vida en común. En segundo lugar, la medicina territorial pone activamente en cuestión la separación entre salud pública y medicina, que rara vez se encuentran y colaboran. La medicina territorial introduce la labor del cuidado y, algo importante, también a los médicos y a otros profesionales sanitarios, dentro de una ecología en la que diferentes recursos, agentes, lugares y objetos se mueven y adecuan a equilibrios temporales, balances inestables. Se trata de una ecología de percepciones, saberes y negociaciones, de acciones y duraciones.

Federico nos habla de algunas de las actividades del Distrito (Ofelia Altomare enriquecerá su descripción al día siguiente). Su relato empieza con ese momento en el que el ciudadano entra en contacto con la experiencia totalizadora del hospital y, por lo tanto, cuando la práctica crítica del cuidado se activa para desarticular la institucionalización: ese punto en el que la práctica de la medicina territorial se cruza con su némesis, el hospital general.

El personal del Distrito está ya presente en el lugar de los cuidados más intensivos, dado que algunos trabajadores de cada Distrito siguen a los habitantes de su zona cuando se les hospitaliza. Visitan al paciente en el pabellón, contactan a los médicos que hacen el seguimiento durante la estancia de la persona en el hospital y debaten la situación con el resto del personal del Distrito y con los parientes o amigos del paciente. Su presencia les permite empezar a movilizar los recursos que garantizarán la dignidad del paciente/ciudadano y su derecho a la salud una vez que se le dé el alta y vuelva a su contexto vital. Esto implica movilizar recursos sociales y económicos para apoyarle, configurar dispositivos de cuidado y curación en su piso, devolver de un modo seguro y riguroso la práctica del cuidado de la institución a la vida social. Por último, Federico subraya lo importante que es que todo el mundo involucrado entienda la especificidad de cada práctica técnica y la red de saberes y acciones que permite que sea más eficaz: “Interpretar una radiografía o poner un marcapasos no implica una relación permanente con el paciente ni ningún tipo de continuidad. El paciente espera que sus radiografías se realicen sin demora y se interpreten adecuadamente […]. Tu médico de cabecera, por otro lado, tiene que actuar en el sentido contrario, dejando la tecnología en manos del especialista, pero ocupándose de todos los aspectos del cuidado que afectan tu vida”.

Las prácticas del Distrito no se pueden normalizar en un conjunto fijo de protocolos: no hay una sola práctica, sino una serie siempre cambiante de prácticas que intervienen y se desarrollan en un mundo vivo. Esta desestabilización/organización permanente desafía la tendencia institucional a la segmentación, lo cual aumenta las posibilidades de que el ciudadano disfrute de su “derecho a la salud”. No se trata de un derecho formal, sino de una experiencia relacional inmersa en la vida social y sostenida por la acción coextensiva de varios organismos del sistema de atención sanitaria. “El cuidado se organiza como experiencia existencial para ambos polos del binomio cuidador/cuidado y, por lo tanto, se construyen todo el tiempo contaminaciones y cruces a través de las contradicciones de la normalidad” (Signorelli, 1998).

Contradicciones, una vez más. Si antes nos habíamos topado con la contradicción de la fabulación, aquí surge otra más. Se trata de la contradicción creada por el hecho de ser parte del dispositivo institucionalizador al mismo tiempo que intentamos ser un agente radical y receptivo en la ecología del cuidado. La cuestión es cómo mantener esta tensión, en tanto que “cuidado del pasado” transformador: en tanto que reconocimiento de las prácticas institucionales existentes no como algo que hay que destruir por completo, sino como realidad de partida que hay que afrontar para transformar. Esto implica pensar estas prácticas como ecologías que despliegan cierta forma de vida, pero que pueden experimentar una transición hacia nuevas formas de organización material y social.

Otro modo de pensar la práctica instituyente es como negación crítica de lo instituido y gobierno de los equilibrios contingentes de la transición: un territorio subsistente (Raunig, 2016). La práctica instituyente pretende componer el cuidado en torno a/con todas las singularidades implicadas: la patología, la vida del ciudadano, sus redes sociales, los recursos políticos, institucionales y administrativos en torno al cuidado o los saberes, culturas, tecnologías y singularidades personales (tanto de los trabajadores como de los ciudadanos) implicados en la puesta en práctica del cuidado. En otras palabras, componer todos estos organismos institucionales, materiales y sociales no tiene que ver con el ordenamiento, sino con el encuentro.

En una entrevista con el grupo de investigación Entrar Afuera, Franco Rotelli dice: “Siempre me asombra cuando hablo con un médico joven y le pregunto lo que hace y él me enumera sus intervenciones. Si le pregunto sobre el contexto en el que desarrolla esta práctica o no sabe nada, o se niega a saber. A veces tiene una vaga idea al respecto, pero no hay nada más sobredeterminado que lo que sucede en el campo de la salud: enormes activos institucionales, grandes intereses económicos y poderosas corporaciones profesionales lo configuran todo. Los ciudadanos, en tanto que usuarios, deberían importar también. Hay cuestiones gigantescas, desde el punto de vista político, organizativo, administrativo y cultural, que desempeñan un papel en torno a este médico y sus intervenciones. Pero él ignora todo esto. En el mejor de los casos, se preocupa de desarrollar una práctica científicamente correcta: su competencia empieza y termina ahí. Nosotros creemos que esto es un profundo error” (2019).

Las ecologías que cuidan son una lógica plural y múltiple del cuidado. Son plurales en la medida en que combinan objetos aparentemente simples (siempre compuestos de diferentes maneras) conforme a sus propiedades singulares, hasta que encuentran tal vez un equilibrio inestable, temporal y parcial de competencias, experiencias y contingencias. Esta composición, esta combinación, es múltiple en el sentido de que esta pluralidad de competencias resultaría destructiva si fragmentase la ecología del cuidado. Las responsabilidades de cuidado se superponen, colaboran y se contraponen; la ecología del cuidado es una intersección de mundos, procesos de interacción, en la que el cambio surge de la colaboración y del conflicto, en la acción simultánea y entrelazada de muchos mundos, cada uno de ellos con su propia cultura, población e historia, pero aún así interdependiente de los demás.

Tal y como platea Dimitris Papadopoulos al hablar de tecnociencia, la ecología del cuidado “está en continuidad con [el cuidado] instituido y viceversa, una continuidad que se despliega a través de mundos dispares y fragmentados” (2018). Una red de posibilidades que es la elaboración de dinámicas deseantes, técnicas, sociales y administrativas que intervienen en torno a la contingencia del cuidado dentro de un sistema vivo que cuida de partes singulares y múltiples de sí. Una ciudad que cura, una cuidad que cuida, una cuidad que se ocupa. En ello consiste el desafío que el Distrito intenta organizar: no dictando protocolos establecidos, sino enriqueciendo los catálogos abiertos de las ecologías que cuidan.


Transiciones

“Se trata de garantizar el derecho a la salud del ciudadano, no de responder a las necesidades del paciente”, dice Ofelia. “No entiendo la diferencia”, responde Irene. “Se trata de hacerse cargo”, reformula Ofelia. Y la pelota va y viene unas cuantas veces más antes que reaparezca un lenguaje común: no un lenguaje técnico, sino un lenguaje hecho de ética, experiencias, política, dudas, esfuerzos y fracasos. Ofelia Altomare es directora del Distrito en la periferia de la ciudad. Es enfermera, la primera nombrada para este cargo. Junto con otros cargos directivos que vienen de la enfermería (una profesión por lo general muy subordinada y generizada en la gobernanza del cuidado), desempeña un papel importante en la actual ecología del cuidado en Trieste.

La incomprensión entre Ofelia e Irene es elocuente, se las ve pelearse con el asunto que tienen entre manos en un empeño compartido por comprender todo el significado de las palabras y de las materialidades asociadas. A Irene no le interesa simplemente entender el significado molar de la expresión italiana presa in carico (hacerse cargo), sino entrar en diálogo con el despliegue molecular de esta expresión dentro de las ambivalencias de la realidad. La comprensión molar abriría una conversación diferente sobre las implicaciones lingüísticas y materiales del paternalismo y de la objetualización. El hilo molecular, en cambio, nos lleva a través de ensamblajes, continuidades, transversalidades, un debate sobre cómo hacer que esta práctica respete la privacidad del paciente, cómo se convierte en hábito para el personal y para el ciudadano, cómo reorganizas la ecología del cuidado en torno a la garantía de derechos como experiencia relacional, en lugar de articularla alrededor de la cobertura de necesidades, que conduce tan rápidamente a la objetualización de la persona como enfermedad.

Ofelia se refiere en primer lugar a la continuidad del cuidado como modelo que permite que el personal del Distrito construya la transición desde el hospital hasta el hogar del paciente, pero lo difícil es captar cómo sucede esto de manera concreta. La “formulación” molar y la “intervención” molecular se entrelazan en las explicaciones de Ofelia: algunas de las intervenciones no pueden cristalizar en un solo modelo, porque están relacionadas con múltiples contingencias y son producciones singulares que se dan cada vez. No obstante, es preciso enunciarlas como afirmaciones, aseverarlas y constituirlas, aun cuando se modificarán de forma inevitable en función de cada situación. Son entradas de un catálogo, no protocolos.

Ofelia habla de cómo están gestionando una situación justo en ese momento. Se trata de una persona hospitalizada: después de que el equipo de atención domiciliaria haya visitado su piso y haya hablado con su familia, se ha hecho evidente que la atención biomédica no será suficiente ni sostenible en el tiempo. Su relato resuena con las palabras de Federico del día anterior, pero esta vez se incorporan los detalles materiales. La cuestión es cómo reunir a un conjunto de personas, coordinar sus acciones, organizar los diferentes objetos y sujetos del cuidado. En otras palabras, en lugar de segmentar la práctica del cuidado, llamando por ejemplo a servicios sociales para que puedan ocuparse de sus competencias específicas, el Distrito se propone anudar las diferentes competencias en una responsabilidad común: llamar a las trabajadoras sociales, encontrar a alguien para renovar el piso conforme a las nuevas necesidades y la dignidad de la persona, ayudar a la familia a encontrar una manera de contratar a una persona que se encargue de los cuidados. Cada uno de estos actos rompen la idea de la atención médica como algo independiente y unívoco o, en el mejor de los casos, bilateral: el paciente y el médico solos en la consulta.

Este afán compartido, este ancla común en la ecología del cuidado, es el resultado de una larga transición, la forja, la negociación y la afirmación de una práctica institucional diferente. Si el espacio del manicomio albergaba la violencia y la rebelión, el Distrito da pie a las revoluciones moleculares, al desplazamiento de la competencia a la respons-habilidad, la habilidad compartida de responder (Haraway, 2016). Irene pregunta cómo es esto posible, cómo puede cambiar la cultura material del trabajo sanitario. ¿Cómo se despliega lo común en el esfuerzo de cuidado?

“Lentamente”, dice Ofelia, y a través de experimentos, debates y negociaciones. Franco Rotelli remite este proceso a la capacidad de poner en marcha y tornar hegemónica una práctica menor, construyendo autonomía dentro del Estado a través de la consistencia material y abriendo espacios instituyentes radicales. En la relación de antagonismo determinado por el capitalismo, “no podemos vencer, tenemos que convencer” (Basaglia, 1979).

La posibilidad de este esfuerzo común se constituye en el campo técnico; el gobierno se sitúa en la dimensión “operativa”, modelando la puesta en marcha de políticas públicas. Palabras, declaraciones y preguntas circulan en el espacio de la discusión, en lugar de ordenar verticalmente las prácticas. Se trata de un espacio de “minoría hegemónica”, esto es, de constitución dentro de la institución de determinada cultura y determinada capacidad de actuar juntos. Esta práctica minoritaria no se opone a un proceso mayoritario, sino que arroja luz sobre el efecto, y no tanto sobre la racionalidad, del Estado: ¿cómo podemos poner en marcha políticas públicas emancipatorias, permaneciendo contradictoriamente en el seno del Estado?

Esta transición corre todo el tiempo el riesgo de verse revertida, nos advierte Rotelli, si no se sostiene a través de una práctica de implicación constante y compartida tanto con el adentro, con las prácticas institucionales, como con el afuera, con la vida urbana.

No solo hay que garantizar a los pacientes el proceso de desinstitucionalización. Ofelia Altomare recuerda su propio viaje de desinstitucionalización en relación con las prácticas internas. En primer lugar, hay que ponerse en riesgo como grupo impulsor del cambio en el funcionamiento de la institución (“compartir nuestras dudas y desafíos, democratizar los espacios de decisión y trastocar las jerarquías, en particular porque éramos los que estábamos arriba”); en segundo lugar, es necesario afirmar una nueva ética y discutir su importancia, no solo desde el punto de vista de los principios, sino en términos absolutamente materiales (“por ejemplo, una de las cuestiones que planteamos fue el horario de las enfermeras: si el ciudadano es el centro de los cuidados, no puedes prestar atención domiciliaria solo de 8:00 a 14:00, debes convertirla en un servicio de 24 horas, 7 días a la semana. Pero esto suscita una serie de preocupaciones en torno a las que negociar y reorganizar las prácticas institucionales”); en tercer lugar, “es preciso modelar cómo cada trabajador va a participar y trabajar en el Distrito sanitario, teniendo en cuenta su situación singular y sus conocimientos específicos: esta trabajadora es madre sola, aquella otra cuida de un familiar, etc.; una persona puede trabajar en determinado campo o en determinado asunto, etcétera.

No obstante, las fronteras de la institución no son los límites del cuidado. En realidad, es al contrario: pensar la ecología del cuidado implica afirmar un compromiso de la institución que se disemina por la vida urbana y requiere que las instituciones inviertan para apoyar el bienestar común de la ciudad. El cuidado “del pasado” (es decir, el trabajo de cambiar las prácticas institucionales existentes e invertir en dinámicas abiertas) viene acompañado del cuidado del presente. El cuidado es una experiencia relacional que rebalsa la dinámica de la atención sanitaria, que participa en la ciudad, y, al sostener el derecho a la salud, sostiene también la reproducción social y la vida urbana.


Emprendimiento

La palabra italiana “presa” (utilizada en la expresión presa in carico, hacerse cargo) es interesante para entender lo que hay aquí en juego: es el participio de prender, asir, aferrar. Prise en francés. Presa prende el momento y la variedad de posibilidades que se van plegando con la experiencia y que se despliegan en cada ocasión con una configuración diferente. Implica asir un catálogo de prácticas y sintonizarlas con la situación, configurando espacios hechos de contradicciones y ambivalencias. Significa aferrar una realidad compleja y mantenerla entrelazada, desplegando un esfuerzo colectivo en una contingencia en la que la institución sanitaria no es más que un actor entre muchos y donde el pliegue de lo privado, lo público y lo común, uno sobre otro, crea una situación en la que designar a uno de estos tres dominios como fuerza primordial […] se vuelve casi imposible” (Papadopoulos, 2018).

La palabra que utilizan en Trieste es im-presa, Emprendimiento Social (Rotelli, 1991). No solo prender (presa) en común, sino también emprender en común. El emprendimiento como aventura y desafío resuena con la conceptualización que hacen Leigh Star y Griesemer (1989) de la iniciativa emprendedora como práctica común, afirmativa y compuesta que trata la dinámica institucional como ensamblaje ecológico: un conjunto de límites, memorias y prácticas, una superposición compleja de puntos de vista y percepciones. Un conjunto así permite a la institución jugar con los equilibrios rotos de su propia reproducción, a través de su transformación permanente, evitando así consumirse por su propia tendencia a la autonomía y a la separación de la sociedad.

Inventar prácticas institucionales significa entonces intervenir en la cambiante institución, conscientes de su propensión a la reproducción interna, pero también alimentar las tensiones moleculares que impulsan un emprendimiento común para organizar y responder a las necesidades y deseos. En Trieste, el emprendimiento común encontró base jurídica en la ley italiana sobre cooperativas sociales de 1991 que garantiza el apoyo económico y los beneficios fiscales a las sociedades cooperativas en las que al menos un tercio de los miembros tienen algún tipo de desventaja.

Uno de estos emprendimientos comunes es la cooperativa de confección Lister. Lister está configurada como un espacio de supra-reciclaje, donde se reutilizan paraguas rotos, tejidos viejos, pancartas desfasadas y otros objetos: está organizada para ser incluyente, no solo en su gestión, sino a lo largo de todo el proceso productivo. Los procesos de producción están diseñados para permitir que participen personas con diversas movilidades: por ejemplo, el ritmo de la producción puede regularse para adecuarse a los ritmos de las personas que trabajan, sus aflicciones y sus ansiedades. Los principios del supra-reciclaje, la atención a los lugares y a las cualidades estéticas, se utilizan también para construir un relato en torno a los objetos abandonados: la producción de los objetos se convierte en un ritual de desinstitucionalización, tal y como lo llama Pino Rosati, que reinventa la función de los objetos en la reproducción social.

Alojada en las instalaciones del antiguo manicomio, en la actualidad Parque Cultural de San Giovanni, Lister es una realidad artística, política, económica e institucional que participa en el emprendimiento común del cuidado, junto con otras cooperativas sociales y asociaciones, como Agricola Monte San Pantaleone, que se ocupa de los parques más hermosos de Trieste y del cementerio de siete confesiones de la ciudad, así como la rosaleda de San Giovanni, una de las más importantes de Europa. Hay también otras cooperativas y asociaciones: CLU Basaglia, La Collina, Radio Fragola, Reset, Articolo 32...  –y podríamos seguir: se trata de un movimiento emprendedor, cooperativo, asociativo, que emplea a cientos de personas y representa casi el 1% del producto local bruto.

La primera cooperativa social de Trieste nació en 1972, como primera acción para desmantelar el manicomio y devolver los derechos civiles y económicos a las personas allí internadas. Fue una invención o, en palabras de Basaglia (2005), un maquiavelismo para trampear la ley y evitar el internamiento forzoso. Partió de una idea común: pagar un sueldo a las personas internas en lugar de imponerles un trabajo no remunerado a través de la lógica de la terapia ocupacional. Esto dio a los pacientes un salario y la pertenencia legal a una cooperativa, ayudándoles a reconstruir sus derechos sociales, civiles y políticos en (y más allá de) el manicomio.

Al mismo tiempo, el movimiento de cooperativas es una práctica de salud y cuidado, porque fabricar cosas hermosas y útiles hace que te sientas mejor, tal y como sostiene Giancarlo Carena, presidente de la Cooperativa Social Agricola Monte San Pantaleone. De hecho, en la década de 1980 hicieron falta nuevos emprendimientos para construir prácticas institucionales en el espacio abandonado del manicomio, para inventar nuevas formas de cuidado no solo contra la vuelta a la segregación, sino también contra la irrupción de la privatización, el abandono y la miseria.

Lo que estaba en juego era, y es, la invención de instituciones como emprendimientos comunes, o emprendimientos que crean común, en el medio de la reproducción social: en el medio de los problemas. Felix Guattari describió el auge de las cooperativas sociales en Trieste como un movimiento que no solo abría las prácticas psiquiátricas más allá del manicomio, sino que, además, las insertaba en la vida social y urbana, con lo que “dejaban de ser algo artificialmente separado [de la vida social] y avanzaban hacia una desegregación general”. “Se pueden crear estructuras psiquiátricas ligeras en medio del tejido urbano sin involucrarse necesariamente en el campo social: lo único que se logra así es miniaturizar las viejas estructuras segregadoras y, a pesar de los esfuerzos, acabar interiorizándolas. La práctica que se despliega hoy en Trieste no es esta. Sin negar la especificidad de los problemas planteados por el sufrimiento mental, las instituciones inventadas, como las cooperativas, dan cabida también a otras categorías de la población que también necesitan apoyo, como las personas con problemas de adicciones, ex presos, jóvenes con dificultades, etc.” (1984).

No obstante, cuando esta práctica de emancipación tiene lugar en la ciudad neoliberal, surge otra contradicción. En el despliegue incierto del emprendimiento común dentro de la ecología urbana, hay siempre simultáneamente en marcha un proceso de des-comunización (uncommoning, des-hacer lo común, Papadopoulos, 2018) que también afecta a las cooperativas sociales. El emprendimiento común está inmerso en la precarización, porque sus trabajadores tienen contratos temporales y condiciones difíciles. Está atrapado en el proceso de privatización del cuidado, puesto que las cooperativas pueden convertirse en herramienta de externalización de la prestación pública de servicios. Si nos apropiamos de la práctica emprendedora para desplegar lo común en la vida de la ciudad, hay que tomar precauciones para asegurar que no se convierta en una puerta de entrada a la privatización. El emprendimiento común tiene que pensarse como guarnición en el espacio social abierto. Una manifestación contra esos procesos que, impulsados por intereses económicos privados, pueden devastar la ecología que cuida.

En este proceso de devastación, la privatización cobra todo su significado en tanto que proceso biopolítico y micropolítico. Priva a cada persona de la capacidad de disfrutar del bien común, haciendo del cuidado un bien exclusivo, distribuido en nombre de la escasez. Al mismo tiempo, la privatización de las prácticas interrumpe la responsabilidad social en torno al cuidado, convirtiéndolo en materia de competencia y consumo e imponiendo en los espacios asimétricos que le son propios una lógica lineal de elección (Mol, 2008).

El movimiento de las cooperativas sociales puede ser un espacio que contrarreste la creciente privatización del cuidado, que abra nuevos modos de gestión de la iniciativa pública en el campo de los cuidados. Pero esto solo puede suceder en la medida en que se sigue con los problemas de la reproducción social; no separando el esfuerzo de cuidar de la ecología urbana, sino más bien sumergiendo el emprendimiento de los cuidados en las luchas de la ciudad.

Esta tensión entre emprendimiento y común siempre corre el riesgo de inclinarse bien hacia el emprendimiento, en virtud de la lógica aceleradora del mercado que expulsa las singularidades a través de la competencia económica, bien hacia la institución, a causa de la lógica entrópica de la institucionalización que tiende a organizar el cuidado en torno a la eficiencia de la institución, y no alrededor de la eficacia del cuidado. Pero es posible sostener la tensión productiva de la transformación social creando programas institucionales transversales y ofreciendo recursos públicos para sostener la difícil libertad de los tiempos y de las personas vulnerables dentro de la vida social de la ciudad.

La ecología del cuidado puede encontrar sus terrenos más fértiles en los bordes donde los diferentes mundos se cruzan, no solo rompiendo la separación entre los diversos elementos del ensamblaje institucional y entre el Estado y la sociedad, sino también sosteniendo el empoderamiento de la vida social en la gestión del emprendimiento del cuidado.


Compost

“Levántate y camina alrededor de tu mesa de trabajo. Sal de tu consulta y siente el aire fresco de la ciudad”. Jardinero, enfermero psiquiátrico, artista, cooperativista social de largo recorrido y presidente de la Asociación de Artesanos de Trieste, Giancarlo Carena resulta a menudo teatral cuando intenta explicar la singularidad del movimiento de cooperativas sociales de Trieste. Empieza organizando el relato en torno a tus percepciones, para asegurarse de que le acompañas en el viaje analítico que te pide que emprendas con él. “¿Cómo puede un lugar donde sucedieron en el pasado cosas tan horribles ser en la actualidad un espacio que suscita proyectos hermosos?”, me preguntó en 2014, cuando nos conocimos, mientras caminábamos por los jardines florecientes del antiguo manicomio.

Una vez abierto, el manicomio se convierte en parte de la ciudad y, más tarde, en un parque. Un parque que vive en el límite entre gestión y rechazo, entre institución y sociedad, entre naturaleza y ciudad. La ecología que cuida es un espacio de composición y expresión, una práctica de sensibilidad y transformación dentro de los circuitos de producción y acumulación del capitalismo; vive inmersa en la peligrosa tensión de la dinámica capitalista que domestica la naturaleza para sacar beneficio de ella. La práctica del emprendimiento común intenta abordar el cuidado de la salud no fuera, sino dentro (y en contra) de estas dinámicas.

“El cuidado es demasiado importante para dejarlo en manos de la ética hegemónica, con todo su reduccionismo. Pensar en el mundo requiere el reconocimiento de nuestras propias implicaciones en la perpetuación de los valores dominantes, en lugar de una retirada a la posición resguardada del iluminado agente exterior que sabe lo que es mejor” (de la Bellacasa, 2017). Esto significa que las prácticas de la utopía pueden ser puestas en cuestión, des/ensambladas y, en palabras de Basaglia (2005), sumergidas en la realidad.

En este sentido, además, las ecologías que cuidan, en cuanto texto, aspiran a funcionar como puerta de entrada conceptual para una crítica institucional que reconfigure las prácticas sanitarias y de cuidado en lo contemporáneo, entendido como filo crítico de la modernidad. Las ecologías que cuidan son, por lo tanto, una máquina abstracta que opera utilizando conceptos que producen conocimiento inserto en el cambio social y posiblemente útil para él. En esta medida, el análisis de la dimensión material de la ecología se cruza con la ética de quienes intervienen en ella, atravesando diferentes capas de análisis institucional y de investigación subjetiva. La práctica investigadora aúna el análisis de la ecología y la propuesta diagramática de una acción –intenta abrir un diálogo entre los signos y las cosas que componen la ecología a fin de convertir la crítica en programa. En esta máquina, lo molar y lo molecular están siempre entreverados.

Los entrelazamientos del cuidado se constituyen como sistema de valores y significaciones, como racionalidades de gobernanza, pero también deben leerse en tanto que portadores de una serie de posibilidades laterales que hay que interpretar y rematerializar para que puedan inventar nuevas formas institucionales capaces de participar en el sostenimiento de una ecología distribuida del cuidado en un presente que se torna cada día más precario.

Mientras me pierdo en estas reflexiones sobre mi texto, Giancarlo dibuja sobre el mantel individual de papel de Il Posto delle Fragole [El lugar de las fresas], uno de diversos restaurantes gestionados por otra cooperativa social, La Collina, y el primer espacio público que se abrió en San Giovanni. En el momento de su inauguración, allá por 1973, lo llevaban personas ingresadas en el manicomio. Giancarlo me explica las tres utopías contradictorias que se desplegaron en este lugar y que aún hoy se mantienen vivas. La primera utopía, surgida en el manicomio en 1907, cuando Trieste formaba parte del Imperio Austrohúngaro, llegó de la mano de la impresionante inversión pública del Imperio en sus cuatro metrópolis principales para sostener una nueva concepción de salud mental basada no en el castigo, sino en la construcción de una comunidad separada y serena. Sin embargo, esta primera utopía contenía una representación de la belleza y de la serendipia a través del idealismo, la normalidad y la disciplina y, en último término, fue una utopía de violencia y segregación.

La segunda utopía surgió a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. Cuando Franco Basaglia cerró el manicomio en 1979, afirmó: “lo único bueno que se puede hacer aquí es echar sal para que nunca más pueda crecer nada”. La destrucción no era una mera metáfora, sino una práctica concreta. Para poner fin a la violencia, los médicos entregaron a las personas anteriormente ingresadas herramientas para destruir las vallas y las apoyaron en su éxodo del manicomio a la ciudad, a través de una práctica institucional y activista, que incluía desobediencia y ocupaciones. Esta segunda utopía estaba hecha de destrucción y liberación.

“Desobedecimos”, suele decir Franco Rotelli. La tercera utopía es el parque que existe hoy. Se encuentra en el mismo terreno (aún público) del jardín terapéutico austrohúngaro, que es también donde la tierra, regada de sal durante la utopía de destrucción, se convirtió en un bosque impuro, nutrido desde la década de 1980 por muchas prácticas inestables, a veces ocultas y casi siempre informales: raves, arte, ocupaciones. La tercera utopía es una alegoría más que una representación o una metáfora. El parque es un símbolo del cuidado y de la diversidad, así como un lugar de bienestar. No es exagerado decir que la morfología del parque es lo que ha reunido culturas y generaciones, integrando la vida cultural y los emprendimientos económicos en el espacio del antiguo manicomio.

“Este proceso de reconstrucción y de redefinición ha involucrado todo y a todos. Ningún componente ha podido, o ha intentado siquiera, evitar este proceso (y no podría haber sido de otro modo). Los propios lugares físicos del manicomio han afirmado un nuevo 'ser': ya no un espacio que había que olvidar y dejar atrás, sino un lugar para cruzar. Otro fragmento de la ciudad (de los pocos con una parcela de verde) que recrear y cuestionar” (Assunta Signorelli).

En este sentido, la composición de cierta capacidad de acción, de cierta trayectoria de empoderamiento, resuena con las reflexiones del marxismo autónomo italiano sobre el término composición de clase, una metáfora tomada de la composición química de los elementos para representar la capacidad autónoma de análisis y organización de los subalternos.

En los debates de la década de 1960, la noción de composición se contraponía a la de conciencia de clase, que separaba la clase en sí de la capacidad de la clase para la lucha (la clase para sí). Dentro del planteamiento autónomo, la composición técnica y política de los modos de organización constituía directamente la capacidad de actuar y de hablar como trabajadores contra el capital.

No obstante, hay una diferencia aquí. La ecología del cuidado podría ser como la composición de clase, pero es compost: hace que las cosas crezcan. El parque es una pluralidad de lugares y una multiplicidad de percepciones, compuestas en el proceso de cuidado: es símbolo, pero también espacio material. Una combinación de agentes: la universidad, las cooperativas, el sistema de atención sanitaria, los servicios públicos; el barro, los usuarios, los estudiantes, los trabajadores; pero también un multiplicador de relaciones: contratos, conversaciones, conciertos, gritos, risas. Un parque hecho de rosas, tierra, memorias, jardineros, dichos, contratos, amantes. La ecología del cuidado es un compost de materias orgánicas que reclama el cuidado a medida que construye la ciudad en común.


Reclamación

El parque reclama el cuidado en el mismo lugar donde el manicomio imponía una práctica de coacción. Utilizo aquí la palabra reclamación en un afán de explorar tensiones como las que aborda Maria Puig de la Bellacasa al poner en el centro de su trabajo en torno al cuidado las ambivalencias: “Reclamar con frecuencia significa reapropiarse de un terreno tóxico, un campo de dominación, para hacerlo capaz de nutrir las semillas de transformación que queremos sembrar […] reconociendo los venenos que hay en el terreno que habitamos en lugar de esperando encontrar una alternativa exterior, exenta de problemas, un equilibrio final –o una crítica definitiva”. “Cuando reivindicamos el cuidado lo mantenemos arraigado en compromisos prácticos con condiciones materiales situadas que, con frecuencia, presentan tensiones” (2017).

En esta ecología del cuidado, rechazar determinado modo de organización solo es posible cuando se inventa otro. Esto supone afirmar la sostenibilidad, la resiliencia y la durabilidad como vectores de otra lógica del cuidado. Destruir el manicomio a la vez que “se reafirma el derecho al refugio como derecho fundamental de la persona en un momento de angustia”[4] fue y es uno de los principios esenciales de la revolución basagliana, en el relato que Giovanna Del Giudice me dibujó durante nuestra primera conversación en 2014.

En la práctica y en la conceptualización de Giovanna (2015, 2019), el cuidado del pasado y del presente es siempre el filo del cuidado “del futuro”: la destrucción del manicomio y la transformación de la institución tienen que suceder de modo continuo y simultáneo. Cada día trabajamos para desmantelar la entropía institucional y la mentalidad oportunista del cuidado como control, pero, para hacerlo, tenemos que inventar incesantemente nuevos modos de organizar el cuidado, como práctica de encuentro, permeabilidad y cruce de culturas. Una práctica de permacultura social, tal y como la denomina Starhawk (2016) en su traducción de las prácticas ecológicas de la permacultura como herramienta para la acción política.

Dimitris Papadopoulos se refiere al proceso de comunización o de hacer-común [commoning] como aquel que crea infraestructuras generosas. En su análisis de las prácticas tecnocientíficas, “lo que cuenta ante todo como invención no es el resultado del experimento aislado, que da coherencia a la práctica tradicional de experimentación científica (aunque esto pueda ser una parte), sino una forma de experimentación diseminada: una potencia inventiva distribuida. Si alguna vez existió la ciencia como resultado de los experimentos, estos resultados de la invención están ahora diseminados por la sociedad y por la materia” (2018). La ecología del cuidado está inmersa en esta invención dinámica: es más que social, más que un emprendimiento; es más que institucional, más que personal; es móvil y está diseminada, pero aún así persiste.

Para Papadopoulos, el compromiso, la accesibilidad, la implicación (y las palabras que resuenan con reciprocidad, responsabilidad e inclusión, que son las que vimos en el análisis de la Microárea al principio de esta deriva) se combinan en la infraestructura para posibilitar una ecología que pone en cuestión una y otra vez la entropía institucional, que transforma la vida urbana y sostiene la emancipación de aquellos agentes que construyen la ciudad. Estas infraestructuras generosas “son la autonomía hecha duradera: espacios transparentes, inadvertidos y persistentemente presentes que incorporan la práctica política en su funcionamiento. Las infraestructuras permiten movimientos más-que-sociales para politizar la práctica ontológica en ausencia de consenso […] sin necesidad de empezar una y otra vez de cero” (2018).

Comunizar o hacer-común (commoning) se convierte en una práctica situada dentro de una relacionalidad no soberana: crea un espacio de inestabilidad y contradicción, donde la política de lo común se convierte en una práctica a través de la cual la sociedad puede ocupar “la contingencia misma de la posición no soberana” (Berlant, 2016), en vez de resolver las ambivalencias (o, una vez más, las contradicciones) afirmando una nueva soberanía, soberanía que siempre existe sobre la espalda de otro.

Compost del futuro, al filo del presente, la rosaleda es el signo material de la utopía tal y como existe en la realidad: al mismo tiempo fallida y constantemente renovada. “[Tenemos cinco mil rosas], pero faltan [otras cinco mil] y para mí son el símbolo de la ciudad aún incierta, son la cifra de lo posible, cuando aún no es verdad la plenitud de la ciudad verdadera que queríamos para nosotros y para los locos, hermanos y hermanas dolientes con los que hemos recorrido un largo camino que nos ha llevado lejos, pero no hasta donde esperábamos llegar (aunque mucho más lejos de lo que sus Señorías imaginaron). La rosa que no está convoca otro tiempo, otra generación, un afán nuevo, una energía nueva, un nuevo amor. Sobre la que nadie puede desde luego hoy, aún menos hoy, hacer profecías: profecías de hombres y mujeres que ven, sienten, cuidan, tocan, huelen, utilizan todos sus sentidos y cultivan sus símbolos concretos –porque son capaces de escuchar los rumores de las vidas (y de tocar la tierra, y de regar las rosas, y de cambiar las cosas)” (Rotelli, 2010). E bagnare le rose e cambiare le cose.


Hacia una conclusión

Trieste es una ecología de prácticas donde el conocimiento toma forma en una variedad de registros enmarañados. Se trata de un palimpsesto de códigos y operaciones en el que los diferentes discursos, afectos y composiciones definen un mosaico inestable y plural de voces. La ecología del cuidado se sitúa todo el tiempo al filo del presente: escapa al relato del cuidado como espacio autónomo y afirma una práctica cuidadora inherente a la vida social, forjando una ciudad que cuida y sana.

Vuelve al parque, me dijo una vez Giovanna, cuando le conté adónde me estaba llevando la investigación. Y de vuelta en el parque, añado un elemento más antes de concluir, una experiencia en la que estuve implicado activamente durante mi estancia en Trieste: un programa de Radio Fragola, la emisora cooperativa y autónoma nacida a principios de la década de 1980, en la intersección entre cooperativas sociales y emisoras de radio contraculturales. “La En/Globante Universal, empresa líder en producción de matrices simbólicas, presenta Escúchame[5], un caso esporádico de ingenuidades de los demás”.

Con estas palabras, Margherita Antivulgaris abre cada semana un espacio de imaginación y debate donde diversos agentes participan en la creación de un sentido común de la escucha, en el que las ambivalencias de una realidad plural no se resuelven a través de la linealidad del discurso, sino que, por el contrario, estallan como ecología múltiple del cuidado. Escúchame es una ecología cosmocómica de voces que proceden de diferentes lugares de la salud mental y de la ciudad y se juntan en el parque todos los viernes, a las 5.30 de la tarde, desde hace muchos años.

En Escúchame, cuenta en cada ocasión la locutora, “las voces se enredan en núcleos humeantes de materia sonora, donde los significados se desvinculan de los objetos, en la loca certeza de la elocuencia, sin cumplir con su propia finalidad”. Un micrófono hacedor de mundos que funciona a través de la expresión íntima; que afecta los modos de existencia de los cuerpos; que desafía los prejuicios y roles que hasta las instituciones distribuidas y emancipatorias de Trieste tienden a reproducir. Las voces en la radio, separadas de la identidad estigmatizada del cuerpo, nos devuelven un palimpsesto de expresiones, en el que las ondas sonoras trastocan las fronteras entre desviación y normalidad.

Escúchame sigue sus propias reglas y rituales, instituyendo un espacio resiliente en el que los modos singulares de existencia pueden hallar una consistencia contingente, una normalidad trémula. El matemático Ferdinando repite sus preguntas sobre genealogías familiares semana tras semana; el artista Diego Porporati lee su “Breve crónica del tiempo en veinticuatro capítulos”, nunca pasando del tercer capítulo: la historia del vino. El Titular Ignoto, en la mesa de mezclas, baja suavemente la sintonía de cierre del programa. Son las 6.30 de la tarde.

Entonces, prosigue el ritual de cuidado: un refresco con gas de la máquina de bebidas en el pasillo del antiguo pabellón de pacientes tranquilos. Cada uno de nosotros añade algo al protocolo de saludos: el procedimiento dura una cantidad indeterminada de tiempo, convocando una composición de gestos e historias que evoluciona y, al crecer, se repite sin fin, hasta que las voces del programa empiezan a volver a su forma factual, nuevamente cuerpos en el crepúsculo que envuelve el parque.

Clavada en medio del problema, la ecología del cuidado se compone de materias, gestos, memorias, por el parque, a través de cuerpos, plantas, artefactos, a lo largo y junto a relaciones sociales e institucionales. Aparece como una dinámica interdependiente de intrusión y percepción, transición y repetición, rechazo e invención, composición e insistencia, que juega con los materiales y las relaciones que constituyen la vida social, con las intersecciones entre singularidades parciales y comunes parciales y con sus densas especificidades, a veces inmersa en las contradicciones del campo institucional, a veces perdida en un momento de fragilidad y libertad.

La imaginación puede ser un espacio para modelar esta ecología del cuidado, a través de contradicciones, ambivalencias o discontinuidades. Imaginación como materialización de mundos plurales. Umbrales, percepciones, traducciones, catálogos, transiciones, emprendimientos, compostaje y reclamación no han sido sino ocho historias de mi deriva a través de esta ecología. Una fabulación del cuidado que espero pueda contribuir a pensar en las prácticas sociales de emancipación y reproducción que son capaces de ofrecer respuestas en el peligroso momento actual y ayudan a elaborar prácticas para hacer sostenible la vida en un mundo dañado.


Bibliografía

Barbagallo, C. (2016). “24-Hour Nurseries. The Never-Ending Story Of Care And Work”, en Garrett, R., Jensen, T., & Voela, A. (eds.), We need to talk about family. Essays on Neoliberalism, the Family and Popular Culture, Cambridge Scholars Publishing, Cambridge.

Basaglia, F. (1964). “The destruction of the mental hospital as a place of institutionalisation” en First International Congress of Social Psychiatry, Londres, disponible en http://www.triestesalutementale.it/english/doc/basaglia_1964_destruction-mhh.pdf.

Basaglia, F. (1979). Brazilian Conferences, Raffaello Cortina, Milán [ed. cast.:  La condena de ser loco y pobre. Alternativas al manicomio (conferencias brasileñas), Editorial Topía, Buenos Aires, 2008]

Basaglia, F. (2005). L'utopia della realtà (Vol. 296), Einaudi, Torino.

Basaglia, F. y F. Ongaro Basaglia (1975). Crimini di Pace. Ricerche sugli intellettuali e sui tecnici come addetti all'oppressione, Einaudi, Torino [ed. cast.: Los crímenes de la paz. Investigación sobre los intelectuales y los técnicos como servidores de la opresión, Siglo XXI, 1987.

bell hooks. (2009). Belonging. A culture of place. Routledge, New York.

Benjamin, W. (1940). On the concept of history, disponible en: https://www.marxists.org/reference/archive/benjamin/1940/history.htm .

Berlant, L. (2016). “The commons. Infrastructures for troubling times. Environment and Planning D”, en Society and Space, 34(3), pp. 393-419.

Beuret, N. (2018). “The end of the world for whom?”, en new formations. A journal of culture/theory/politics, 93(93), pp. 138-141.

Brunner, C. (2018). “Activist Sense. Affective Media Practices during the G20 Summit in Hamburg in Technecologies”, transversal 03.18, disponible en https://transversal.at/transversal/0318

Cogliati, M. y Gallio, G. (2018). La città che cura. Microaree e periferie della salute, alpha beta Verlog, Merano.

De la Bellacasa, M. P. (2017). Matters of care. Speculative ethics in more than human worlds (Vol. 41), University of Minnesota Press, Minneapolis.

De Leonardis, O., & Emmenegger, T. (2005). “Le istituzioni della contraddizione”, Rivista sperimentale di freniatria.

Del Giudice, G. (2015). ... E tu slegalo subito. Sulla contenzione in psichiatria. alpha beta Verlog, Merano.

Del Giudice, G. (2019). “Entrevista”, en https://entrarafuera.net/2019/04/04/ites-intervista-con-giovanna-del-giudice/ (publicada en abril de 2019)

Deleuze, G. (2004). Desert Islands. And Other Texts, 1953-1974 , MIT Press, Cambridge Massachusetts (ed. cast.: La isla desierta y otros textos, Pre-Textos, 2005).

Deleuze, G., & Guattari, F. (1988), A thousand plateaus. Capitalism and schizophrenia, Bloomsbury Publishing, Londres (ed. cast.: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, 1988.

Echeverría, B. (2000). La modernidad de lo barroco. Ediciones Era, Ciudad de Mexico.

Federici, S. (2013). “The reproduction of labour power in the global economy and the unfinished feminist revolution” en Workers and Labour in a Globalised Capitalism. Contemporary Themes and Theoretical Issues, p. 85, Macmillan, Londres.

Foucault, M. (2003). Madness and civilization, Routledge, Londres [Ed. Cast.: Historia de la locura en la época clásica, México, Fondo de Cultura Económica, 2015].

Fraser, N. (2016). “Capitalism's Crisis of Care” en Dissent, 63(4), pp. 30-37.

Freire, P. (2018). Pedagogy of the oppressed, Bloomsbury Publishing, New York [Ed. Cast.: Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1978].

Ghelfi, A. (2016). Worlding politics: justice, commons and technoscience (Tesis doctoral, School of Management, University of Leicester).

Giannichedda, M (2005). “Introduzione”, en L'utopia della realtà (Vol. 296), Einaudi, Torino.

Gramsci, A. (1971). Selections from the prison notebooks, Lawrence and Wishart, Londres [Ed. Cast.: Cuadernos de la cárcel, Fondo de Cultura Económica, 1990].

Guattari, F. (1984). Molecular revolution. Psychiatry and politics. Penguin Group, New York [ed. cast.: La revolución molecular, Errata Naturae, 2017].

Lefebvre, H. (1996). Writing on Cities, Blackwell, Oxford.

Haraway, D. J. (2016). Staying with the trouble. Making kin in the Chthulucene, Duke University Press, Durham [ed. cast.: Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, Edición consonni, 2019].

Harney, S., & Moten, F. (2013). The undercommons. Fugitive planning and black study, Minor Compositions, Londres [ed. cast.: Los abajocomunes. Planear fugitivo y estudio negro, Campechana Mental y el Cráter Invertido, 2017].

Lorey, I. (2019), International Board Feedback. https://entrarafuera.net/2019/04/03/en-caring-with/ (publicado en abril de 2019)

Mitchell, T. (1999). “Society, economy, and the state effect”, en George Steinmetz (ed.), State/culture. State-formation after the cultural turn Cornell University Press, Ithaca.

Mol, A. (2008). The logic of care. Health and the problem of patient choice, Routledge, Londres.

Newey, I. (2019), “Presa in carico / To take care”. https://entrarafuera.files.wordpress.com/2019/04/cronica-irene-english-final.pdf (publicado en abril de 2019). Versión en castellano: “Hacerse cargo”, descargable en: https://entrarafuera.files.wordpress.com/2019/04/cronica-irene-ts-es.pdf

Papadopoulos, D. (2018). Experimental practice. Technoscience, alterontologies, and more-than-social movements, Duke University Press, Durham.

Precarias a la deriva. (2004). A la deriva por los circuitos de la precariedad femenina, Traficantes de sueños, Madrid.

Raunig, G. (2009). “Instituent practices. Fleeing, instituting, transforming”, may fly, 3.

Raunig, G. (2016). Dividuum. Machinic capitalism and molecular revolution (Vol. 1). MIT Press, Cambridge Massachusetts.

Rotelli, F. (1988). “L’istituzione inventata. Per la salute mentale/for mental health” en Rivista Centro Regionale Studi e Ricerche sulla Salute Mentale (1).

Rotelli, F. (1992), “Per un'impresa sociale. Salute mentale-Pragmatica e complessita”, en Ota de Leonardis, Diana Mauri y Franco Rotelli (eds.), L’impresa sociale, Edizioni Anabasi SPA, Milán [Ed. Cast.: “Para una empresa social”, en Ota de Leonardis, Diana Mauri y Franco Rotelli (eds.), La empresa social, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1995].

Rotelli, F. (2013), “Servizi che Intrecciano storie”, en Giovanna Gallio (ed.), L’arte della cura nella medicina di comunità a Trieste. Storie e racconti di malattia, ENAIP, Trieste.

Rotelli, F. (2010). “La rosa che (ancora) non c’è” en Giancarlo Carena (ed.), La Rosa Che C’è, Eut Edizione, Trieste.

Rotelli, F. (2019). “La città che cura”, International Board Feedback. https://entrarafuera.net/2019/04/03/en-it-the-city-that-heals-la-citta-che-cura/ (publicada en abril de 2019) [Versión en castellano en el mismo enlace].

Signorelli, A. (1998). Ponencia para el Congreso Donne e Salute Mentale organizado por la Sociedad Italiana de Psiquiatría, Lucca.

Sraffa, P. (1975). Production of commodities by means of commodities. Prelude to a critique of economic theory, Cambridge University Press, Cambridge.

Star, S. L., & Griesemer, J. R. (1989). “Institutional ecology, translations and boundary objects. Amateurs and professionals in Berkeley's Museum of Vertebrate Zoology, 1907-1939”, en Social studies of science, 19(3), pp. 387-420.

Starhawk (2016). “Social Permaculture-What Is It?”, disponible en: https://www.ic.org/social-permaculture-what-is-it/

Stengers, I., & Pignarre, P. (2011). Capitalist sorcery. Breaking the spell, Palgrave Macmillan, Londres [ed. cast.: La brujería capitalista, Hekht libros, 2017].

Stengers, I. (2013). “Introductory notes on an ecology of practices”, en Cultural Studies Review, 11(1), pp. 183-196.

Tosquelles, F. (1986). Le vécu de la fin du monde dans la folie, Ed. de l'AREFPPI, Paris.

Tosquelles, F. (2012) [audiovisual] Entrevista en En Deconnage (ed. Angela Melitopoulos), Berlin.

 

Pista fantasma

“El animal de la buena conciencia”[6]

Cuando S. destruye las fotografías de la exposición en el Laboratorio P, hace un gesto impopular: niega, rompe la armonía del cuento, es “malo” y aristocrático. Niega la verdad del caballo, percibe la mistificación: no hay un espacio para que el cuento pueda hacerse realidad.

En la ciudad, los subproletarios trotan detrás del caballo como los proletarios detrás del carro de Madre Coraje: pero el caballo, inútil y bello, será siempre la mercancía, el objeto producido –el subproletario se torna aquí productor de mercancías y, por lo tanto, aceptable, aceptado para circular por las calles de la ciudad. La producción tiene sus leyes, la ley custodia y sostiene la producción. Los fuera-de-la-ley producen por un día y por un día se admite que circulen con su máquina-caballo, una vez más máquina-deseo y no máquina-política. Se pavonean con sus vestidos de harapos: es el eterno carnaval de los pobres –hay espacio para ponerse a la vista de todos, pero no para oponerse. La lucha tiene otras fechas, otras sedes, otras plazas: el asueto continuo, el espectáculo, ha vuelto a triunfar, el objeto se torna una vez más impenetrable –el caballo-liberación se muerde la cola, el loco vuelve a los circuitos normales de su destrucción.

Detrás del caballo, está el horror de siempre, la suciedad, la violencia, la penuria del manicomio, la condición subproletaria dentro del “hospital”, donde la “agresividad” del “enfermo” solo puede desaparecer para reaparecer transformada en la docilidad minusválida del caballo garantizada por sus caballeros: los “Hipócrates” precisamente. Aséptico, privado de virilidad, el caballo garantiza a las víctimas la posibilidad de soñar; pero esta única oportunidad es socialización de un deseo que, desvinculado de la necesidad, es pura negación de historicidad. Deseo de estar en ese lugar específico: el “afuera del manicomio” que te mantiene a ti fuera; de estar en ese lugar de la mezquindad donde, por la propia estrechez del hábito, resulta implanteable la vida para quien desea vivir.

La gente del manicomio ha producido un objeto de insólita belleza, consolador indicio de que también en la mierda (el manicomio) nacen flores. Estas flores nos gustan, a todos. Esta es la señal de un optimismo en el hombre que no acaba nunca de morir, por más absurdo que resulte.

S. es el único al que no le gusta esta flor. Rígido y diligente defensor de una institución orgánica, S. destruye, como un niño malo, “psicópata”, el juego de los demás niños: el tonteo de quien juega a fabular. Su violencia verbal es tan desagradable como inexplicable: la habitación de aislamiento será el lugar donde meditar su asociabilidad.


Pero: lo popular es y sigue siendo la máscara.

 

---

[1] Llevo implicado con la ecología de cuidados de Trieste varios años y desde diferentes roles. Llegué la primera vez en 2014, como investigador del Ministerio de Salud Pública de la República de Ecuador y participé en un taller intensivo junto con una delegación de psiquiatras de China. Conocí entonces a Giovanna Del Giudice; volví unos meses más tarde, en 2015, y empecé a colaborar con Giovanna y con la Conferenza Permanente por la Salud Mental en el Mundo “Franco Basaglia”; organicé también una serie de debates y talleres en Barcelona, con Radio Nikosia. En 2016, pasé la primavera y los primeros meses del verano en Trieste, con el apoyo financiero de la Fundación Rosa Luxemburgo y la mentoría de Isabell Lorey, desarrollando una iniciativa de investigación-acción en el Centro de Salud Mental de Domio, con el Grupo de Apoyo Mutuo y en el centro de salud “comunitaria” de los barrios de Ponziana y Zindis. Después de esto, en colaboración con Marta Malo, Marta Pérez e Irene R. Newey, articulamos Entrar Afuera, un diálogo entre trabajadores sociales, de cuidados y de la salud en Europa, con la colaboración de la Agencia Sanitaria de Trieste y del Ayundamiento de Madrid y con el apoyo del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid. Al mismo tiempo, con un grupo de trabajadores triestinos, entre los que están Margherita Bono, Paola Comuzzi, Michela De Grassi, Sari Massiotta, Monica Ghiretti, Federico Rotelli, Federica Sardiello, Alfio Stefanich y Davide Vidrih y el apoyo de la Facultad de Derecho de Kent, en la Universidad de Kent, empezamos a colaborar con el programa de salud comunitaria “Well Communities” de Londres. A lo largo de los años, también se han sucedido otras colaboraciones con la Cooperativa Social La Collina, Radio Fragola Gorizia, los Departamentos de Salud Mental de Trieste y de Gorizia, la Cooperativa Social Agrícola Monte San Pantaleone y muchas otras personas y grupos de Trieste y sus alrededores. Mis reflexiones sobre la ecología del cuidado han nacido en estos espacios de debate, junto con otras prácticas, visiones e interprelaciones de toda una serie de grupos, que incluyen Entrar Afuera en España, el Proyecto Barco en Bari, la Red de Psiquiatría Radical de Nottingham, A Pesar de Todo en Atenas, Raum Station en Zurich, la Casa Azul en Málaga, la Facultad de Derecho de Kent, la Facultad de Ciencias Políticas de Kassel, la Escuela de Arte de Zurich y la Facultad de Gestión de Leicester (así como algunas conferencias académicas): por supuesto, no se trata de las instituciones, sino de las personas que las habitan y muchas otras que han participado en las conversaciones, las noches y los encuentros que han forjado estas reflexiones. Martha Schulman no solo ha ejercido de editora al revisar este texto, sino también de amiga con la que conversar y estoy muy agradecido a su ingenio mordaz. Esta diversidad de prácticas, configuraciones y trayectorias constituye el terreno desordenado que intento sintetizar aquí como punto de vista propio sobre esa labor colectiva, compleja y abierta que teje las ecologías cuidadoras de Trieste. Afortunadamente para mí, conocer en 2014 a Giovanna supuso entrar en contacto con muchas voces y abrir un espacio plural, crítico y múltiple de conversación con personas en diferentes lugares. Aunque no nombro en estas páginas a Andrea, Beatrice, Carol, Claudia, Davide, Ecaterina, Elena, Elisa, Frida, Grazia, Guillermo, Lara, Letizia, Marco, Mario, Michela, Naomi, Nicole, Patricia, Patrick, Pina, Sandro, Valentina, Yulia, un Adam, dos Alessandros y dos Fabios, han sido mis interlocutores todos estos años, han formado mi compromiso conceptual y material con la ecología del cuidado y han hecho que mi vida en Trieste sea dulce y cálida.

[2] Los Distritos son los dispositivos asistenciales territoriales de la red sanitaria de la región de Friuli-Venezia Giulia, de la que Trieste es la capital [N. de la T.]

[3] La Bora es un viento tempestuoso y cambiante que sopla en frías ráfagas desde el norte-nordeste sobre el mar Adriático, Croacia, Italia, Grecia, Eslovenia y Turquía. Se debe a la formación de un ciclón estacional en el mar Mediterráneo. En Trieste, la bora sopla con particular fuerza durante buena parte del invierno, llegando a haber en la ciudad un museo dedicado a este viento [N. de la T].

[4] Hay en el original un juego de palabras que se pierde con la traducción: el sustantivo inglés asylum significa manicomio, pero también asilo o refugio. Destruir el asylum en tanto manicomio, dice el texto, al mismo tiempo que se reafirma el derecho al asylum como refugio [N. de la T.].

[5] En castellano en el original (N. de la T.).

[6] Extracto del relato de Franco Rotelli, Peppe dell’Acqua, Mario Reali y Enzo Sarli titulado “El animal de la buena conciencia”. Publicado en 1975, el texto habla de un episodio en el Laboratorio P., durante el taller de Marco Cavallo, un caballo de papier maché construido para la primera manifestación pública de los usuarios y los trabajadores del manicomio en las calles de Trieste en 1973.